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Ángeles Mastretta: Un país extraño

Escribo: metate, chiquigüite, escuincle. Y podría yo seguir, porque esas palabras me rondan la cabeza, pero no quiero que camine el año sin agradecerle a Laura Emilia Pacheco que haya creado un libro con los textos de su padre que ella encontró excepcionales, entre toda la extraordinaria mezcla de ideas y emociones con que José Emilio escribió.

Ilustración: Gonzalo Tassier

Elegido con los ojos y la pasión de su hija, ferviente lectora y editora y, como toda hija bien amada, una devota de su padre, Laura Emilia armó un libro fascinante. Lo llamó El infinito Naufragio y es una antología general.

Creo que el inolvidable escritor que es José Emilio —porque quien sigue siendo leído, sigue vivo—, como bien sabemos los lectores, va a estar de acuerdo con tan sabia selección de sus textos.

Recordarlo, leyéndolo, ha sido una fiesta de varios días y puede seguir siéndolo por mucho tiempo. El libro es un tesoro y una promesa. Lo he llevado conmigo a las vacaciones, pero lo tengo en mi escritorio para atisbar algo cada día. En cualquier página, abierta al azar, hay un prodigio. Y eso lo vuelve aún más amistoso.

Les daré unos ejemplos, entre otras cosas porque quiero compartir el placer de mis hallazgos. Abro la página 288. Encuentro un diálogo entre José Vasconcelos y Alfonso Reyes. Justo detenidos en el cruce de las dos calles que hoy llevan sus nombres, en los límites de la colonia Condesa.

Veinte años después de su muerte, Reyes y Vasconcelos caminan sorprendidos entre los edificios, dilucidando lo espantosos que son y lo rápido que cambió el paisaje. Mantienen una conversación inteligente y llena de ironía, como ellos mismos, inventada por la imaginación de José Emilio que, al terminar, sólo firma en cursivas muy chiquitas: Por la transcripción: JEP.

Leo su ficticia conversación como un documento invaluable. Les dejo algunos intercambios:

Vasconcelos: Te da miedo la situación, Alfonso.

Reyes: Me aterra, siempre pienso en lo que dijo T. W. Adorno: “Del mundo, tal como existe, uno nunca estará lo suficientemente asustado”.

Y más adelante:

Vasconcelos: El mundo es de los fuertes y de los crueles, Alfonso, tu proyecto de vida es una utopía.

Reyes: Hace setenta años traducíamos en voz alta a Wilde ¿te acuerdas? “No vale la pena ningún mapa que no incluya la isla de Utopía”.

Qué grata lucidez. Qué acierto.

En dos preguntas con su respuesta, reúne a cuatro escritores de alcurnia en la conversación de sólo dos de ellos. Debería yo decir a cinco escritores, porque José Emilio, invisible, está en el juego también.

Hay que reverenciar a este poeta delirante y acucioso al que siempre echamos de menos, como si no estuviera a la mano lo más preciado que nos dio. Aunque a veces se nos olvida acudir a él con más frecuencia, siquiera cada semana, como antes, para salvarnos del barullo que nos rodea. Perdemos lo esencial, hundiéndonos en lo que nos turba.

Tendemos a dejarnos ir con Vasconcelos cuando dice:

Alfonso, “fuego y sangre ha sido nuestro tiempo”, tus virtudes —tolerancia, concordia, respeto humano— no son de este mundo. Aún muerto eres un anacronismo viviente.

Pero pensándolo bien, viviéndolo bien, algunos preferimos la actitud de Reyes.

—Objeta lo que desees a esos rasgos. Cuando todo se ha dicho, son preferibles a sus contrarios, intolerancia, inhumanidad, tortura, exterminio de quien no es o no piensa como yo.

Ir dando con pedazos de José Emilio, puestos en un orden nuevo que revive, de pronto, una colección de domingos, un poema  que volvemos a leer y brilla como recién escrito. ¿Qué más queremos? ¿Qué mejor libro nos puede regalar el año que terminó hace unos días?

Si sólo se pudiera elegir un libro, elijo este delirio. Porque dentro le caben muchos otros.

Abro otras páginas, encuentro: El incomparable Charles Dickens, El misterio de Emily Brontë, Míster Universo: Voltaire.

Dejo aquí el primer párrafo de un texto sobre Oscar Wilde:

“La literatura es un país extraño. Ahí también todo pasa y se olvida. Pero cuanto fue bueno regresa y presenta al mundo un texto distinto para ser leído con ojos diferentes”.

