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Anthony Hopkins: el buen padre

Ante la constante presencia de Hopkins en películas de todo calibre desde inicios de los años noventa, habría sido fácil olvidar su descomunal talento. Un contrapunto entre dos cintas de distintos momentos de su carrera hace que sea imposible olvidarlo de nuevo.

El escenario fue planeado escrupulosamente para que la más desangelada y aburrida entrega del Oscar de la historia terminara con una nota emotiva. Contra la tradición instalada desde 1948 de dejar la estatuilla de mejor película hasta el final –con la excepción de 1971, cuando el último fue el honorario entregado a Charles Chaplin–, los productores del Oscar 2021, entre ellos el inquieto cineasta Steven Soderbergh, prepararon el momento ideal para que el premio al mejor actor cerrara la ceremonia. Todo parecía indicar que la prematura muerte de Chadwick Boseman llevaría a los miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood a votarlo, post mortem, como el actor del año.

Así, la academia homenajearía al popular actor afroamericano –que ya había aparecido en el segmento in memoriam como la figura fallecida más significativa del año, por encima de Sean Connery y ¡Olivia de Havilland!– y al mismo tiempo apelaría a la simpatía de los fanáticos del cine de superhéroes. Estos últimos verían que, por fin, uno de los actores más importantes de la franquicia Marvel se llevaría un Oscar, aunque no fuera por Pantera negra (Coogler, 2018). Pero lo cierto es que los votantes de la academia estadounidense pensaron otra cosa, y pensaron bien. Es más: pensaron mejor.

El último Oscar de la ceremonia de este año fue, inesperadamente, para el galés de 84 años de edad Philip Anthony Hopkins, por El padre (Zeller, 2020). Para rizar el rizo anticlimático, el actor no estaba en ese momento en Los Ángeles y tampoco en el escenario preparado en Londres para los nominados británicos que no habían querido cruzar el océano. Hopkins se encontraba plácidamente dormido en su hogar en Gales y se enteró de su triunfo hasta el día siguiente, cuando grabó para sus redes sociales un breve video en el que agradeció, entre la humildad y el desconcierto, ese reconocimiento que –ha jurado y perjurado– no esperaba recibir.

 

 

 

A decir verdad, si el Oscar se entregara, como se suele decir, para premiar la excelencia en las artes cinematográficas, el favorito para ganar la estatuilla debió haber sido, desde un inicio, el propio Hopkins. Ninguno de los actores que lo acompañaron entre el quinteto de nominados –y, mucho menos Boseman, cuya mejor actuación en su corta carrera fue como Jackie Robinson en la ninguneada biopic 42 (Helgeland, 2013)– se acerca a la densidad interpretativa del galés.

El padre del título de la película que encarna Hopkins se nos presenta, desde el inicio, como un anciano fuerte, seguro de sí mismo, acostumbrado a mandar y a ser obedecido o, por lo menos, a ser tomado en consideración. Esta fuerza que de manera tan natural le imprime Hopkins a su personaje –su voz autoritaria e intimidante presencia– hacen aún más desconcertantes los momentos de fragilidad que llegan cuando él mismo se da cuenta, entre la perpetua confusión en la que vive, que ya no tiene el poder que hasta hace poco tiempo (pero, ¿qué tanto?) tenía. Somos testigos de la constante transformación de Hopkins –que puede pasar de la amabilidad a la rudeza, y de ahí al chantaje y luego al reclamo– sin corte alguno, con la cámara siempre cerca de él, siguiendo sus expresiones, su mirada, la forma en la que ríe y en la que, de improviso, suspende la risa para subir la voz o, peor aún, bajarla y soltarle algún insulto apabullante a su simpática cuidadora (Imogen Poots) o a su exhausta hija (Olivia Colman).

Su cuerpo y su voz pasan de representar la fuerza de un monarca inapelable –por algo encarnó al Rey Lear tanto en el Teatro Nacional británico en 1986 como en una audaz adaptación cinematográfica en 2018– o de un dios mitológico –por algo es tan convincente como el poderoso Odín, el padre de Thor, en la saga marvelita– a ser el cuerpo y la voz un niño indefenso, confuso, lloriqueante. Un niño que clama por su mamá un momento, para luego darse cuenta que no es un niño sino un desvalido anciano, derrumbándose en el interior de su propia mente, perdido entre sus recuerdos y entre sus falsas memorias.

