Ángeles Mastretta: Para hablar de lo esencial
Cuenta la leyenda que un inglés aristócrata, gran lector, encantado con las novelas de Jane Austen, le propuso que escribiera un libro sobre los monarcas de la época. La señorita Austen, conocedora precisa de las fortunas cercanas a Steventon y Pemberly, a Bath y Hampshire, del daño o el bien que con ellas podía hacerse, dueña de una sabiduría especial para adivinar y describir con humor y regocijo el mundo de quienes la rodeaban: ávida de sus almas y sus predicamentos, juez implacable de su ética y sus costumbres, segura de que la bondad, lo bello y lo verdadero valen lo mismo si existen o faltan en la índole de quienes viven en una ciudad pequeña, en una finca o un palacio, respondió con sencillez que no. ¿Por qué?
Porque no le interesaba. A ella la conmovía su mundo. Y encontró ahí toda la riqueza, los abismos y dichas que contó como nadie. La índole de los seres humanos se parece, y buscarla en quienes tenemos cerca es lo más atrevido que puede hacer quien escribe, lleva a entender lo que importa y si se cuenta con ironía y pasión, sin más afán que el de hacerlo, para recuperarlo con integridad, fascina y emociona otros mundos. De eso se trata la literatura. Y ella eso lo supo como nadie.
Tengo para mí que la señorita Austen no dio tantas explicaciones. Era demasiado inteligente como para detenerse a contemporizar. Siguió escribiendo de lo imprescindible sin perderse en argumentos innecesarios.
Para hablar de lo crucial tenía a su hermana. Hay un hermoso libro con sus cartas.
Yo también tengo una hermana, esa compañía esencial, ese privilegio.
A menudo la nombro, sin duda, la cuento.
Hablo de mi hermana y evoco su risa, sus dientes exactos, su rapidez verbal, su lúcida vocación de vida. Hablo de mi hermana excepcional y valiente, loca y sabia. De mi hermana que habla con el conejo pintado en la luna, que hizo un lago, que duerme a los pies del volcán.
He hablado tanto de ella y sin embargo, será siempre imposible contarla entera. Es a veces un puente y al mismo tiempo siempre está en el río, tramada en la corriente de una misma historia.
Hablo de mi hermana, la otra hija de mi madre.
Ilustración: Gonzalo Tassier
Mi madre que también tenía una hermana. Se llamó Alicia y tuvo cinco hijos, como mi madre que también tuvo cinco hijos. Me he puesto a pensar qué hubiera sido de ellas si esta pandemia les hubiera tocado a sus vidas. Si en lugar de aparecer en 2020, hubiera llegado en 1960, cuando yo tenía diez años y todos los demás de ahí para abajo. Y éramos diez niños, jugando en un jardín pequeño, que veíamos enorme, por el que cruzaban a diario nuestro aliento, nuestra imaginación, nuestro recreo. ¿Cómo hubiera podido evitarse, ahí, un contagio? Nuestras casas estaban en una calle por la que había otras diez casas, con otros cinco niños en cada una. Siempre había alguien subido en la barda de alguien. Casi en medio prevalecía un limonero, como el mástil de un barco por el que todos subimos alguna vez. En una esquina vivían los abuelos, y muy cerca la otra hermana. La que no tuvo cinco hijos, sino diez. Una pandilla, una parvada, un ejército de posibles contagiados. Ya no había polio en nuestro rumbo, pero hubo varicela, paperas y difteria pasando de unos a otros. Sobrevivientes sí, de tantas guerras. No sé qué hubieran hecho los adultos para controlar el paso del covid por esa pipiolera. Habría sido impensable este encierro, mi hermana se habría escapado por algún agujero, yo la hubiera visto irse, sin atreverme a más.
La hubiera visto como hasta ahora, dueña de sí. Me ha pasado cien veces verla erguirse sobre la voluntad de quienes no pueden con su audacia. Hoy recuerdo una de las primeras, porque así de caprichosa es la memoria. Pensando en el ahora de mi hermana fui a dar a la tarde en que armó un caos en su salón de clases, levantando una euforia colectiva cuando se encaramó a su escritorio y plantada en sus zapatos del número dos, pregonó pegándose en el pecho: “¡Yo soy un roble!”.
