Ann Patchett: La decisión que tomé hace 30 años y de la que me arrepiento
Tee Minot, propietaria de Christopher’s Books en San Francisco, me escribió no hace mucho una carta sobre las alegrías de tener una librería. Al final de la misiva dijo que, si pudiera recomendarme un libro, sería This Is Happiness, de Niall Williams. Eché un vistazo en las estanterías de mi propia librería, Parnassus Books, en Nashville, dudando que tuviéramos un libro de bolsillo de 2019, pero ahí estaba.
This Is Happiness narra la llegada de la electricidad al pequeño pueblo irlandés de Faha en 1958, un suceso que divide la vida de sus habitantes en un antes y un después. “Creo que yo también comprendí que vivía en el vestigio de un mundo cuyos hilos el viento se llevaba constantemente”, dice el joven narrador sobre el momento en que llega un hombre a venderles electrodomésticos finos que podían comprarse antes de la llegada de la electricidad, “y algunos se los llevo justo en ese momento…”.
Abrí una cuenta de correo electrónico en 1995. Recuerdo el departamento tipo estudio en el que vivía entonces, y el terrible escritorio de Office Depot que había armado yo misma. El servidor era AOL, y cuando quería consultar mi correo, desenchufaba la clavija de la parte posterior de mi teléfono fijo y la conectaba al módem, esperando la conexión telefónica. Para la mayoría de mis amigos el correo electrónico llegó después de los celulares, pero yo no tenía celular.
Para mí, los teléfonos celulares eran la peor idea del mundo. Mi padrastro había obligado a mi madre a usar un buscapersonas cuando yo era pequeña, y cuando sonaba ella tenía que buscar un teléfono público para ver qué quería él. Lo que quería era saber dónde estaba ella, una mala costumbre que se intensificó cuando aparecieron los teléfonos celulares.
Los celulares eran un medio de hacer rastreable a una persona. Yo no iba a caer. Los pocos teléfonos plegables que he tenido en mi vida tuvieron innobles muertes sin carga en el fondo de cajones de cómodas. Durante un tiempo tuve un teléfono del tamaño de una tarjeta de crédito que servía como GPS para mi coche, pero la persona que abrió mi auto para robar se llevó el teléfono, y eso fue todo. Espero que tenga suerte tratando de entenderlo.
El correo electrónico era otro asunto. El correo electrónico era correo, y a mí me encantaba el correo. En mi juventud, corría al buzón para ver si había un sobre cuyo contenido cambiaría el curso de mi vida: una carta de aceptación, una carta de amor, un cheque. ¿Qué era el correo electrónico sino la oportunidad de tener más amigos, más amor, más trabajo? Abrí mi cuenta con el mismo entusiasmo con el que las mujeres de Faha se apuntaron a comprar estufas eléctricas, sin la menor idea de que mi vida estaba a punto de resquebrajarse en los hemisferios del antes y el después.
Es imposible hablar del pasado sin sonar como mi abuela Eva Mae Wilkinson, nacida en 1909 y fallecida en 2005. Me contó que cuando era camarera en Kansas no le permitieron servir una rebanada de queso cheddar con tarta de manzana porque su jefe le dijo que servir una rebanada de queso cheddar sobre tarta de manzana era ilegal. “Cuando naces en un siglo y te encuentras caminando en otro, hay cierta debilidad en tu equilibrio”, dice Noe, el narrador de Niall Williams. “Ojalá todos tengamos la suerte de vivir lo suficiente para ver cómo nuestro tiempo se convierte en fábula”.
Permítanme contar la historia de mi propio pasado, ahora inimaginable: escribí mi primera novela en el Centro de Trabajo de Bellas Artes de Provincetown, Massachusetts, en el invierno que marcó el fin de 1990 y el comienzo de 1991. No había internet, y ninguno de nosotros tenía celulares ni televisores. Había tantas horas en cada día y tan pocas maneras de pasarlas que, después de pasar todo el día intentando averiguar cómo escribir una novela, conducía hasta la playa de Race Point para ver las estrellas.