Su interpretación como este anciano en inevitable desmoronamiento cierra un círculo iniciado con The good father (1985), un notable drama psicológico dirigido por Mike Newell en el que Hopkins interpreta a Bill, un hombre que, después de un amargo divorcio y de perder la custodia de su hijo pequeño, se da a la tarea de ayudar a un conocido (Jim Broadbent) que está pasando por algo similar: su esposa se ha declarado lesbiana, busca divorciarse de él e irse a vivir a Australia con su nueva pareja, por lo que él ya no podrá ver a su hijo. Cuando Bill se entera de este escenario, el resentido “buen padre” del título toma el caso de su camarada como una feroz cruzada personal en nombre de todos los padres maltratados por las exesposas y por la ley.

 

 

 

 

Es fácil imaginar al Bill de Hopkins envejecer para convertirse en el anciano desmoronado de El padre. Desde aquella olvidada cinta de hace casi medio siglo se puede ver de qué manera el actor construye a sus mejores personajes a partir de elementos contrastantes y contradictorios. Si su fuerza apabullante le sirve a Hopkins para luego mostrarse perturbadoramente indefenso en El padre, en The good father el actor convierte la rabia en contra de su exmujer como una estrategia inconsciente para esconder algo que apenas se atreve a articular.

Cuando Hopkins protagonizó The good father, ya podía presumir una larga carrera en el teatro, el cine y la televisión británicos. Había entrado al Teatro Nacional, invitado por Laurence Olivier en 1965, y había debutado en el cine en un pequeño papel en The white bus (1967), dirigido por Lindsay Anderson. Había llamado la atención de inmediato por la autoridad de sus interpretaciones en El león en invierno (Harvey, 1968), donde obtuvo su primera nominación al BAFTA y, en años siguientes, en La otra vida de Audrey Rose (Wise, 1977), Solo para adultos (Lang y Black, 1980) y, por supuesto, en El hombre elefante (Lynch, 1980), donde da un paso atrás, con calculada discreción, para dejar brillar a John Hurt en el legendario papel de John Merrick.

 

 

 

The good father se estrenó en Estados Unidos casi de manera simultánea con su siguiente largometraje, el delicado melodrama platónico Nunca te vi, siempre te amé (84, Charing Cross Road, Jones, 1987), una película en las antípodas –en tema y ejecución– al drama paterno-viril dirigido por Mike Newell. En su crítica de la cinta de 1985, un agudo Roger Ebert subrayó algo que ya empezaba a ser evidente: la enorme versatilidad de Hopkins para interpretar en una cinta a un irascible y desagradable padre de familia, para después encarnar a un afable librero inglés que inicia una entrañable amistad por correspondencia con una voraz lectora neoyorkina (Anne Bancroft). Esta facilidad para cambiar de piel lo llevaría, años más tarde, a su consagración definitiva, al interpretar a un personaje pensado originalmente para su admirado Gene Hackman: Hannibal Lecter, el peligroso asesino en serie de El silencio de los inocentes (Demme, 1991). Este personaje le mereció su primer Oscar, por más que su actuación en pantalla no llegara a los 25 minutos en una película de dos horas de duración.

Este triunfo le abrió, en definitiva, las puertas de Hollywood. En años siguientes y hasta nuestros días, Hopkins ha seguido una prolífica e incansable trayectoria, apenas comparable con la de su compatriota y contemporáneo inglés Michael Caine. Revisando su filmografía, es obvio que Sir Anthony –nombrado caballero en 1993– ha aceptado trabajar en cualquier película que se le ha ofrecido. Ya sea porque el proyecto pueda ser trascendente –como Lo que queda del día (Ivory, 1993), por el que fue nominado a otro Oscar–, porque el director sea de prestigio –en Conocerás al hombre de tus sueños (2010) trabajó para Woody Allen– o, simple y llanamente, porque la paga sea más que jugosa –de ahí su aparición en alguna película de los Transformers o como Odín en el Marvel Cinematic Universe.

La indiscriminada presencia de Hopkins desde inicios de los noventa, con papeles protagónicos y secundarios –dos, tres o hasta cuatro veces en un año– nos había hecho olvidar, por un momento, su descomunal talento e inapelable versatilidad. Después de haber visto El padre (que sigue en cartelera) y haber revisitado The good father (disponible en Prime Video estadounidense), será imposible olvidarlo de nuevo.

 

(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.

 

 

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