Garton Ash: Ante la ola de populismo nacionalista
La victoria de Donald Trump debería llevar a las grandes democracias del mundo, con Europa a la cabeza, a asumir un mayor papel en la defensa del orden liberal
Aquí está el nuevo reto: nos enfrentamos a la globalización de la antiglobalización, el frente popular de los populistas, la internacional de los nacionalistas. “Hoy, Estados Unidos; mañana, Francia”, tuitea Jean-Marie Le Pen. Nos espera una lucha larga y difícil, en casa y en el extranjero, y quizá tengamos que pasar el título de “líder del mundo libre” de Estados Unidos a Alemania. Pero los derrotaremos.
La Rusia de Vladímir Putin se parece mucho al fascismo. La Turquía de Recep Tayyip Erdogan está pasando rápidamente de la democracia autoritaria al fascismo, y la Hungría de Viktor Orbán ya es una democracia autoritaria. En Polonia, Francia, Holanda, Reino Unido y ahora EE UU debemos impedir que se traspase el límite que separa la democracia liberal de la autoritaria. En Reino Unido, eso significa defender la independencia de la justicia, la soberanía del Parlamento y el poder imparcial de la BBC. En Estados Unidos, vamos a presenciar la prueba más difícil para uno de los sistemas democráticos de controles y equilibrios más sólidos y antiguos. Aunque los republicanos dominen el Congreso y, por desgracia, el presidente Donald Trump pueda hacer unos nombramientos políticos fundamentales en el Tribunal Supremo, eso no quiere decir que siempre se vaya a salir con la suya.
Lo que vemos en todos estos populismos nacionalistas es una ideología que asegura que la voluntad expresada directamente por “el pueblo” vale más que todas las demás fuentes de autoridad. Y el líder populista se identifica a sí mismo (o a sí misma, en el caso de Marine Le Pen) como la única voz de ese pueblo. Cuando Trump dice: “Yo soy vuestra voz”, está usando una típica frase populista. Igual que la primera página de The Daily Mail cuando acusa de ser “enemigos del pueblo” a los tres jueces británicos que han decidido que el Parlamento debe votar sobre el Brexit. Igual que el primer ministro turco, cuando rechaza las afirmaciones de la UE de que, con su brutal represión de la libertad de prensa, ha cruzado una línea roja, y dice que “el pueblo es el que traza las líneas rojas”.
Cuando se examina con detalle, resulta que “el pueblo” —Volk sería un término más exacto— no es, en realidad, más que una parte del pueblo. Trump encarnó a la perfección este juego de manos populista en una frase espontánea pronunciada durante un mitin de su campaña. “Lo único importante es que se una la gente”, dijo, “porque los demás no cuentan”. Los demás: kurdos, musulmanes, judíos, refugiados, inmigrantes, negros, élites, expertos, homosexuales, gitanos, cosmopolitas, urbanitas, jueces gais y eurófilos. Nigel Farage anunció que el Brexit era una victoria para la gente normal, la gente decente, la gente de verdad: es decir, que el 48% que votó no en el referéndum no eran ni normales, ni decentes, ni de verdad.
¿Nos enseña algo la historia sobre estos fenómenos, sobre las olas que surgen más o menos al mismo tiempo en distintos lugares, en distintas variantes nacionales y regionales, pero con características comunes? El populismo nacionalista de hoy, el liberalismo globalizado (o neoliberalismo) de los años noventa, el fascismo y el comunismo de los años treinta y cuarenta, el imperialismo del siglo XIX. Tal vez nos enseña dos lecciones: que estas cosas tardan cierto tiempo en resolverse y que, para hacer que la ola retroceda (cuando son olas que conviene hacer retroceder), se necesita valor, empeño, consistencia, el desarrollo de un nuevo lenguaje político y nuevas respuestas políticas a problemas reales.
Un gran ejemplo es la combinación de la economía de mercado y el Estado de bienestar que se desarrolló en Europa occidental a partir de 1945. El modelo, que logró terminar con las olas del comunismo y el fascismo, necesitó el genio intelectual de John Maynard Keynes, la sabiduría de un William Beveridge y la pericia política de gente como Clement Attlee. Además de otros nombres en las distintas versiones adoptadas en otros países. En cualquier caso, el desarrollo de un nuevo modelo necesita tiempo.
