A un año del 12-F. Perspectivas, dilemas y desafíos
Hasta no hace mucho –pongamos arbitrariamente el año 2012– cuando se mencionaba la palabra dictadura con relación a Venezuela se hacía de un modo impreciso.
Hugo Chávez, con sus promesas de freír las cabezas del ancien regime e incendiar las urbanizaciones del este de Caracas si la oligarquía intentaba derrocarlo (de nuevo), fue un hombre hiperbólico. No es raro que como respuesta siempre haya provocado hipérboles. Y llamarlo dictador fue una de ellas. Los científicos sociales tienen razón al querer precisar los matices, porque no siempre es fácil discernir cuál es el color apropiado entre las cincuenta sombras de gris que separan al autócrata del tirano. En realidad, Chávez era un autócrata, un caudillo que operaba un sistema híbrido –ni totalmente democrático ni francamente dictatorial– y no una dictadura ni un régimen de facto como lo hizo Augusto Pinochet en Chile, por citar un sólo ejemplo del inagotable acervo latinoamericano.
Sin embargo, ya que los matices son importantes, hay que comenzar por decir que, desde 2012 hasta el día de hoy, el régimen venezolano ha dado grandes pasos en la escala de grises que conduce hacia la palabra dictadura.
Es posible hacer un inventario rápido pero contundente desde el nombramiento de Nicolás Maduro como Presidente de la República, en ausencia de Chávez y a principios de 2013, hasta la publicación de la resolución 00008610 en la Gaceta Oficial del 27 de enero de 2015, estableciendo una normativa para el control por parte de las FANB de las manifestaciones y protestas pública, que autoriza el uso de armas de fuego y agentes tóxicos en radical contraposición con el Artículo 68 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Entre un evento y otro, los venezolanos han sido testigos de la gradual pero inexorable consolidación de una monolítica estructura militar-civil de control social, aparejada con la rápida estrangulación de las libertades civiles y la amenaza de extinción de las posibilidades democráticas.
Repasemos el repertorio de elementos que caracterizan progreso hacia la dictadura: participación militar en un amplio rango de asuntos civiles (desde el control de las protestas hasta la distribución y venta de alimentos); negación de las libertades civiles como el derecho a la asamblea; sujeción de hecho de los Poderes Públicos al Ejecutivo; represión de la manifestación pacífica (muchas brutalmente aplastadas), política de hegemonía comunicacional y censura directa (o solapada) de los medios de comunicación privados; persecución de la oposición política institucional y detención arbitraria de sus líderes, así como detención masiva e ilegal ciudadanos comunes; uso sistemático de grupos paramilitares (colectivos armados) para intimidar a la población civil.
El repertorio podría seguir pero sería redundante.
Algunos de estos elementos (como el militarismo en la vida civil, la sujeción de los poderes públicos al ejecutivo y la hegemonía comunicacional) eran parte de la actuación de Hugo Chávez como presidente. Otros como el uso de colectivos estaba presente, pero de modo episódico y no sistemático. Pero la represión continua, la detención masiva de manifestantes, la persecución de la oposición, con el ejemplo claro del ataque al partido Voluntad Popular y el encarcelamiento de su líder, Leopoldo López, muestran un impresionante destrucción de los elementos que hacen que una sociedad pueda llamarse democrática.
Es lógico que los científicos sociales protesten esta definición. En democracia, el principio rector es la relación un ciudadano, un voto. Y Chávez y Maduro obtuvieron su poder a través del voto popular en jornadas electorales relativamente limpias, según varios observadores. Pero si se toma en cuenta el margen de diferencia en las victorias de cada uno y, de algún modo, se sustrae el efecto del ventajismo permitido por el CNE al gobierno/PSUV, no queda otra que asumir que la victoria de Maduro en 2013 es, en el mejor de los escenarios, cuestionable.
Por eso, si definimos el régimen venezolano actual a partir de estos indicadores negativos (hay otros no mencionados aquí), la respuesta que obtenemos es que Venezuela ya no es una nación democrática. Y ése es el dato central que sintetiza lo que ha pasado durante los últimos dos años, con una carga de tragedia que se hace explícita en las 43 muertes, los más de tres mil detenidos y la violación masiva de derechos civiles y derechos humanos, una de cuyas manifestaciones más recientemente conocidas es el descubrimiento del centro de tortura conocido como “la tumba blanca”. Otra confirmación de que Venezuela se ha apartado de la democracia es que, mientras en el resto de América Latina los presos políticos son prácticamente inexistentes y las violaciones de derechos humanos se han reducido a su mínima expresión histórica, en Venezuela han regresado y están en alza.
La oposición no lleva sobre sus hombros la responsabilidad del autoritarismo chavista. Ésta es en buena medida la falla de origen del propio Chávez, como lo demuestra su irrupción en la arena política con el golpe fallido de 1992. Pero tampoco saldrá bien librada en el examen histórico de los factores que facilitaron la radicalización del chavismo. Tiene razón Joaquín Villalobos cuando recuerda, una vez más, que la impaciencia siempre ha llevado a la oposición a precipitarse, metiéndola en una calle ciega cuyo resultado recurrente es la deslegitimación.
