Ángeles Mastretta: Una brizna de espanto y la casa al revés
Me lo imagino como lo cuenta mi hermano, con los pelos hirsutos y los ojos extraviados. Así lo encontró al acercarse a la casa en que vivió mi madre durante veinticinco años.
Eran las once y media de la noche y Sergio regresaba de todo el día trajinando con las elecciones extraordinarias, los votantes escasos y los drásticos resultados. Pobre Puebla, siempre a prueba. Desde el siglo pasado, desde el antepasado. Desde el diecisiete en que las monjas de los conventos se rebelaron contra un obispo. La autoridad ha sido casi siempre abusiva, siempre despilfarradora, siempre desentendida del bien común y atenida a su propio bien. Unos más, otros menos, van haciendo lo que van queriendo en las narices de quienes votan o no votan por ellos. Muy difícil ciudad, muy arduo estado. Muy ricos con muy pobres, a veces a quinientos metros de distancia.
Al dar la vuelta a unos edificios altaneros se puede caer en el abismo de calles sin pavimento, sin agua y sin orden alguno. Como sin orden están quienes construyen las torres y crean fraccionamientos inventando convertirse en ejidatarios para luego enajenar los ejidos y soltar la mugre de sus drenajes a lo que fue un río vivo y ahora es una corriente negra y desalmada. Pobre río temible, que un día fue bien amado. Casi muerto, y sin quien lo observe, casi. Y siempre observando la desvergüenza por donde se le ocurra a quien se le ocurra.
Eso sí, museos y avenidas con los que convencer a los viajeros de tres días de que todo ahí es tan magnífico como se ve por encima. Y cierto. La catedral sigue pareciendo un ensueño y el centro de la ciudad misma es un museo barroco, aunque se haya construido uno que bien podría quedar en otra parte. La mixteca, la sierra negra o la alta sierra. Todo lo que no se ve desde la ciudad capital, todos los sitios en los que viven los votantes pobres que van a las urnas sin más deseo que el de tomar la limosna de la ocasión.
Triste decirlo. Desolador en sus abismos. Inesperado e inquietante cuando un brizna de ese infinito delictuoso pasa a perturbar lo que aún creímos intocado. Lo que hace veinte años, diez, aún parecía un territorio sólo atado a la memoria de un abuelo y la pertinaz pasión de nuestra madre.
El lugar es el único hueco del mundo nuestro, a salvo de dos pérdidas esenciales. Un jardín con las cenizas de nuestros más queridos ancestros y una casa pequeña cuya armonía ha sido violentada por los pasos y la agresión de unos desconocidos que actúan como si nos conocieran.
La casa está vacía de riquezas: tiene muebles y reliquias, pero nada que alguien en busca de dinero, armas o joyas quiera encontrar. Hace como tres meses voltearon media casa al revés, ahora volvieron a reversar la otra mitad. No sabemos si es uno o son varios. Sergio sólo vio a uno, joven, delirante, que al parecer llevaba medio día visitando la casa que mi hermana visita a diario, aunque de noche se queda a oscuras, a merced de la ocurrencia ajena. Esa semana, todo el sábado y todo el domingo, hasta casi la medianoche.
La casa de Sergio queda cerca. Al entrar miró el hogar de tantos días felices iluminado como una caja de música. Ni una luz faltaba. Hasta unas nuevas que pusimos para no medio matarnos al entrar de noche. Claro nos ha quedado que nuestra madre se metía ahí con luz y sólo salía tras el amanecer.
Vuelvo a la casa encendida y a una bicicleta tirada en el camino al que Sergio entró tras destrabar la puerta que tenía puestos los cerrojos. No se nos da la modernidad, creo que pensó.
Tiene un control remoto para entrar apretando un botón desde el auto, pero alguien había echado las aldabas. Pasan cosas extrañas en días de elecciones. Se bajó a abrir. No se le ocurrió pensar que algún fantasma democrático podría haber vuelto del más allá.
Vio la casa encendida, entró a la suya, en donde su mujer y sus hijas estaban platicando muy contentas, con los perros echados a sus pies porque los habían metido para que pararan un escándalo de ladridos que no sabían por qué razón dieron en lanzar por los aires.
Así de tranquilos hemos vivido: si los perros ladran es porque se les da la gana hacer escándalo, no porque avisen de algún intruso.
Sergio salió al jardín y se acercó sin ningún temor a la casa que cobijó la mejor infancia de nuestros hijos. En las escaleras de la puerta encontró al muchacho saliendo de su fiesta. “¿Qué haces aquí, muchacho?”, dice que le preguntó.