Debemos, pues, prepararnos para una lucha prolongada, tal vez generacional. No estamos aún en un mundo posliberal, pero quizá lleguemos a estarlo. Las fuerzas que mueven el frente popular del populismo están en alza, muchos partidos tradicionales están debilitados, y no se da la vuelta a una de estas olas de la noche a la mañana. Para empezar, debemos defender el pluralismo. También debemos comprender las causas económicas, sociales y culturales que hacen que la gente vote a los populistas. Debemos buscar —no sólo la izquierda, sino también los liberales, conservadores moderados y creadores de opinión de todo tipo— un nuevo lenguaje que atraiga, en contenido y en emociones, a ese amplio sector del electorado populista que no es irremediablemente xenófobo, racista y misógino (por ejemplo, tratar de no llamarlos “miserables”).
Pero es evidente que la retórica por sí sola no basta. ¿Cuáles son las políticas acertadas? ¿Son verdaderamente los acuerdos de libre comercio y la inmigración los que están quitando puestos de trabajo? ¿Es la tecnología? Y en este último caso, ¿qué podemos hacer?
En el plano internacional, el primer reto es impedir la erosión de los elementos actuales del orden internacional liberal; por ejemplo, los acuerdos sobre el cambio climático que tanto han costado, o los de libre comercio. Como filosofía, es posible que el presidente chino, Xi Jinping, dé la bienvenida a un mundo trumpiano de Estados soberanos fuertes, resueltos y nacionalistas, pero, en la práctica, los dos dirigentes tienen que ser conscientes de que la vuelta al nacionalismo económico de los años treinta —Trump, durante la campaña, prometió aranceles del 45% para las importaciones chinas— sería un desastre para todos. Lo único bueno de una internacional de nacionalistas es que es una contradicción en sí misma.
Debemos confiar en que la política exterior y económica de la nueva Administración estadounidense esté en manos de personas serias y experimentadas, por mucha repugnancia moral que nos cause Trump. Ha llegado el momento de tapar las narices y la “ética de la responsabilidad” de Max Weber. Aun así, es probable que nos encontremos ante una presidencia grandilocuente, errática e impredecible.
Por eso mismo, las demás grandes democracias del mundo —todas las democracias nacionales de Europa, Canadá, Australia, Japón, India— deben asumir una carga mucho mayor. Si los europeos pensamos que es vital que los Estados bálticos estén protegidos contra cualquier posible agresión de Rusia, debemos hacer lo posible, a través de la OTAN y la UE, para garantizarlo. No podemos fiarnos de un Trump que se dedica a elogiar a Putin. Si los europeos pensamos que es importante que Ucrania siga siendo democrática e independiente, tendremos que ocuparnos de conseguirlo. Dado que Reino Unido se ha automarginado, como consecuencia de su propia variante de populismo nacionalista, los votantes franceses y alemanes van a tener una responsabilidad especial. Si, a finales del año que viene, tenemos en Francia a un presidente Alain Juppé y en Alemania a una canciller Angela Merkel reelegida, es posible que Europa pueda cumplir el papel asignado.
La respuesta más digna que he visto a la elección de Trump es, con gran diferencia, la que dio Merkel. “Alemania y Estados Unidos”, dijo, “están unidos por los valores de la democracia, la libertad y el respeto a la ley y la dignidad humana, independientemente de su origen, color de piel, religión, género, orientación sexual o ideas políticas. Ofrezco al próximo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, una estrecha cooperación basada en estos valores”. Magnífica.
La expresión “líder del mundo libre” suele oírse en referencia al presidente de Estados Unidos, y a menudo en tono irónico. Estoy tentado de decir que la líder del mundo libre, hoy, es Angela Merkel.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular en la Hoover Institution, Stanford University. Su nuevo libro, ‘Free Speech: Ten Principles for a Connected World’, acaba de publicarse.
Traducción de María Luisa Rodríguez.