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Aníbal Romero: Venezuela y el espacio de la guerra

En junio de 1940 el gobierno francés capituló ante la feroz arremetida de los ejércitos de Hitler. El caos y la humillación atenazaban a una gran nación, que entonces sucumbió bajo la sorpresa de una novedosa e implacable forma de hacer la guerra: la Blitzkrieg o “guerra relámpago”. En medio del desastre, un militar recién ascendido a general decidió asumir el desafío de salvaguardar la dignidad de su patria, preservando la voluntad de lucha contra el invasor. El 17 de junio de 1940 Charles De Gaulle abordó un pequeño avión británico y se trasladó a Londres. En ese frágil aeroplano, escribió Churchill años más tarde, viajaba “el honor de Francia”.

Con el único apoyo de la Gran Bretaña y los inicialmente escasos compatriotas que le acompañaban, sin tropas a su mando, denunciado por el nuevo gobierno colaboracionista de su país, De Gaulle lanzó a través de las ondas de la BBC su famoso “llamado” a la resistencia. Lo demás, como decimos coloquialmente, es historia.

Mediante su gesto heroico De Gaulle puso de manifiesto una poderosa intuición: el espacio de la guerra es político y el de la política es psicológico. Dicho de otra manera, el espacio de la guerra lo define y limita la voluntad de lucha, y esta última depende del compromiso emocional con una causa. De Gaulle dejó atrás un país con la mitad de su territorio ocupado por los nazis, y el resto controlado por un gobierno legal en términos formales, encabezado por el mariscal Philipe Pétain. No obstante, la legitimidad la llevaba De Gaulle en su espíritu y su corazón, una legitimidad anclada en su desafío ante el conquistador. Pocas veces se plantea en términos tan patentes la diferencia entre una legalidad formal y una legitimidad real. El caso de De Gaulle reveló con claridad esa distinción.

Afirmaba Mao Tse Tung, parafraseando a Clausewitz, que “la guerra es la política con sangre y la política es la guerra sin sangre”. Esto no siempre se aplica con rigidez. En Venezuela la lucha contra el despotismo, que es una lucha política, se lleva a cabo con creciente efusión de sangre. Los más recientes episodios de ese duro combate han conducido a una reedición, en el seno de la oposición democrática, del debate acerca de los espacios en que se plantea y define la confrontación. De nuevo se escucha el argumento según el cual “no se debe jamás ceder espacios” frente al régimen y debe lucharse por todos los espacios accesibles. Este tipo de afirmaciones, me parece, surgen de una concepción estrecha acerca de la naturaleza del espacio en la guerra y la política. Como ya adelanté, el espacio de la guerra es político y el de la política es psicológico y moral. El espacio político es un concepto que trasciende lo territorial o lo electoral, aunque desde luego puede incluirlo, y se centra en lo psicológico y ético. Ello se muestra de forma evidente si se trata de la lucha por la libertad.

¿Deben defenderse y ocuparse en la guerra y la política todos los espacios posibles? Como indica un breve repaso histórico, la respuesta es la siguiente: la ocupación de espacios está sujeta y subordinada a los objetivos que se persigan en determinadas coyunturas, así como a los costos en que se desee o no incurrir. La estratégica y la táctica son artes que exigen flexibilidad y es crucial mantener un claro sentido de las prioridades.

Los lectores de La guerra y la paz de León Tolstoi, por ejemplo, conocen la figura del mariscal ruso Kutúzov, jefe del ejército de su país durante el enfrentamiento contra Napoleón. Esa gran novela relata con dramatismo la decisión rusa de ceder espacio para ganar tiempo, y preservar lo que Kutúzov percibía como el centro de gravedad de Rusia en ese momento, es decir, el ejército. Evitar su destrucción en batallas prematuras, obligar al invasor a desgastarse en la inmensa geografía de Rusia y entretanto fortalecer sus propias tropas, para contraatacar en el momento adecuado, fueron los principios tácticos que guiaron a Kutúzov. Los rusos estuvieron dispuestos a sacrificar su capital, Moscú, que fue por breve tiempo ocupada por los franceses, pero el espacio que cedieron se convirtió eventualmente en la tumba del invasor.

A diferencia de Kutúzov, Hitler, quien fue un soldado distinguido durante la Primera Guerra Mundial, quedó marcado por la experiencia de una guerra estática de trincheras. Cuando dirigió a los ejércitos alemanes contra Rusia entre 1941 y 1944, se empeñó con demasiada frecuencia en defender a toda costa el espacio geográfico ganado. Ello dio un resultado positivo en 1941 a las puertas de Moscú, cuando Hitler ordenó que sus tropas no se retirasen ante la contraofensiva rusa de invierno, evitando entonces una catástrofe; pero el mismo principio condujo al sacrificio del VI Ejército alemán en Stalingrado un año más tarde.