“Como si se hubiera descubierto un almacén infinito, cada vez aparecían más estrellas”, dice Noe sobre las noches en Faha. “El cielo se hizo inmenso. Aunque no podías verlo, podías oler el mar”.
Así era en Provincetown, así era en Irlanda, y estoy segura de que así es ahora, solo que si yo estuviera ahora en Provincetown o en Irlanda en una noche despejada, probablemente estaría en mi computadora, mirando mi correo electrónico. Me encanta el correo electrónico, y también lo odio.
Empecemos por el amor, porque el amor está en la amistad, ya sean los tres correos al año que intercambio con mi amiga Liz, o los tres correos al día que intercambio con mi amiga Kate. La conexión que me da aquí en Tennessee, donde vivo, lejos de muchas de las personas a las que me siento más cercana, sustituye a la conversación: Buenos días. ¿Leíste? ¿Sabías? ¿Qué noticias tienes de tu madre, de tus viajes, de tu amiga de la infancia? Manda fotos. Tengo una novela en la cabeza. ¿Cómo va tu novela? Mientras el diálogo va y viene a lo largo del día, creamos una proximidad fantasmal.
Pero entonces mi perro quiere salir y veo a mis vecinos reales con sus perros reales, seres vivos, husmeando y meneando la cola mientras hablamos de la casa que están desmantelando al final de la calle y del búho que todos oímos la noche anterior al anochecer. Adoro a mis vecinos, y a veces me pregunto qué amistad me he perdido con ellos por comunicarme de manera tan extravagante con tanta gente que está lejos. Puedo tener ambas cosas, por supuesto, las tengo, pero la balanza se inclina más hacia las personas para las que tecleo mis sentimientos que hacia las que tengo frente a mí.
El correo electrónico también es buenísimo para el trabajo. Me encanta lo que aparece inesperadamente, las peticiones para escribir cosas que nunca se me habría ocurrido escribir. Por ejemplo, este correo: “Invitamos a doce escritores a reflexionar sobre cómo un único arrepentimiento ha influido en su vida”. Estuve varios días dándole vueltas en la cabeza, ¿Arrepentimiento? ¿Arrepentimiento? ¿De qué me arrepiento, realmente? ¿De no haber seguido estudiando francés? ¿De no tocar el piano? ¿La pereza infantil constituye un arrepentimiento? Y entonces, justo cuando estaba a punto de rechazar la oferta, se me ocurrió: Me arrepiento del correo electrónico. Si no fuera por el correo electrónico, quizá nunca habría llegado a esa conclusión.
Porque, sí, me arrepiento del correo electrónico. Aunque he desactivado el “ping” que solía anunciar cada mensaje nuevo, lamento lo susceptible que soy a sus constantes interrupciones. Lamento todas las veces que lo veo, solo para darme cuenta de que no hay nada. Me arrepiento de los minutos que mi atención tarda en volver por completo al trabajo que tengo entre manos después de haber hecho una pausa para mirar. Lamento cómo puedo pasarme una hora al día contestando a personas que no conozco, explicándoles por qué no puedo hablar en su escuela o ser jurado en su concurso o leer su novela. Lamento cómo cada persona que hace clic en “responder a todos” en un mensaje navideño enviado a cien personas nos roba unos segundos de nuestras vidas. Esos segundos se acumulan.
Aparte de ser un hoyo negro al que el tiempo se va, el correo electrónico tiene que ver con la lectura y la escritura, y leer y escribir son las dos cosas que hago para ganarme la vida. Es imposible no traducir el tiempo que he pasado en los últimos casi 30 años leyendo correos electrónicos y escribiéndolos (y en algunos casos incluso componiéndolos, reflexionando mucho sobre lo que quiero decir) en libros que podrían haber sido escritos y leídos, todas esas palabras derramadas sobre el teclado que no llegaron a nada.
¿Podría arreglármelas sin él? La gente con celulares me ve como si yo fuera la última paloma mensajera. “Faha sabía que no solo estaba atrasada”, dice Noe acerca de su diminuta aldea antes de la electricidad, “sino que, más allá de eso, estaba totalmente fuera de los tiempos. ¿Y qué?”.