Así empieza lo que es un ensayo de elogio a un escritor tan querido, por lleno de contradicciones que abrazar, en el que claro nos queda que cuando José Emilio habla de autores, habla siempre del país extraño que es la literatura.
José Emilio, lo dije una vez y lo pienso siempre, estaba hecho de una bondad irónica, de una erudición tímida, de una lucidez despiadada.

¿De qué otro modo puede ser la lucidez? No amo mi patria, su fulgor abstracto es inasible.

No sé cuántas mañanas lo repito mientras leo las noticias. No amo a mi patria. Qué pena con José Emilio y qué pena lo mal que nos estamos portando, en nombre suyo, con quienes intentan cruzarla.

Tengo una historia, quiero contarla en este puerto, pero el libro de José Emilio ancló mucho antes.

José Emilio era demasiado buen escritor como para necesitar premios, pero los recibía contento. Este libro es otro.
Recuerdo con frecuencia, por liviana y sencilla, nuestra conversación cuando le tocó el Premio Reina Sofía. Se disculpó porque en la mañana había descolgado el teléfono. Temía las entrevistas.

No le gustó responder varias veces a la misma pregunta, porque odiaba repetirse y es imposible no hacerlo. Sin embargo, lo hizo al contestar la inevitable pregunta con la que carga quien recibe un premio.

—¿En qué lo gastará?

—En medicinas —respondió.

Si no quería hacer una obvia crítica a nuestro mundo, hizo una muy clara. Pero de seguro quería hacerla y encontró la manera con ingenio y buen gusto.

Entonces me hizo reír con su contundencia al hablar de la fobia a las fotos. “¿Por qué todo mundo tiene que compadecerse con el horror que es la edad?”.

No le gustaba verse viejo. Tenía razón, pero su fulgor no era inasible. Al contrario, convocaba la parrandera pleitesía de los jóvenes. Nada más divertido que oírlo conversar. Hace como quince años, mis hijos, que tenían veinte, lo eligieron en Cartagena como el único escritor cuya presencia física no era una frase abstracta. Estaba lleno de anécdotas y de juicios sumarios en contra de sí mismo. Lleno también de una erudición inquebrantable salida de su curiosidad, su memoria y su destreza para encontrar alianzas que atraviesan siglos.

Extrañamos a José Emilio. De ahí otra vez el agradecimiento a su hija que lo ha vuelto a poner en mi escritorio. Ahora hubiera querido contarle la historia de un migrante que no ha podido ver los ríos y la ciudad por la que el poeta dijo que podría dar la vida.

Es corta pero parece ser eterna. No quiero irme de febrero sin contarla aquí.

Hace días, un muchacho que tiene como deber visitar los refugios para migrantes amontonados a lo largo de la frontera sur de México, convertida por órdenes de Trump en la primera frontera sur de los Estados Unidos de América, oyó una historia que yo le robo a su voz.

Al llegar a uno de los refugios volvió a encontrarse a un hombre de ojos brillantes a quien había conocido ahí hacía meses y al que, como a tantos, México había devuelto a su país por estar en duda la legalidad de los papeles con los que pretendía acreditarse como mexicano. Según me enteran, este examen se repite a diario y hay quienes consiguen aprobarlo. Supongo que no siempre es igual, pero una suma de los rumores entre viajeros con esperanzas los ha llevado a saber que en migración pueden hacerles preguntas infranqueables. Es así como llegan sabiéndose desde el himno nacional  y quién gobierna en el país, hasta el nombre de quien preside el municipio en que los atrapan. No sólo se saben canciones de José Alfredo y Juan Gabriel, también pueden llegar a aprenderse una de Cri Cri.

—¿Y, usted, cómo es que anda aquí otra vez?— preguntó el muchacho de la ONG.

—Me regresaron. Aunque ya casi había pasado, porque todo lo contesté bien. Pero el que me preguntaba seguía desconfiando y llamó a su jefe. Ahí fue que perdí. El tipo me dijo que si le contestaba una sola pregunta me creía todo y me dejaba pasar.

—¿Qué le preguntó?

“¿Qué es un molcajete?”. Y con esa sí que no pude. Así que aquí estoy.

La literatura es un país extraño, sin duda, pero el nuestro lo es más. No amo a mi patria, diré como el poema, y ya no sé si daría la vida por uno de sus ríos. Sin duda, no por el Suchiate. ¡Qué vergüenza!

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. AntologíaEl viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amores Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos.

 

 

 

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