Más aun: desde la perspectiva del 12-F, la propuesta de La Salida implicó una desorientación mayúscula de las energías opositoras, que vivían un reflujo producto del resultado de las presidenciales y del fracaso de las regionales.
Cierto: Leopoldo López identificó con claridad el cambio en la naturaleza del régimen y decidió actuar sobre ella. Cierto: su llamado a protestar el 12-F junto con los estudiantes contra la represión y el hostigamiento fue legítimo. Cierto: durante ese proceso galvanizó el descontento de enormes sectores sociales y ya no sólo de la clase media, como era tradicional. Sin embargo, la falta de un objetivo político realista provocó el retorno de la antipolítica que tanto le había costado revertir desde el retiro en bloque –salvo Primero Justicia— de las elecciones parlamentarias de 2005.
La Salida movió una enorme masa de energía para la protesta, pero sin agregarle a ese descontento un programa de acción política. Así, en vez de provocar un giro fundamental para ayudar a la oposición a construir un camino alternativo al chavismo, devino en un guión bastante familiar: el agotamiento físico y político de los opositores.
2. Dilemas
Si uno de los problemas mayores del gobierno –quizás el más grande– es su salida del cauce democrático, el de la oposición es que esta situación no se traduzca en un mayor empoderamiento del chavismo.
En otras palabras: la oposición no ha cohesionado sus fuerzas en una propuesta que adhiera el descontento creciente de la población con el gobierno chavista, ocasionado por el fracaso en el manejo económico y político del país.
Y eso no sólo se debe a que la pugna de grupos por cuotas de poder pulverizó a una Mesa de la Unidad que, de por sí, era una asamblea balcánica. También se debe a la carencia del más mínimo horizonte político compartido entre sus líderes. Si cualquier ciudadano repara en las declaraciones recientes podrá encontrar que mientras Henrique Capriles proclama “Esto se acabó”, María Corina Machado demanda la “Renuncia de Maduro”, Leopoldo López llama a una “Constituyente” y Henri Falcón dice que “No es el momento de la protesta”.
Es evidente que este melange desavenido ha generado un nuevo reflujo en el campo opositor y un aumento considerable en el número de venezolanos descreídos, tristes y apáticos, quienes reniegan con la oferta política existente.
El gobierno ha alertado acerca de “un golpe en desarrollo”, mientras Ramón Guillermo Aveledo llama a los líderes opositores a entender las posibilidades democráticas que existen dentro de la Constitución vigente. El alerta del gobierno suena al cuento del lobo, mientras que el llamado de Aveledo suena a memorándum anacrónico. Sin embargo, ambas posiciones son comprensibles: advierten, sin ironía sobre la existencia de un vacío político que eventualmente podría ser llenado por posiciones extremas de sectores recalcitrantes de ambos bandos.
En ambos casos, el resultado sería (al menos en primera instancia) una mayor destrucción de la democracia.
Y el vacío político presenta serios dilemas a ambos bandos. Para el chavismo la pregunta es: ¿cómo actuar en un campo minado, a sabiendas que está obligado a tomar medidas que son impopulares pero evitando desgastar aun más su núcleo de apoyo? Por cierto, hoy en un bajo histórico que oscila según diversas encuestas entre 16 y 22%. La oposición, por su parte, debe reconstituirse en un escenario en el cual su propio colapso ha puesto en acción una feroz competencia interna por el liderazgo.
Visto de otro modo, cada uno debe competir por llenar o cerrar el vacío que los amenaza. Pero la competencia en ambos bandos hace muy difícil conseguir ganancias reales. En un esquema de polarización extrema –del cual se benefician muchos, sobre todo las tendencias más recalcitrantes– es casi imposible llegar a un acuerdo o a un pacto en el que un bando comparta algo de su poder con el otro. Y tal posibilidad parece hoy negada, aunque podría presentarse de nuevo en un futuro cercano.
El gobierno ha respondido al contexto político con medidas de reconducción económica que son insuficientes. En realidad, entendidas políticamente, son apenas un mínimo denominador común entre las distintas facciones del chavismo. Es la definición por antonomasia de poner un paño caliente. Como todos saben, las medidas cambiarias no resolverán la crisis. La pregunta es por qué ha actuado el gobierno de este modo. Y la respuesta rápida es: para demorar el impacto más fuerte de las medidas hasta después de las elecciones legislativas y así evitar ser barrido electoralmente o, incluso, mantener con vida la posibilidad de ganarlas. Esto será difícil, pero es un riesgo que ante las oscuras predicciones vale la pena correr. Luego de eso deberán profundizar el ajuste pero, si la jugada sale bien, habrá mantenido el control de la Asamblea Nacional y por esa vía de todo el andamiaje institucional que le permite al chavismo perpetuarse.