Yo vivo gran parte de mi vida fuera de estos tiempos. Aparte del celular, no tengo cuentas en redes sociales (aunque mi librería sí tiene). No veo televisión (aunque mi marido está viendo un partido de fútbol americano en este momento). Tengo una librería independiente, por el amor de Dios. Leo en la cama con una linterna.
Hay cosas que he hecho para aliviar mi problema. Tengo dos cuentas de correo electrónico, una para cualquier transacción que implique dinero y otra para todo lo demás. La cuenta que utilizo para encargar zapatos deportivos y hacer aportaciones benéficas es un festival de correo no deseado que vacío trimestralmente, igual que mi refrigerador. La otra la atiendo con un exagerado sentido de la obligación. La solución sería cerrar ambas cuentas, pero no estoy segura de poder encontrar la salida. Una cosa es rechazar la electricidad, como finalmente deciden hacer los abuelos de Noe, y otra apagar las luces después de que han estado ardiendo tan intensamente durante media vida. Para bien o para mal, el correo electrónico se ha convertido en una de mis principales formas de comunicación, y cuando pienso en la desconexión pienso en Kate, escribiéndome cada día a primera hora para darme los buenos días. Solo eso, básicamente: Buenos días. Te quiero.
Soy una persona bastante disciplinada. Casi todos los novelistas lo son. He desactivado mi correo durante ciertas horas del día. He hecho pactos conmigo misma sobre la frecuencia con la que puedo ver si hay algún mensaje nuevo. Pero la cuestión es la siguiente: independientemente de si miro o no, siguen llegando. Tomarme un día libre del correo electrónico implica estar sentada durante horas por la noche, saliendo de ese lío. Me voy a la cama y encuentro a mi marido y a mi perro ya dormidos. Ya no los vi.
E incluso sabiendo esto, que el calor del marido y del perro siempre deben tener prioridad sobre los contratos que hay que firmar en DocuSign, no puedo irme a dormir mientras eso me espera. La manera en que todo se amontona me pesa. Me siento a contestar porque, a pesar de todo lo que sé, nunca podré dejar de creer que contestar el correo electrónico es una tarea que puede completarse, en lugar de un río que se precipita siempre adelante, lo que me lleva de nuevo al arrepentimiento total.
“¿En serio?”, preguntó mi hermana cuando le dije que iba a escribir este ensayo. “¿Te arrepientes del correo electrónico?”.
“Sí”, le dije.
“Vas a quedar como una idiota si escribes sobre eso”.
Quiero a mi hermana. Nos queremos. Así nos hablamos. “Mucha gente se arrepiente del correo electrónico”, dije.
“Mucha gente se arrepiente de sus aventuras amorosas”, respondió. “Se arrepienten de actos significativos de falta de amabilidad, de cosas que no hicieron o dijeron. No se arrepienten del correo electrónico”. Sacudió la cabeza, queriendo decir ¿Quién tiene una vida tan bonita como para arrepentirse del correo electrónico? Su argumento no se me escapa. Capto lo que quiere decir.
“No puedes corregir los errores de toda una vida”, escribe Niall Williams en su novela. “Tú eres tu propio pasado. Esas cosas pasaron, tú las hiciste, tienes que hacerles lugar dentro de tu piel y seguir adelante. Aunque pudieras —y no pudiste, no puedes— no había vuelta atrás”.
Si no puedo corregir mi error, al menos he encontrado consuelo en una novela. “Bajo el cielo agujereado, la noche era vasta y monumental antes de la luz eléctrica”. Sé a qué se refiere, y extraño esa oscuridad, la sensación de una amplia extensión de tiempo vacío en la que deambular, así que cierro la computadora por un momento, cierro los ojos y hago todo lo posible por recordar el mundo que hubo antes.
Ann Patchett (Los Angeles, California, 2 de diciembre de 1963), es una escritora estadounidense. Ha recibido numerosos premios y su novela más galardonada ha sido Bel Canto. Su próximo libro es una versión anotada de Bel Canto.