Anne Applebaum: Es hora de prepararse para una victoria ucraniana
La liberación del territorio ocupado por Rusia podría provocar la caída de Vladimir Putin.
En los últimos seis días, las fuerzas armadas ucranianas han roto las líneas rusas en el extremo noreste del país, han barrido hacia el este y han liberado una ciudad tras otra en lo que había sido territorio ocupado. Primero Balakliya, luego Kupyansk, después Izium, una ciudad que se encuentra en las principales rutas de suministro. Estos nombres no significarán mucho para un público extranjero, pero son lugares que han estado fuera de alcance, imposibles de contactar para los ucranianos por muchos meses. Ahora han caído en horas. Mientras escribo esto, se dice que las fuerzas ucranianas están luchando en las afueras de Donetsk, una ciudad que Rusia ha ocupado desde 2014.
Muchas cosas de este avance son inesperadas, especialmente la ubicación: Durante muchas semanas, los ucranianos telegrafiaron en voz alta su intención de lanzar una gran ofensiva más al sur. La mayor sorpresa no es la táctica de Ucrania, sino la respuesta de Rusia. «Lo que realmente nos sorprende», me dijo ayer por la mañana en Kiev el teniente general Yevhen Moisiuk, vicecomandante en jefe de las fuerzas armadas ucranianas, «es que las tropas rusas no están contraatacando».
Las tropas rusas no están contraatacando. Más aún: Cuando se les ofrece la opción de luchar o huir, muchos de ellos parecen estar escapando tan rápido como pueden. Durante varios días, se han publicado fotografías de vehículos y equipos militares abandonados apresuradamente, así como vídeos que muestran filas de coches, presumiblemente pertenecientes a colaboradores, huyendo de los territorios ocupados. Un informe del Estado Mayor ucraniano afirma que algunos soldados rusos se deshacen de sus uniformes, se visten de civil y tratan de volver a entrar en territorio ruso. El servicio de seguridad ucraniano ha creado una línea telefónica a la que los soldados rusos pueden llamar si quieren rendirse, y también ha publicado grabaciones de algunas de las llamadas. La diferencia fundamental entre los soldados ucranianos, que luchan por la existencia de su país, y los soldados rusos, que luchan por su salario, ha empezado a importar por fin.
Esa diferencia podría no ser suficiente, por supuesto. Puede que los soldados ucranianos estén mejor motivados, pero los rusos siguen disponiendo de almacenes de armas y municiones mucho mayores. Todavía pueden infligir miseria a los civiles, como han hecho en el aparente ataque reciente a la red eléctrica en Kharkiv y en otros lugares del este de Ucrania. Muchas otras opciones crueles -opciones horribles- siguen abiertas incluso para una Rusia cuyos soldados no lucharán. La central nuclear de Zaporizhzhia sigue estando dentro de la zona de combate. Los propagandistas rusos llevan hablando de armas nucleares desde el comienzo de la guerra. Aunque las tropas rusas no luchan en el norte, siguen resistiendo la ofensiva ucraniana en el sur.
Pero aunque los combates pueden dar aún muchos giros imprevisibles, los acontecimientos de los últimos días deberían obligar a los aliados de Ucrania a pararse a pensar. Se ha creado una nueva realidad: Los ucranianos podrían ganar esta guerra. ¿Estamos realmente preparados en Occidente para una victoria ucraniana? ¿Sabemos qué otros cambios podría traer?
Ya en marzo escribí que era el momento de imaginar la posibilidad de la victoria, y definí la victoria de forma bastante limitada: «Significa que Ucrania sigue siendo una democracia soberana, con derecho a elegir a sus propios líderes y a hacer sus propios tratados». Seis meses después, es necesario hacer algunos ajustes a esa definición básica. Ayer, en Kiev, vi al ministro de Defensa ucraniano, Oleksii Reznikov, decir a una audiencia que la victoria debería incluir ahora no solo el regreso a las fronteras de Ucrania tal y como eran en 1991 -incluyendo Crimea, así como la zona de Donbas en el este de Ucrania-, sino también reparaciones para pagar los daños y tribunales de crímenes de guerra para dar a las víctimas una cierta sensación de justicia.