El escándalo llegó hasta la temida y célebre profesora Pilar Luengas. Pienso ahora en el ciego temor que alguna vez sentí con sólo oír ese nombre. Era la directora de la pequeña escuela para niñas cuyos padres habían preferido educar a sus hijas bajo el extraño y feroz celibato de una laica, en vez de entregarlas sin más a los desvaríos de la colección de vírgenes ignorantes que eran las monjas poblanas de aquellos días.
La religión que aprendíamos nosotros era un poco menos obtusa y sobre todo segura de la bondad intrínseca de la divina providencia, de la fe en eso como un don que, para su desgracia, no todos tenían.
La profesora Pilar era célebre por su rigor, sus conocimientos, la buena letra y la precisión con que en su colegio se enseñaban aritmética, historia, disciplina y costura como materias con el mismo valor. También por la virulencia de sus disgustos. Según sus normas, todos justificados.
Como yo era tímida ella asustó buena parte de mi infancia con su presencia reservada y arisca, con la blanca pulcritud de sus uñas cortas, con la dulzura de sus ojos azules echando llamas como si fueran rojos. Por eso nunca la desafié. Quizás años después, pero ahora no se trata de contar eso.
Mi hermana había llevado al colegio uno de esos objetos inocentes, pero prohibidos por la directora como parte de un mismo peligro: la pérdida del tiempo que sólo conduce al equívoco.
Hasta la fecha, perder el tiempo, como quien enfrenta un riesgo, es para mí un desafío doble.
Nada podía ser más atractivo que poseer un juguete secreto, convertido por la magia de la prohibición en el tesoro más cuidado del mundo. Ese día mi hermana tenía uno. Quizás algo pequeño, pero no recuerdo bien. No lo estaba jugando, pero cuando la maestra de tercero de primaria lo descubrió en su escritorio y quiso quitárselo para esconderlo mientras duraba el día, ella se defendió saltando de la banca a la cubierta inclinada del pupitre, para desde ahí decir: “Yo soy un roble”, tanteando a la maestra, dándose golpes suaves en el pecho para arremedar a los changos del mugriento y precario zoológico que podía verse por las ventanas de la vieja fábrica convertida en colegio.
Al oír el escándalo la directora salió de su oficina dispuesta a controlarlo todo haciendo sonar el silbato que le colgaba del cuello para alertar de su llegada.
Para mí, verla venir y sentir en el estómago un puñal atravesado eran una misma cosa. La vi dirigirse al salón de mi hermana y oí la autoridad de su silbato. Desde la profesora hasta la penúltima niña volvieron a sus bancas a ponerse en tercera posición. Pero mi hermana no se bajó de su pupitre, miró a los ojos de la temible autoridad y dijo aún más fuerte: “¡Yo soy un roble!”.
La escuela era tan pequeña que de un salón a otro podían oírse el silencio y los regaños. “Yo soy un roble”, volvió a decir mi hermana. Oímos el silencio, luego, en vez del predecible regaño, una voz en calma. Lo inaudito: la insospechable voz razonada de nuestra particular dama de acero. “Sí, eres un roble, pero bájate de ahí y deja de alborotar como si fueras un chango”.
En el salón de junto, mi pupitre estaba cerca de una puerta con cristal que daba al corredor por el que vi pasar a la directora. Juro que sus ojos iban en paz y que sonrió para sí creyendo que nadie era testigo. Nadie, más que el alma tranquila de quien la tuvo en vilo.
Mi hermana había domado a la diosa de la furia, a quien luego conocí como Lita en la mitología griega. La personificación de la ira, según los atenienses —según sus alumnas—, era una mujer serena, disfrazada de militar, a quien conmovió una niña sin miedo.
Desde entonces hasta hoy admiro a mi hermana. A ese roble invencible como los vientos de febrero que la trajeron al mundo. Por eso hablo tanto de ella.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos.