EconomíaGente y Sociedad

Ante la crisis económica en Argentina, es turno de que paguen los más ricos

La pandemia dejó expuestas, de manera descarnada, las desigualdades más crudas que atraviesan a la Argentina. Mientras la cifra de pobreza llegó a 42% en la segunda mitad de 2020, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos, algunas de las personas más ricas del país acudieron a la justicia para evitar el pago de un aporte extraordinario calculado con base en sus abultados patrimonios, una iniciativa del gobierno para destinar esos fondos a políticas sociales. Las cifras son elocuentes si se miran en detalle: el mayor impacto de la pobreza se cuenta en los menores de 14 años, población en la que el índice llegó a 57.7%. En el extremo opuesto, los ricos que deben pagar el aporte representan 0.026% de los 44 millones de argentinos.

 

La crudeza de la situación social que atraviesa el país tuvo en las últimas semanas un caso testigo encarnado por una niña (que llamaré M por respeto a su privacidad) que fue secuestrada por un hombre durante tres días. M tiene siete años y, tal como contó el periodista Milton del Moral, vivía junto a su familia en una carpa destartalada y precaria en una de las zonas más pobres de la Ciudad de Buenos Aires. El pequeño rectángulo que funcionaba como vivienda, hecho de retazos de telas y maderas encontradas en la basura, era una coraza endeble que no servía ni para protegerse, porque la intemperie llegaba hasta adentro del refugio improvisado. M fue secuestrada por un hombre que le ofreció una ilusión: su mamá contó a los medios que el hombre le había prometido regalarle una bicicleta a la niña. No era un hombre cualquiera, había entrado en contacto con y su familia unas semanas antes. Su tía, al advertir un día que la niña no aparecía, acudió a la Policía y durante los siguientes tres días su búsqueda copó la televisión argentina.

 

M fue encontrada gracias a una mujer que, alertada por las imágenes que circularon en los medios de comunicación, reconoció al captor y a la pequeña y llamó al 911. Pero pasó algo extraño.

 

El alivio de la aparición de M no quitó un sabor amargo en la boca: no es la única niña que vive en esta situación en Buenos Aires, el distrito más rico del país. El último censo realizado por el Centro de Estudios Legales y Sociales y otras ONG mostró que, en 2019, había 7,251 personas viviendo en las calles porteñas, de las cuales 871 eran niños y alrededor de 44 mujeres estaban embarazadas. No hace falta detallar las carencias porque es posible imaginar cómo es la vida al margen de la sociedad teniendo nada.

 

Pero la hipocresía de la sociedad nunca deja de sorprender. Los mismos que defienden con vehemencia que para salir de situaciones extremas hace falta mérito y esfuerzo individual, muestran los dientes cuando se trata de sus propios patrimonios. Lo que esconde el discurso de la meritocracia es que el punto de salida desde la cual se inicia la carrera depende de muchas otras cosas que no se eligen, como la clase social o las herencias millonarias.

 

Mientras en la televisión se reproducen imágenes de miseria que le ponen cuerpo a ese 42% de pobreza y 10.5% de indigencia, algunos de los más ricos del país cuestionan —o directamente se niegan— a contribuir de manera extraordinaria con un aporte único en un contexto aún más extraordinario como una pandemia. La Administradora Federal de Ingresos Públicos detectó que alrededor de 1,200 contribuyentes omitieron hacer la presentación del impuesto que se utiliza como la base de datos patrimonial para determinar quiénes deben pagar este aporte extraordinario. Argentina fue uno de los primeros países en aprobar una iniciativa de este tipo, que ahora también recomendó el Fondo Monetario Internacional.

 

No es una cuestión moral, es un problema de inequidad. Mientras gran parte de la recaudación del Estado proviene de los impuestos al consumo (el IVA que pagan pobres y ricos por igual), por ejemplo, en la Argentina el impuesto a la herencia fue eliminado por la última dictadura cívico militar.

 

Lo más trágico para estos niños y niñas, además de la vulnerabilidad en la que viven, es la respuesta social que obtienen frente a su falta total de derechos presentes y futuros. De acuerdo con un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, publicado en 2018, las probabilidades de que niños de familias pobres salgan de la pobreza son muy débiles. “Podría tomar un promedio de cuatro a cinco generaciones para que la descendencia de una familia de bajos ingresos alcance el ingreso promedio”, explica el estudio. Esto, es sensato asumir, solo podría empeorar debido a la pandemia por COVID-19.

 

Estos niños, hoy, no tienen nada. Cuando crezcan tendrán menos oportunidades laborales que personas que no viven en situación de pobreza, sufrirán más el desempleo, tendrán ingresos más bajos y serán, con más probabilidad, carne de cañón de la demagogia punitiva. Para muchas de estas personas, la única presencia del Estado en sus vidas es mediante el contacto con la Policía o del sistema penal.

 

Estamos atravesando una pandemia, una situación inédita a escala global. El crecimiento de la pobreza demuestra que los que menos tienen ya aportaron demasiado. Ahora es el turno de los ricos.

Botón volver arriba