Estas demandas no son en ningún sentido escandalosas o extremas. Al fin y al cabo, no se trata de una mera guerra por el territorio, sino de una campaña con intenciones genocidas. Las fuerzas rusas en los territorios ocupados han torturado y asesinado a civiles, han detenido y deportado a cientos de miles de personas, han destruido teatros, museos, escuelas y hospitales. Los bombardeos sobre ciudades ucranianas alejadas de la línea del frente han masacrado a civiles y han costado a Ucrania miles de millones en daños materiales. La devolución de la tierra no compensará por sí misma a los ucranianos por esta catastrófica invasión.
Pero incluso si está justificada, la definición ucraniana de la victoria sigue siendo extraordinariamente ambiciosa. Para decirlo sin rodeos: Es difícil imaginar cómo Rusia puede satisfacer cualquiera de estas demandas -territoriales, financieras, legales- mientras su actual presidente siga en el poder. Hay que recordar que Vladimir Putin ha puesto la destrucción de Ucrania en el centro de su política exterior e interior, y en el corazón de lo que quiere que sea su legado. Dos días después del lanzamiento de la fallida invasión de Kiev, la agencia de noticias estatal rusa publicó accidentalmente, y luego se retractó, un artículo declarando prematuramente el éxito. «Rusia», declaraba, «está restaurando su unidad«. La disolución de la URSS -la «tragedia de 1991, esta terrible catástrofe de nuestra historia»– había sido superada. Había comenzado una «nueva era».
Esa misión original ya ha fracasado. No habrá tal «nueva era». La Unión Soviética no revivirá. Y cuando las élites rusas se den cuenta finalmente de que el proyecto imperial de Putin no sólo fue un fracaso para él personalmente, sino también un desastre moral, político y económico para todo el país, incluidos ellos mismos, entonces su pretensión de ser el legítimo gobernante de Rusia se desvanecerá. Cuando escribo que los estadounidenses y los europeos deben prepararse para una victoria ucraniana, esto es lo que quiero decir: Debemos esperar que una victoria ucraniana, y ciertamente una victoria en el sentido que Ucrania le da al término, también traiga consigo el fin del régimen de Putin.
Para que quede claro: esto no es una predicción; es una advertencia. Muchas cosas del actual sistema político ruso son extrañas, y una de las más extrañas es la ausencia total de un mecanismo de sucesión. No sólo no tenemos ni idea de quién sustituiría o podría sustituir a Putin, sino que no tenemos ni idea de quién elegiría o podría elegir a esa persona. En la Unión Soviética había un Politburó, un grupo de personas que teóricamente podía tomar esa decisión, y muy ocasionalmente lo hacía. En cambio, en Rusia no existe un mecanismo de transición. No hay un delfín. Putin se ha negado incluso a permitir que los rusos contemplen una alternativa a su sórdido y corrupto estilo de poder cleptocrático. Sin embargo, repito: es inconcebible que pueda seguir gobernando si la pieza central de su pretensión de legitimidad -su promesa de recomponer la Unión Soviética- resulta no sólo imposible sino irrisoria.
Prepararse para la salida de Putin no significa que los estadounidenses, los europeos o cualquier persona de fuera intervengan directamente en la política de Moscú. No tenemos herramientas que puedan afectar al curso de los acontecimientos en el Kremlin, y cualquier esfuerzo por inmiscuirse sería sin duda contraproducente. Ahora bien, eso tampoco significa que debamos ayudarle a mantenerse en el poder. Mientras los jefes de Estado, los ministros de Asuntos Exteriores y los generales occidentales piensan en cómo poner fin a esta guerra, no deberían intentar preservar la visión que tiene Putin de sí mismo o del mundo, su definición retrógrada de la grandeza rusa. No deberían planear negociar bajo sus términos, porque podrían estar tratando con alguien totalmente diferente.