Contrario de lo que muchos analistas sugieren, eso hace aun más compleja la situación opositora. Al correr la arruga de los ajustes, el gobierno ha aprovechado de modo oportunista la ausencia de un liderazgo opositor que le dé la batalla. Sin embargo, hay una diferencia sustancial.
La apuesta del gobierno sólo puede resultar medianamente exitosa a condición de que la oposición se mantenga dividida y sin un programa de acción cohesivo y coherente. El objetivo de ese programa tiene que ser doble: una estrategia de acción para actuar frente a un régimen que ya no es democrático, pero conserva los mecanismos de la democracia y, a la vez, un programa político y económico que aglutine el descontento general por el colapso del modelo chavista.
3. Decisiones y desafíos
Una de las pocas ventajas que presenta este tablero es que el gobierno ya ha hecho sus principales jugadas y algunas de sus piezas importantes están en jaque. Las acciones contra Farmatodo y Día a Día representan un tiro que podría salirle por la culata, complicando todavía más los problemas de abastecimiento y distribución de alimentos y medicinas, graves ya de por sí.
De ahí a la crisis humanitaria de la que tanto se habla hay sólo un paso.
Nuevamente, la oposición se encuentra ante la pregunta de cómo superar la división. Sabe que sin unidad no llegará a ninguna parte y solo prolongará la vida de un estado de cosas del que algunos de sus miembros han llegado a formar parte, con intención o no.
Las elecciones parlamentarias constituyen el próximo reto mayor e idealmente deben ser el punto de partida para una discusión, abierta y frontal, entre las alternativas que se debaten en el campo opositor. Ningún sector tiene fuerza en sí mismo para hacer exitosas sus aspiraciones. Tal como están las cosas, “la constituyente”, “la renuncia”, “el diálogo”, “la protesta de calle” y “las parlamentarias” son propuestas parciales que no lograrán amalgamar una verdadera mayoría.
La oposición necesita escuchar el descontento sin imponerle caminos que no van a ninguna parte, pero forzosamente interpretándolo y organizándolo. El liderazgo opositor debe abrirse de una vez a las razones y necesidades que hicieron que la mayoría respaldara a Chávez. Y para eso necesita abandonar las fórmulas de mercadeo político sin contenido y asumir de una vez por todas que los chavistas son capaces de entender por sí mismos que el modelo distributivo que los sostuvo ya no es viable ni para ellos mismos.
La gente tiene que saber cuál es la ruta para abordar al actual régimen chavista. Y para eso necesita entender que hay una alternativa.
A diferencia del pasado, esta alternativa tal vez no consiste en forjar un consenso de manera artificial, sino en articular los disensos de manera estratégica. Como dice Fernando Mires, el rol de la oposición en este momento consiste más en forjar alianzas alrededor de un objetivo compartido que, a mí juicio (y en esto coincido plenamente con Mires) es la creación de un nuevo espacio político inclusivo que movilice la sociedad hacia el cambio democrático, principalmente por la vía electoral aunque sin excluir otros mecanismos constitucionales. La alianza es el núcleo de una indispensable combinación de fuerzas, ya que la oposición deberá enfrentar al gobierno desde diferentes frentes, tanto en la calle como en las urnas, así que necesita acumular toda la capacidad organizativa que pueda desplegar.
En América Latina no ha habido un régimen híbrido que haya salido sólo por los votos. Mucho menos uno de carácter dictatorial, con excepción de Chile, un caso sui generis. La prueba que está más a la mano es Perú, donde Alberto Fujimori ganaba elecciones gracias a la manipulación de los factores político electorales y sólo salió a través de un fuerte repudio popular, después de que su gobierno implosionó en escándalos de corrupción.
El chavismo quizás no sea diferente.
Para adoptar un camino pragmático hacia el cambio, la oposición tiene que mirar al espejo retrovisor. Debe ver su propia historia de manera realista y, en el corto plazo, conjurar sus dos pecados originales: el voluntarismo de sus líderes y la proclividad a soluciones no democráticas de sus sectores radicales.
Por supuesto para que todo esto suceda dentro de canales de participación establecidos, es mejor establecer previamente los puntos cardinales de esa alternativa democrática a partir de ese diálogo con la población. Y luego hay que hacerlos converger alrededor de un objetivo claro, pues un movimiento de estas características permitiría a mucha gente con pensamiento y motivaciones diferentes expresarse y participar sin sentir que están siendo llevados de la nariz como borregos.
En este momento la lista de ítems es larga y está lejos de ser clara, pero hay una población que ha sido generalmente receptiva a las nuevas ideas y está ávida de rescatar a un país al borde de la catástrofe. Es esa población la que, de momento, está escéptica porque ha sido intoxicada de propaganda y sometida a la manipulación y el engaño.
No será fácil sacarla de ahí para hacerla creer de nuevo: el Mesías ya vino y dejó un país en bancarrota.
Pero se perderá mucho más si no se hace un esfuerzo consciente y consistente para lograrlo.