Yo hubiera salido corriendo, pero él preguntó. Algo de un noviciado jesuita quedó en su actitud. El muchacho le respondió, con las palabras tropezándose, que estaba cuidando la casa de su tía. “Vete, muchacho”, le dijo Sergio.
Me lo imagino alzando la mano como si fuera a darle la bendición. Entonces, para fortuna nuestra y suya, el muchacho salió corriendo. Este es mi hermano que parece personaje de Rulfo. De temerse si está enojado por algún contratiempo, apacible frente a la adversidad.
Mi hija había comido ahí, dejó media pizza y dos cervezas en el refrigerador. Había también una botella de licor dulce. El ladrón comió y bebió. Antes o después revolvió dos baúles que le quedaron sin tocar hace tres meses. Cuando, según creemos, estuvo ahí mismo. Quizás con alguien más. Aquella vez había abierto todos los cajones y se había ido sin nada porque nada encontró. Pero le faltaron los dos baúles embaucadores. En uno que yo compré hace más de cuarenta años, en la Plazuela de los Sapos, encontró sólo dos velas grandes y el vacío. Arriba había una jarra de cristal con hiedras, una muñeca de yeso que parece de bronce y una vasija que no rompió.
Para hurgar en ese baúl quitó todo despacio y lo puso en un sillón. El otro no tenía nada encima. Así que lo aventó provocando un caos de papeles que nada le dijeron sino que nada le decían.
Con todo el valor que da la inconciencia regó por el suelo la memoria que no habíamos querido tocar. En el suelo encontró mi hermana, al día siguiente, un álbum con estampas de la boda de nuestros abuelos maternos, en 1919. Encontró fotos de toda la familia, de nosotros y nuestros viajes a Valsequillo o a Cuetzalan, varias de la visita a Stradella, el pueblo del abuelo paterno. Cartas y cartas contando historias que un día pensé robarme y ahora tendré que asir porque aparecieron. Cosas así, que sólo a nosotros nos incumben, como los cinco sobres con los trabajos del colegio y las cartas a los Santos Reyes de cada uno de los hijos y una foto de todos los nietos sentados en unas escaleras de piedra.
La familia, en la nuestra, no es una carga ni una afrenta, es una pasión. Y por eso los símbolos son tan importantes. Cada cuarto un juego de azar. Cada juego una fiesta. Cada catástrofe un cobijo.
No me llamó mi hermana sino hasta la media tarde del día siguiente. Se les quedó en la cabeza la sentencia de mis padres: “Ángeles es muy impresionable”. Y aunque a veces se apoyan en mí como si fuera la más fuerte, y yo me ocupo, como la mayor de los cinco. Para algunas cosas, las que pasan por las emociones, ellos siguen pensando que es mejor no impresionarme. O eso imagino. Porque no me llamaron. Y porque Verónica me hizo todo el cuento del robo y sólo hasta el final me dijo lo inesperado: el muchacho, en su errar por la casa, había movido los muebles, había encendido la televisión que ya creíamos inservible, había roto la tapa de una caja de cristal que siempre fue un enigma, en el que de repente aparecían las llaves, un recado, una receta médica. Uno por uno agravios predecibles, menos el último: dejó cuchillos sobre todas las camas y los sillones.
El dicho familiar me apretó la garganta: sí soy impresionable. Me asustan las series policíacas y la realidad cuando se les parece. Un muchacho de pelo hirsuto había entrado a la casa, ni modo, se había bebido lo que pudo, ni modo, había tirado por el suelo las memorias guardadas en el sagrario, ni modo. Pero lo de los cuchillos, estremece. ¿Aquello fue una ceremonia, una amenaza, un puro desvarío de la borrachera?
Cada cuarto un juego de azar escribí arriba, cuando aún no sabía el fin de la historia. ¿Qué azar trajo cuchillos a cada cuarto? Y ¿cómo exorcizamos al azar que ha dejado de serlo? ¿Hasta cuándo podremos saber y contar estas cosas como si fueran lógicas?
No vivimos en un país seguro, en una ciudad segura, en unas casas seguras. Y no podemos acostumbrarnos a que así sea. Menos aun a pensar en que habría que poner alambre de púas a la vera del río que, aunque se vea tan negro, aún está a salvo en nuestra memoria y nuestro deseo de un destino menos arduo. Y nuestra certeza de que todo esto puede tener remedio. ¿Cada catástrofe un cobijo?
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.