Animalia

¿Cómo te vas a comparar con la atolondrada ardilla o el delicado caracol? STUART FRANKLIN GETTY IMAGES

Ahora que ya nadie duda de que somos unos simios torpes y sin pelo, ahora mismo tampoco nadie se lo acaba de creer del todo

En Zuoz, en pleno bosque y pradera y río y glaciares y cascada, hemos vivido una asilvestración alpina en toda regla. La niña, que sólo conocía el jardín de la infancia, ha descubierto la ebullente multiplicidad de la vida. Adoptó una babosa gigante, copió a lápiz las huellas de una criatura desconocida (¿hurón?) en la capota del coche, cazó polillas para alimentar a una araña epeira, siguió con entusiasmo los saltos acrobáticos de la ardilla que cruzaba diariamente la arboleda, divisó ciervos y trazas de jabalí. Quedó fascinada por el mayúsculo fenómeno de las múltiples vidas, formas, usos y colores, la caudalosa imaginación de la naturaleza. La consecuencia fue que, muy concernida, me preguntó si algún día también ella podría ser un animal. Le dije que ya lo era, pero choqué con un escepticismo pétreo. “Sí, cariño, somos animales racionales”, insistí en plan aristotélico. Fue peor. “¿Racionales? ¿Y ellos, qué? ¿Están locos?”. Renuncié.

Ciertamente fue un momento abismal aquel en el que nos separamos de nuestros hermanos tras descubrir, hace cientos de siglos, la muerte y la inmortalidad. No obstante, más tremendo si cabe ha sido, en la edad moderna, el momento en que decidimos que éramos nietos de un mono y regresamos al mundo animal con alegre trotecillo científico. Ahora que ya nadie duda de que somos unos simios torpes y sin pelo, ahora mismo tampoco nadie se lo acaba de creer del todo. Desde luego mi hija no se lo cree. ¿Cómo te vas a comparar con la atolondrada ardilla, el delicado caracol, el sutil agateador, el furioso gato montés, la preciosa yegua que pasaba cada tarde por el sendero del bosque o el majestuoso quebrantahuesos que hacía la rueda en aquellos cielos de porcelana? Ni soñarlo.

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