Aunque resulten efímeros, los acontecimientos de los últimos días cambian la naturaleza de esta guerra. Desde el principio, todo el mundo -europeos, estadounidenses, la comunidad empresarial mundial en particular- ha querido volver a la estabilidad. Pero el camino hacia la estabilidad en Ucrania, la estabilidad duradera, ha sido difícil de ver. Después de todo, cualquier alto el fuego impuesto demasiado pronto podría ser tratado, por Moscú, como una oportunidad para rearmarse. Cualquier oferta de negociación podría ser entendida, en Moscú, como un signo de debilidad. Pero ahora es el momento de preguntarse por la estabilidad de la propia Rusia y tener en cuenta esa cuestión en nuestros planes. Los soldados rusos están huyendo, abandonando su equipo, pidiendo la rendición. ¿Cuánto tiempo tenemos que esperar hasta que los hombres del círculo íntimo de Putin hagan lo mismo?
La posibilidad de inestabilidad en Rusia, una potencia nuclear, aterra a muchos. Pero ahora puede ser inevitable. Y si eso es lo que se avecina, debemos anticiparnos, planificar, pensar en las posibilidades y en los peligros. «Hemos aprendido a no tener miedo», dijo Reznikov a su audiencia en Kiev el sábado. «Ahora les pedimos a los demás que tampoco lo tengan».
Anne Elizabeth Applebaum (Washington, 25 de julio de 1964) es periodista, historiadora, columnista y escritora estadounidense especializada en anticomunismo y desarrollo de la sociedad civil en Europa del Este y la Unión Soviética / Rusia. En la actualidad escribe para The Atlantic.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The Atlantic
It’s Time to Prepare for a Ukrainian Victory
The liberation of Russian-occupied territory might bring down Vladimir Putin.
Anne Applebaum
Over the past six days, Ukraine’s armed forces have broken through the Russian lines in the northeastern corner of the country, swept eastward, and liberated town after town in what had been occupied territory. First Balakliya, then Kupyansk, then Izium, a city that sits on major supply routes. These names won’t mean much to a foreign audience, but they are places that have been beyond reach, impossible for Ukrainians to contact for months. Now they have fallen in hours. As I write this, Ukrainian forces are said to be fighting on the outskirts of Donetsk, a city that Russia has occupied since 2014.
Many things about this advance are unexpected, especially the location: For many weeks, the Ukrainians loudly telegraphed their intention to launch a major offensive farther south. The biggest shock is not Ukraine’s tactics but Russia’s response. “What really surprises us,” Lieutenant General Yevhen Moisiuk, the deputy commander in chief of the Ukrainian armed forces, told me in Kyiv yesterday morning, “is that the Russian troops are not fighting back.”
Russian troops are not fighting back. More than that: Offered the choice of fighting or fleeing, many of them appear to be escaping as fast as they can. For several days, soldiers and others have posted photographs of hastily abandoned military vehicles and equipment, as well as videos showing lines of cars, presumably belonging to collaborators, fleeing the occupied territories. A Ukrainian General Staff report said that Russian soldiers were ditching their uniforms, donning civilian clothes, and trying to slip back into Russian territory. The Ukrainian security service has set up a hotline that Russian soldiers can call if they want to surrender, and it has also posted recordings of some of the calls. The fundamental difference between Ukrainian soldiers, who are fighting for their country’s existence, and Russian soldiers, who are fighting for their salary, has finally begun to matter.
That difference might not suffice, of course. Ukrainian soldiers may be better motivated, but the Russians still have far larger stores of weapons and ammunition. They can still inflict misery on civilians, as they did in today’s apparent attack on the electrical grid in Kharkiv and elsewhere in eastern Ukraine. Many other cruel options—horrific options—are still open even to a Russia whose soldiers will not fight. The nuclear plant in Zaporizhzhia remains inside the battle zone. Russia’s propagandists have been talking about nuclear weapons since the beginning of the war. Although Russian troops are not fighting in the north, they are still resisting the Ukrainian offensive in the south.
But even though the fighting may still take many turns, the events of the past few days should force Ukraine’s allies to stop and think. A new reality has been created: The Ukrainians could win this war. Are we in the West really prepared for a Ukrainian victory? Do we know what other changes it could bring?
