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Ante el apocalipsis, pasa lo de siempre

El guionista Eduard Sola relata las reacciones de los viajeros en un tren entre Madrid y Barcelona detenido en medio de la nada por el apagón

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Escribo esto desde un tren de alta velocidad detenido en algún punto entre Madrid y Barcelona. Por las ventanillas de mi derecha veo campo. Alfalfa, creo. Por las de la derecha más campo y un pequeño pueblito a lo lejos. Hace seis horas y media el tren se ha detenido y pocos minutos después nos han informado por megafonía de que se ha ido la luz. No hay electricidad para que el tren siga avanzando. Yo y los demás pasajeros —cerca de 450 personas— estamos atrapados en medio de la nada. No tenemos cobertura. Algunos dicen que es porque ha caído todo. Otros que es por donde estamos, que aquí nunca suele haber. Buscaría en internet si tienen razón los unos o los otros pero, efectivamente, no puedo hacerlo. No hay datos para llamar, no hay internet. Esto es lo que hay: el apocalipsis. Y bueno, sí, ante el apocalipsis, está pasando lo de siempre.

La gente empieza a decir que es un ciberataque. Alguien dice que nosequién le ha dicho que esto va para largo. Una voz desde cabina nos informa de que van a “apagar el tren”. Si gastan la reserva de energía para el aire acondicionado el tren no podrá arrancar de nuevo cuando vuelva la electricidad. Y el tren se apaga.

El aire empieza a calentarse. La temperatura sube y Pol hace acto de presencia. Pol es el jefe del equipo de azafatos del tren. Sé su nombre porque lleva una chapita con el nombre escrito. Es un tipo paciente, amable. Va arriba y abajo informando de la situación con un megáfono a pilas. En español e inglés. Nos dice que la temperatura va a subir, que aquellos que tengan una maleta con ropa se cambien, que se pongan algo fresquito. Usa esta palabra, “fresquito”. Se agradece su naturalidad. Nos promete agua. Una señora grita en alto: “¡gracias!”.

Un bebé llora. Un joven está teniendo un ataque de ansiedad. Lo estiran, le abanican en la cara, para que le dé el aire. Se oye al fondo un perro ladrar.

El bueno de Pol nos informa que no puede abrir las puertas porque ha abierto cuatro de ellas para que corra el aire y le han bajado furtivamente ya varios pasajeros. Ansias de libertad. Nos quedamos solo con las cuatro puertas abiertas que pueden controlar los cuatro azafatos de los que dispone.

Y entonces, algo inesperado: el baño es eléctrico. Esta sí que no nos la esperábamos. El baño no puede absorber más pis porque al parecer necesita corriente eléctrica para ello.

Pasan las horas. El bebé ha dejado de llorar. Lo han dejado en pañales, bien “fresquito”. El del ataque de ansiedad está bien y Pol y su equipo nos reparten un poco de agua. Hay vasos para todos y una botella cada cuatro. Toca a vaso y medio de agua por persona. Nada mal.

“Nos hemos vuelto muy blandengues”, dice un señor mayor, “nos falta el aire, nos falta el aire… ¡Venga ya! ¡Los que están en el campo trabajando no se quejan tanto!”. Seguramente no le falta razón. Tampoco le falta razón a la doctora que se acerca a la abuela a la que se le están hinchando las piernas. Le dice que de momento todo bien pero que estará vigilando a ver cómo avanza el tema.

Pol quiere que quien tenga pis pueda hacerlo. Sería tan fácil como salir a mear al campo pero al parecer —y no nos habíamos dado cuenta hasta ahora, la verdad— hay dos metros entre el vagón y el suelo. Pol necesita una escalera. Y consigue una escalera. Están por aquí escondidas, entre nosotros, se ve que son para emergencias y se ve también que esto es una emergencia. Mira tú. Ya con la escalera organiza la cosa: Dos personas abajo como máximo, por turnos. La cola es automática. Hay ganas de hacer pis. Hay ganas de campo. Hay ganas de un poco de aire de campo mientras haces pis. Y así estamos.

“Si fuera por mí, llamo a los SWAT”, dice Pol con su megáfono. Si es que hay que quererle.

Pasan algunas horas más. Ha llegado la Guardia Civil. Un coche, dos agentes. No le tengo yo mucho aprecio a las Fuerzas de Seguridad del Estado (porque esto de la fuerza no acaba nunca de ser bueno) pero la verdad es que son muy efectivos. Tranquilizan a la gente. Su presencia hace posible que podamos salir del tren sin la excusa de la bufeta llena. Y salimos. Bajamos las escaleritas de emergencia y salimos todos o casi todos. Hay tres metros de piedrecitas entre el vagón y la valla que separa la vía del campo. Nos sentamos sobre las piedrecitas y vemos el tiempo pasar ante nosotros mientras Pol nos pide, por favor, que no nos desperdiguemos demasiado.

Y aquí estoy yo, con mi ordenador al límite de la batería, sintiéndome el cronista del fin del mundo. Y ante mí, como decía, pasa lo de siempre: Cuando la situación se complica, lo humano prevalece. Hace calor, tenemos hambre, no sabemos cuántas horas vamos a estar aquí incomunicados pero seguimos siendo personas. Con algunos defectos y muchas virtudes. Porque la doctora revisa el estado de salud de la abuela cada poco, un pelotón de gente hace muecas al bebé casi por turnos y en la escalerita para bajar los jóvenes ayudan a los mayores a salir. A esto lo llamo yo estar vivo y pertenecer a un grupo llamado humanidad. Porque aunque recibamos a diario decenas de noticias que dicen lo contrario, cuidarse es lo natural entre personas. Incluso entre personas desconocidas entre sí.

Escribo las últimas líneas de esta mediocre crónica de batalla viendo llegar una furgoneta. De su interior salen tres personas. Son vecinos del pueblito que vemos a lo lejos. Se han enterado de que estamos aquí atrapados y nos traen agua y comida. Lo que no saben es que traen con ellos algo más. Llámalo esperanza en el ser humano. Llámalo orgullo. Yo qué sé. Yo ya no sé lo que me digo.

(Eduard Sola sigue parado en algún lugar entre Madrid y Barcelona. Ha podido enviar este texto gracias a los datos de una turista japonesa que, muy amablemente y traductor mediante, ha compartido con él la poca cobertura que tenía.)

Eduard Sola es guionista y premio Goya por el guion original de «Casa en llamas».

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