A veces la guerra requiere un cambio de ámbito espacial para llegar al éxito, como pasó con Bolívar en 1819. Luego del fracaso de la Campaña del Centro en 1818 ante Morillo, y una vez concluido el Congreso de Angostura en 1819, Bolívar se enfrentó al reto de una guerra que estaba estancada en Venezuela, con los realistas ocupando las zonas vitales del centro y la costa, entre ellas la crucial provincia de Caracas. Ante esta situación, Bolívar optó por cambiar de escenario y abrir otro espacio, que era geográfico y también psicológico, atravesando los Andes e invadiendo por sorpresa la Nueva Granada. Boyacá selló el verdadero comienzo del fin del poder realista en la América del Sur.

Como ha señalado Carl Schmitt en su estupendo libro Teoría del partisano, y para citar otro caso, la figura del guerrillero, que tuvo un papel protagónico en la Guerra de Independencia de España frente a Napoleón a comienzos del siglo XIX, y luego se expandió el siglo pasado en los casos de China, Vietnam, y otros, establece una relación singular con el espacio, convirtiendo países y continentes enteros en teatros de operaciones militares y psicológicas. El Che Guevara prácticamente inventó la figura del guerrillero internacional, que llevaba la revolución en su morral a todas partes.

Con los ejemplos anteriores –y podrían mencionarse muchos otros– he querido indicar que el problema del espacio en la guerra y la política tiene que ser asumido sin dogmatismos, y que se trata de un tema en el cual los aspectos psicológicos y morales cumplen papel primordial. En ese orden de ideas, admito que me asombró que un sector de la oposición democrática venezolana anunciase, casi inmediatamente después de que se hubiese concretado el más grande fraude electoral de la historia moderna de América Latina (con excepción de lo que ocurre bajo el totalitarismo cubano), que de nuevo se participaría en un evento electoral en poco tiempo, sin despejar dudas sobre sus condiciones. Esta decisión fue además hecha pública en vísperas de la instalación de una asamblea nacional constituyente que, como han indicado los portavoces del régimen chavista, tiene plenos poderes y se dispone a ejercerlos. No contentos con todo esto, los partidos y dirigentes de la oposición democrática que aspiran a participar en una contienda sometida a la más absoluta incertidumbre política y ética, pregonaron su propósito poco antes de la destitución arbitraria de la fiscal general de la República, que obviamente nos alerta sobre lo que aún puede esperarse.

Realizo estos señalamientos con el ánimo de ayudar la causa democrática, como es mi derecho, y no de hacer una crítica destructiva. No tengo respuestas definitivas sino inquietudes, no ofrezco fórmulas sino interrogantes, y no pretendo monopolizar la verdad. Ratifico, no obstante, que el argumento según el cual los espacios electorales deben ser siempre ocupados no se sostiene en todas las circunstancias. Ello depende. El espacio de la guerra es político y el de la política es primordialmente psicológico y moral. Cabe preguntarse si los dirigentes que se abalanzaron a anunciar su carta electoral en medio de la crisis institucional del país y ante la concreción más palpable del despotismo del régimen, es decir, la constituyente, aprecian en su verdadera magnitud el efecto desconcertante que sus decisiones han tenido sobre amplias capas de ciudadanos, muchos de los cuales han visto a sus familiares, amigos o allegados morir, resultar heridos, golpeados, vejados y encarcelados por la represión del régimen, durante estos pasados tres meses de combates por la libertad.

Como con acierto me decía un buen amigo, la lucha por la libertad tiene un hondo contenido emocional. Hablamos de una lucha cuyo espacio vital se despliega en los corazones y las mentes de millones de ciudadanos. Es por ello muy importante que los dirigentes políticos democráticos transmitan las señales correctas y proyecten con credibilidad la imagen de que para ellos la causa de la libertad no se identifica con el crecimiento de sus toldas políticas, o con la ocupación de espacios electorales por parte de sus aliados partidistas. Los partidos políticos y las elecciones son medios, no fines en sí mismos. Los fines son la liberación del país del dominio castrista y la dignidad ciudadana de los venezolanos.

El régimen chavista quiere que la oposición participe en nuevas elecciones, pero en el marco de sus tramposas condiciones, y acerca del punto debemos siempre estar claros. Para el régimen despótico tiene sentido dar la apariencia de ceder espacios para así ganar tiempo. Para nosotros, en el bando democrático, el desafío consiste en jamás perder de vista que el primordial ámbito espacial de la lucha es psicológico y moral, pues el combate por la libertad es ante todo un compromiso de cada persona. Ese es el espacio que amerita ser salvaguardado a toda costa, en función de fortalecer lo insustituible: el compromiso de lucha de la gente, su apego a un ideal de liberación para nuestro país, de libertad frente a la tiranía chavista y el dominio cubano sobre Venezuela. Todo lo demás, creo, debe instrumentarse con base en estas convicciones medulares.

www.anibalromero.net

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