Ángeles Mastretta: Tiempos improbables
Incluso en estos meses, en que la vida de tan quieta parece que nos arrastra, me detengo sin más y los pienso. Ya no puedo nombrarlos uno a uno, igual que cuando eran menos, pero uno a uno es que aparecen como destellos: los muertos que aún marcan mis días.
No tengo otra manera de mantenerlos vivos. No hablo con su sombra ni creo que vendrán a comerse los panes de la ofrenda, lo que hago es contarlos muchas veces. Y asirme a la memoria de su entereza, esperando que a veces la compartan conmigo.
Sin embargo, a pesar de cuánto los añoro, ahora que son cada vez más, lo primero que hago al despertar es levantarme a vivir como si la muerte fuera una alegoría. Y como si la existencia de los vivos entre los que vivo dependiera de mí. Incauta yo, imaginando que la fuerza de sus ojos y sus deseos dependen de mi testimonio. Estoy aquí para vigilar a mis vivos.
Decía la antropóloga Guzmán que ella no quería morirse para no hacernos esa maldad, porque es muy bonito tener mamá. Quería quedarse no por ella, sino para no dejarnos.
Dos mujeres bravías, a quienes admiro tanto como las quiero, perdieron a su madre hará tan sólo un rato. Y, frente a esa entelequia que cuando se hace realidad nos desampara, están de tal modo inermes que de sólo imaginarme los años que les quedan para extrañarla quisiera acunarlas desde ahora y hasta la tarde en que tampoco esté yo, pero ellas y todos los míos hayan tenido tiempo para decirme adiós porque ya vaya siendo hora de ahuecar el ala y desaparecer.
“Vivimos como vivos eternos”, dice el Mahabharata, a pesar de que la muerte pase entre nuestros días, todos los días.
Ilustración: Gonzalo Tassier
Mi mamá murió hace trece años y a veces en la duermevela de las madrugadas la llamo como si pudiera venir a auxiliarme, porque soy como una niña perdida en el supermercado. Esto no sé ni cómo advertírselo a la pesadumbre de estas dos tiernas, al tiempo libres y asombradas que son las hijas de una mujer tan drástica como ferviente cuya ausencia aún nos sigue pareciendo improbable. La van a extrañar siempre y de ese agujero no las puede librar nadie. Aunque aquí andaremos los demás, igual que esos libros calificados como suplentes para reposición, por si algo se les ofrece.
Yo, ¿un libro? Cuando hay veces en que hasta las uñas me duelen de sólo pensar en ponerme a escribir. La feliz maestría con que pierdo el tiempo, cosa que me niego a aceptar como pariente del sueño eterno, me toma por su cuenta y tira de mi manga para quitarme de ese mal en el que nunca he creído: “La angustia de la página en blanco”.
Oigo música. De pronto una canción que podría ser la posdata del mensaje que no fue necesario enviarle a nadie. Y estoy agradecida. Me entretengo con el silencio y con las plantas. A veces parezco planta. Puedo leer un poema treinta veces sin aprendérmelo y sin enojo. Más de una divagación al día, ya lo dije, evoco a alguno de mis muertos. Me doy tiempo para ellos. Lástima que ya no pueda creer en la resurrección, ésa sí que era una fábula digna de abrazarse, pero imposible. Por eso los revivo mientras vivo.
“Nos vemos al otro lado del puente”, le dijo el veterinario a mi perrita cuando hubo que ponerla a dormir. Conmovedores los dos, igual y sí se encuentran en alguna parte. Yo no estaré para verlos porque me habré ido a la Nebulosa de Andrómeda o al fondo del mar. Ahí donde pueda yo ser polvo que es lo que me dijeron, todos los Miércoles de Ceniza de la infancia, que seríamos. No merezco llamarme a engaño, estaba yo advertida.
Miguel Hernández pensaba que el corazón de Ramón Sijé, su amigo muerto, tan temprano, podría bajo la tierra dar de comer a las “desalentadas amapolas”. Precioso. Así hay que imaginarlo, aunque suene tan atrevido como la lluvia.
Quisiera hacer las paces con esto de ir envejeciendo. Pero me arredra pensar que esta fiesta se acabará, por eso me la bebo despacio, como al té con pan de en las mañanas. Quiero con toda el alma seguir viva y, por suerte, como decía una vieja amiga: amanezco y amanezco.
A los veinte años, y a los cuarenta, digo para que me oigan a los alrededores, pensar en la vejez como un paraíso posible parecía de dar risa. Ahora se me antoja que con ayuda de los antibióticos, los analgésicos y el aliento de las amapolas, la vejez sí pueda ser una buenaventura.
Alguna ganancia tiene que haber en esto de ir perdiendo cosas. Yo no he conseguido asir la serenidad necesaria para dejar de pintarme el pelo y todas, pero todas, las mañanas estar vestida y alborotada como si me fueran a pasar revista, pero tengo serenidad para no ahorcarme cuando confundo los nombres de mis hermanos con los de mis sobrinos.
Durante muchos años, siendo joven, fui una enferma crónica, y anduve bregando con los mismo achaques que ahora comparto con todos mis contemporáneos. Eso lo vivo como una fortuna: ya no soy sólo yo la que a veces tiene vértigo, dolor de cabeza, caídas libres.
Cuando anduve por los diarios de Stendhal me horrorizaba leer que iba a las fiestas con fiebre y gripa. Ahora que he andado por mis anécdotas me entero de que yo vivía exhausta mientras daba brincos, vivía mareada y siete veces al mes tenía migrañas como avispas. No sé ni cómo sobreviví a tantos quehaceres. Pero aquí ando en busca del cobijo que da la edad de la sin razón. Y ya todo me duele mucho menos. Tengo visto que la vida tiene que ser menos ardua. Al menos la vida sobre la que podemos tener algún control. La otra viene como va viniendo. Afuera el mundo hace su ruido, por dentro cada quien tiene que dar su guerra en busca de la paz.
Si hemos de seguir envejeciendo, porque no quiero considerar la alternativa, les propongo a mis contemporáneos que este noviembre les pidamos a nuestros muertos algunos deseos invencibles. Que no nos dejen ser tristes ni lacrimosos, que nos den entereza y buen juicio, que por un tiempo largo le pongan cuernos al invierno, que pensarlos nos propicien valor y agradecimiento, que sus nombres nos ayuden a recordar los nombres de la gente buena y que la gente mala se muera de miedo. Que nos dejen llegar a los noventa y ver si entonces ya existe el modo de pedir ciento veinte y la destreza para cruzar a nado la laguna de Bacalar.
Tiempos improbables quiero vivir. Y que me nieguen la razón los espejos.
Posdata: Rosario y Tita, ya ustedes saben que esto que digo es pensando en ustedes.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos
Vivir, sí, mientras tengamos la lucidez y la salud de ahora mismo; mientras conservemos total autonomía, en una palabra: mientras seamos dueñas absoluta de nuestra persona. Esa pérdida es el único horror de la vejez.