Back in March, I wrote that it was time to imagine the possibility of victory, and I defined victory quite narrowly: “It means that Ukraine remains a sovereign democracy, with the right to choose its own leaders and make its own treaties.” Six months later, some adjustments to that basic definition are required. In Kyiv yesterday, I watched Ukrainian Defense Minister Oleksii Reznikov tell an audience that victory should now include not only a return to the borders of Ukraine as they were in 1991—including Crimea, as well as Donbas in eastern Ukraine—but also reparations to pay for the damage and war-crimes tribunals to give victims some sense of justice.
These demands are not in any sense outrageous or extreme. This was never just a war for territory, after all, but rather a campaign fought with genocidal intent. Russian forces in occupied territories have tortured and murdered civilians, arrested and deported hundreds of thousands of people, destroyed theaters, museums, schools, hospitals. Bombing raids on Ukrainian cities far from the front line have slaughtered civilians and cost Ukraine billions in property damage. Returning the land will not, by itself, compensate Ukrainians for this catastrophic invasion.
But even if it is justified, the Ukrainian definition of victory remains extraordinarily ambitious. To put it bluntly: It is hard to imagine how Russia can meet any of these demands—territorial, financial, legal—so long as its current president remains in power. Remember, Vladimir Putin has put the destruction of Ukraine at the very center of his foreign and domestic policies, and at the heart of what he wants his legacy to be. Two days after the launch of the failed invasion of Kyiv, the Russian state-news agency accidentally published, and then retracted, an article prematurely declaring success. “Russia,” it declared, “is restoring its unity.” The dissolution of the U.S.S.R.—the “tragedy of 1991, this terrible catastrophe in our history”—had been overcome. A “new era” had begun.
That original mission has already failed. There will be no such “new era.” The Soviet Union will not be revived. And when Russian elites finally realize that Putin’s imperial project was not just a failure for Putin personally but also a moral, political, and economic disaster for the entire country, themselves included, then his claim to be the legitimate ruler of Russia melts away. When I write that Americans and Europeans need to prepare for a Ukrainian victory, this is what I mean: We must expect that a Ukrainian victory, and certainly a victory in Ukraine’s understanding of the term, also brings about the end of Putin’s regime.
To be clear: This is not a prediction; it’s a warning. Many things about the current Russian political system are strange, and one of the strangest is the total absence of a mechanism for succession. Not only do we have no idea who would or could replace Putin; we have no idea who would or could choose that person. In the Soviet Union there was a Politburo, a group of people that could theoretically make such a decision, and very occasionally did. By contrast, there is no transition mechanism in Russia. There is no dauphin. Putin has refused even to allow Russians to contemplate an alternative to his seedy and corrupt brand of kleptocratic power. Nevertheless, I repeat: It is inconceivable that he can continue to rule if the centerpiece of his claim to legitimacy—his promise to put the Soviet Union back together again—proves not just impossible but laughable.
To prepare for Putin’s exit does not mean that Americans, Europeans, or any outsiders intervene directly in the politics of Moscow. We have no tools that can affect the course of events in the Kremlin, and any effort to meddle would certainly backfire. But that doesn’t mean we should help him stay in power either. As Western heads of state, foreign ministers, and generals think about how to end this war, they should not try to preserve Putin’s view of himself or of the world, his backward-looking definition of Russian greatness. They should not be planning to negotiate on his terms at all, because they might be dealing with someone else altogether.
Even if they prove ephemeral, the events of the past few days do change the nature of this war. From the very beginning, everybody—Europeans, Americans, the global business community in particular—has wanted a return to stability. But the path to stability in Ukraine, long-lasting stability, has been hard to see. After all, any cease-fire imposed too early could be treated, by Moscow, as an opportunity to rearm. Any offer to negotiate could be understood, in Moscow, as a sign of weakness. But now is the time to ask about the stability of Russia itself and to factor that question into our plans. Russian soldiers are running away, ditching their equipment, asking to surrender. How long do we have to wait until the men in Putin’s inner circle do the same?
The possibility of instability in Russia, a nuclear power, terrifies many. But it may now be unavoidable. And if that’s what is coming, we should anticipate it, plan for it, think about the possibilities as well as the dangers. “We have learned not to be scared,” Reznikov told his Kyiv audience on Saturday. “Now we ask the rest of you not to be scared too.”