Ángeles Mastretta: Una escalera frente al parque
Así querría yo ponerle a una novela que escribo a ratos, muy a ratos, y que, creo, sería divertido leer si alguna vez la terminara yo de empezar.
Ilustración: Gonzalo Tassier
Se trata de cuatro mujeres que viven en un viejo edificio, de cuatro pisos, sin elevador, diseñado por un arquitecto de buen gusto y nostalgias firmes, por ahí de 1930. ¿Quiénes son ellas? ¿Cuántos años tienen? ¿Son amigas? ¿Discuten con vehemencia y se desvelan cantando? De eso se trataría el libro. Sí, son amigas porque comparten la desidia de unos tinacos viejos y la fortuna de una escalera que sube o baja del piso de una al de la otra dejando a cada quien vivir a su aire y muchas veces en el aire.
¿Quién vive en el cuarto piso? Una mujer de casi noventa años, que entra y sale feliz de sus memorias, mientras las cuenta a quien las quiera oír, porque son nuevas, y a quienes las han oído veinte veces, pero quieren seguir oyéndolas. Apenas han pasado diez años desde su tardía jubilación como abogada de causas difíciles y desesperadas. Además de inteligente es erudita y perspicaz, alguna vez hizo poesía, mala, no se arrepiente, sigue leyendo lo que recuerda: un poema de Lope, otro de Quevedo, dos enemigos que en su cabeza son lo mismo y que nunca pelearon frente a ella. Y otros, muchos, de los sonetos de Sor Juana que no dejan de sorprenderla cada vez que los dice. Por las mesitas de su casa, como quien deja ceniceros o figuras de porcelana, ella tiene regados libros sobre los que a veces deja una copa de vino aún manchada del rojo que albergó el día anterior o medio vaso de tequila que bebió como aperitivo antes de marearse un poco y buscar en su sopa del medio día el deseo de futuro que no quiere perder. Baja al parque en la mañana y regresa por ahí de las dos preguntándose por qué tiene ganas de dormir una siesta si es tan temprano. Encuentra amigos en el parque. Son varios viejos porque en ese horario la gente joven trabaja, canta o coge, piensa ella que no recuerda cuándo fue su última vez y no quiere pensar en eso, porque le da una tristeza que no puede permitirse quien ha perdido a todos los amigos de su edad, quien tuvo para dar y prestar, quien en las tardes se asoma a su balcón y deja que el sol le tiña los párpados de anaranjado, como si tal cosa le asegurara que habrá de amanecer. A esas horas la visita su vecina del tercer piso para platicar de nada y saber cómo pasó el día.
¿Quién vive en el tercer piso? Una cantante que dejó de serlo porque cuando cumplió sesenta años, y se preparaba para estar en un concierto de lujo con otras tres mujeres, que irán apareciendo en uno que otro capítulo, algo hizo tan mal al sostener una nota que se quebró en cinco las cuerdas vocales. Al menos eso dice siempre que saca una guitarra y de todos modos se pone a cantar en alguna de las muchas fiestas que se dan, siempre de casualidad, en su casa. Tiene ya setenta años, pero como se compara con su vecina a quien tanto quiere, piensa que es joven. Su cabeza, sin duda, lo es de tal manera que sin ninguna dificultad congenia con su otra vecina, la del segundo piso, una niña de 21 años que aún no decide cuál será su opción sexual definitiva y a quien Julia, como se llama la cantante, aconseja, para bien, que aún no decida nada para siempre. Porque si algo tienen los tiempos que corren es que frente a todo el mundo se puede pertenecer a una supuesta minoría en la que caben los hombres enamorados de otros hombres, las mujeres enamoradas de otras mujeres, los hombres y mujeres cansados de ser una cosa o la otra, y los todos y todas que quieren con todas y todos. A Julia esa opción le parece de cierto la mejor. No lo supo a tiempo pero ahora tiene claro que las personas se enamoran de personas y tendrían que tener sexo con quien mejor les parezca según mejor les convenga. Así que Coetsi, extraño diminutivo de Concepción, está más que apoyada en su permiso para tener dudas. Cuando la marcha feminista del 8 de marzo en el 2020, caminó abrazada de una niña de 18 que la besaba en la boca con todo y lengua. Al volver, en la puerta del edificio encontraron al novio de turno en cuyos brazos cayó como si lo bendijera.
Pero aún no termino con Julia, a quien hemos de considerar la bisagra entre uno y otro piso. Ya he dicho que dejó de cantar pero todavía no digo que de joven soltó a medias la carrera de letras porque tenía una voz dolida pero austera, con la que conquistó todas las peñas de las que salió a ser una reconocida y bien amada juglar. Cuarenta años después, cuando le cambió la voz tersa por la de una de trovadora cascada, decidió ponerse a escribir y lo consiguió, con éxito, más de una vez. Tampoco más de dos. Pero sus libros, sobre todo el segundo, lleno con el escándalo de su “silenciosa vida licenciosa”, como la califica su vecina del primer piso, se vendió como dicen que se vende el buen pan. Le basta con eso y lo que alguna vez le dejaron sus discos para vivir como se le da la gana. Es frugal. Le gusta fingir que es parrandera pero la verdad es que casi siempre está muy bien a solas. No extraña de más a los cuatro grandes amores de su vida. Sí los evoca. No mucha gente tiene tantos. Parejas de un rato, ella que fue joven después de la píldora y antes del sida, tuvo de sobra. De concierto en concierto, de bar en bar, de plaza en plaza llegó a contar, como “sombras de su imaginación” a unos veinte nombres. A ella nunca le dio la extremaunción un novio treinta años menor, para luego revivirla y ponerla a cantar mejor que nunca. Volvamos a los hechos. ¿Quién puede presumir cuatro amores eternos? En la ficción: ella. Porque tuvo la suerte de encontrárselos. Cuatro hombres muy distintos, todos en otro mundo. El primero murió, creo que en la Revolución Sandinista, cosa que a Julia la tendrá para siempre furiosa, por los resultados. El segundo se fue con otra, el tercero nunca dejó a su primera mujer y el cuarto va y viene como Daniel Cuenca o Xavier Corzas, dos personajes que yo inventé para unas historias de las que hablo como si fueran ciertas. A este hombre lo llamaré Eugenio si alguna vez escribo el libro. Ella, la cantante que escribe, mucho más audaz que yo, juega ajedrez desde hace mil años y es quien cuenta las historias de mi libro Maridos. Pero ahora no viene al caso. Lo que me pase respecto de mis otros delirios no tiene más importancia que la necesaria para darme las ganas de escribir algo más. Por lo pronto lo que ahora les cuento.
En el primer piso vive una mujer con los pies en la tierra, en todos los sentidos menos en uno. Tiene 43 años y está empeñada en tener hijos. La mitad de sus días los vive en Sonora, sembrando garbanzos, junto a un marido ranchero al que conoció hace poco subida en un tractor; la otra mitad frente al parque México vendiéndolos por toneladas y, en los últimos tiempos, visitando a una ginecóloga experta en reproducción asistida porque ha decidido dejar el empeño de volverse muy rica y sentar cabeza. Claramente no sabe que tener hijos es justo todo lo contrario al buen juicio. Al menos eso dice su vecina del tercero. Pero ¿qué sabe ella?
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos