Historia

Antología mínima de la “Conquista”

El pasado 13 de agosto se cumplieron quinientos años de la caída de Tenochtitlan frente a un ejército indígena en el que también peleó un puñado de españoles. Para facilitar el debate sobre la verdadera naturaleza de este evento, presentamos aquí algunos pasajes de fuentes primarias de la época. La selección incluye tanto a historiadores indígenas como a cronistas españoles y presenta desde críticas acérrimas de la empresa colonial hasta la más obvia propaganda imperial. Nuestra esperanza es que estos fragmentos sirvan como aliciente para renovar la reflexión sobre uno de los momentos fundamentales de nuestra historia.


De las Cartas de relación de Hernán Cortés (1485-1547)

Abrimos nuestro recorrido con un pasaje de la Tercera carta-relación que Hernán Cortés envió a Carlos V a mediados de 1522, poco menos de un año después de la caída de Tenochtitlan. El texto de Cortés debe leerse con una buena dosis de escepticismo: ya en aquella época, un contemporáneo del conquistador le pagaba el dudoso cumplido de tener una cierta facilidad para “el arte de romancear”, es decir, el arte de la novela. En particular, debemos desconfiar de las oraciones en las que Cortés busca deslindar a los españoles de las atrocidades cometidas durante el asalto final a Tenochtitlan. De igual modo, sin embargo, la relación del conquistador ofrece un vívido retrato del horror de ese trece de agosto, al describir los cadáveres que se apilan sobre las calzadas de la metrópolis mexica y aquellos que flotan en los canales del lago. Pese a que su intención era establecer su propio derecho sobre las tierras conquistadas desde un punto de vista jurídico, Cortés nos recuerda que la caída de Tenochtitlan fue un evento a todas luces apocalíptico.

* * *

Otro día de mañana [en agosto de 1521] fuimos a la ciudad [de Tenochtitlan], y yo avisé a la gente que estuviese apercibida, porque si los de la ciudad acometiesen alguna traición no nos tomasen descuidados. Y a Pedro de Alvarado, que estaba allí, le avisé de lo mismo; y como llegamos al mercado, yo envié a decir y hacer saber a Guatimucín [Cuauhtémoc] que lo estaba esperando, el cual, según pareció, acordó no venir y envióme cinco de aquellos señores principales de la ciudad […] los cuales […] dijeron que su señor me enviaba a rogar con ellos que le perdonase porque no venía, que tenía mucho miedo de aparecer ante mí, y también estaba malo, y que ellos estaban allí, que viese lo que mandaba, que ellos lo harían; y aunque el señor no vino, holgamos mucho que aquellos principales viniesen, porque parecía que era camino de dar presto conclusión a todo el negocio.

Yo los recibí con semblante alegre, y mandéles dar luego de comer y beber, en lo cual mostraron bien el deseo y necesidad que de ello tenían. Y después de haber comido, díjeles que hablasen a su señor […] y que le prometía que, aunque ante mí viniese, no le sería hecho enojo alguno […] porque sin su presencia en ninguna cosa se podía dar buen asiento ni concierto […] Y a las dos horas volvieron [los emisarios mexicas] y dijéronme que en ninguna manera Guatimucín [Cuauhtémoc] vendría […] Y yo les torné a repetir que no sabía la causa por la que él se recelaba venir ante mi, pues veía que a ellos, que yo sabía que habían sido los causadores principales de la guerra […] les hacía buen tratamiento […] y les rogaba que le tornasen hablar […] y ellos respondieron que así lo harían y que otro día me volvería con la respuesta; y así, se fueron ellos, y también nosotros a nuestros reales.

Otro día bien de mañana, aquellos principales vinieron a nuestro real, y dijéronme que me fuese a la plaza del mercado de la ciudad, porque su señor me quería ir a hablar allí; y yo, creyendo que fuera así […] estúvele esperando […] más de tres o cuatro horas, y nunca quiso [Cuauhtémoc] venir ni aparecer ante mi. Y como yo vi la burla […] envié a llamar a los indios nuestros amigos, que habían quedado a la entrada de la ciudad […] a los cuales yo había mandado que no pasasen de allí, porque los de la ciudad me habían pedido que para hablar en las paces no estuviese ninguno de ellos dentro; y ellos no se tardaron, ni tampoco los del real de Pedro de Alvarado. Y como llegaron, comenzamos a combatir unas albarradas y calles de agua que [los mexicas] tenían, que ya no les quedaba mayor fuerza, y les entramos, así nosotros como nuestros amigos, todo lo que quisimos.

Y al tiempo que yo salí del real, había proveído que Gonzalo de Sandoval entrase con los bergantines por la otra parte de las casas en que los indios estaban fuertes, de manera que los tuviésemos cercados […] de manera que […] no tenían paso por donde andar sino por encima de los muertos y por las azoteas que les quedaban; y a esta causa ni tenían ni hallaban flechas, ni varas, ni piedras con que ofendernos; y andaban con nosotros nuestros amigos a espada y rodela, y era tanta la mortandad que en ella se hizo por la mar y por la tierra, que aquel día se mataron y prendieron más de cuarenta mil ánimas; y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrantase el corazón […]

Nuestros amigos [los tlaxcaltecas] hubieron este día muy gran despojo, el cual en ninguna manera les podíamos resistir, porque nosotros éramos obra de novecientos españoles, y ellos más de ciento cincuenta mil hombres […] Y una de las cosas por las que los días antes yo rehusaba de no venir en tanta rotura con los de la ciudad [de Tenochtitlan], era porque tomándola por fuerza, [los habitantes de la capital mexica] habían de echar lo que tuviesen [de valor] en el agua, y ya que no lo hiciesen, nuestros amigos [tlaxcaltecas] habrían de robar todo lo más que hallasen; y por esta causa temía que se habría para vuestra majestad poca parte de la mucha riqueza que en esta ciudad había, y según la que yo antes para vuestra alteza tenía; y porque ya era tarde, y no podíamos sufrir el mal olor de los muertos que había de muchos días por aquellas calles, que era la cosa del mundo más pestilencial, nos fuimos a nuestros reales […]

Siendo ya de día, hice apercibir toda la gente […] y estando ya todos juntos y los bergantines apercibidos todos por detrás de las casas del agua donde estaban los enemigos, mandé que, en oyendo soltar una escopeta, entrasen por una poca parte que estaba por ganar […] y aviséles mucho que mirasen por Guatimucín [Cuauhtémoc] y trabajasen de tomarle con vida, porque en aquel punto cesaría la guerra. Y yo me subí encima de una azotea, y antes del combate hablé con algunos de aquellos principales de la ciudad, que conocía, y les dije que […] no diesen causa a que todos perecieran, y que lo llamasen [a Cuauhtémoc] y no tuviesen ningún temor; y dos de aquellos principales pareció que lo iban a llamar.

Y al poco, volvió con ellos uno de los más principales de todos aquellos […] y al fin me dijo que en ninguna manera el señor [Cuauhtémoc] vendría ante mí, y antes quería por allá morir […] Y como vi en esto su determinación, yo le dije que se volviese a los suyos y que él y ellos se aparejasen, porque los quería combatir y acabar de matar, y así se fue. Y como en estos conciertos se pasaron más de cinco horas, y los de la ciudad estaban todos encima de los muertos, otros en el agua, otros andaban nadando, y otros ahogándose en aquel lago donde estaban las canoas, [y] era tanta la pena que tenían [los mexicas], que no bastaba juicio a pensar cómo lo podían sufrir; y no hacían sino salirse infinito número de hombres, mujeres y niños hacia nosotros. Y por darse prisa al salir, unos a otros se echaban al agua, y se ahogaban entre aquella multitud de muertos, que según pareció, del agua salada que bebían y del hambre y mal olor, había dado tanta mortandad en ellos, murieron más de cincuenta mil ánimas […]

Y así por aquellas calles […] hallábamos los montones de muertos, que no había persona que en otra cosa pudiese poner los pies; y como la gente de la ciudad se salía a nosotros, yo había proveído que por todas las calles estuviesen españoles para estorbar que nuestros amigos [indígenas] no matasen a aquellos tristes que salían, que eran sin cuento. Y también dije a todos los capitanes de nuestros amigos que en ninguna manera consintiesen matar a los que salían, y no se pudo tanto estorbar, como eran tantos, que aquel día no mataron y sacrificaron más de quince mil ánimas; y en esto todavía los principales y gente de guerra de la ciudad, se estaban arrinconados y en algunas azoteas, casas y en el agua […] Viendo que se venía la tarde y que no se querían dar [rendir], hice asentar los dos tiros gruesos [cañones] hacia ellos, para ver si se darían [rendían] Y como tampoco esto aprovechaba, mandé soltar la escopeta y en soltándola, luego fue tomado aquel rincón que tenían y echados al agua los que en él estaban; otros que quedaban sin pelear se rindieron.

Y los bergantines entraron de golpe por aquel lago y rompieron por medio de la flota de canoas, y la gente de guerra que en ellas estaba ya no osaban pelear. Y plugo [ruego, hago vot] a Dios que un capitán de un bergantín, que se dice Garci Holguín, llegó en pos de una canoa en la cual le pareció que iba gente de manera; y como llevaba dos o tres ballesteros en la proa del bergantín e iban encarando en los de la canoa, hiciéronle señal que estaba allí el señor, que no tirasen, y saltaron de presto, y prendiéronle a él y a aquel Guatimucín [Cuauhtémoc] y a otros principales que con él estaban; y luego, el dicho capitán Garci Holguín me trajo […] al señor de la ciudad […] el cual […] díjome en su lengua que ya él había hecho todo lo que de su parte era obligado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir a aquel estado, que ahora hiciese de él lo que yo quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le matase. Y yo le animé y le dije que no tuviese temor alguno; y así, preso este señor, luego en este punto cesó la guerra, a la cual plugo [agradezco] a Dios Nuestro Señor dar conclusión en martes, día de San Hipólito, que fue 13 de agosto de 1521.1

 

 

Ilustración: Izak Peón

De la Historia de Tlaxcala, de Diego Muñoz Camargo (1529-1599)

Seguimos con un pasaje de la Historia de Tlaxcala de Diego Muñoz Camargo, hijo del conquistador del mismo nombre y de una mujer indígena. Esta crónica es parte de un codex manuscrito que mezcla elementos pictóricos con narraciones y comentarios tanto en español como en náhuatl. La parte textual del códice, que es la que citamos aquí, hace un recuento de la historia de Tlaxcala desde su fundación mítica hasta el establecimiento de la Nueva España, y enfatiza el papel de los tlaxcaltecas en la guerra contra los mexicas. A contracorriente de la idea recibida que pretende ver la tal-llamada “Conquista” como una derrota total del mundo indígena, Muñoz demuestra que los indígenas que se aliaron con Cortés para derrotar al imperio de los aztecas se concebían a sí mismos como conquistadores victoriosos, orgullosos de su alianza con los europeos.

* * *

Habiendo pues pasado Cortés por tan rigurosos trances y vaivenes de fortuna, y deseando dar fin a su negocio comenzado y acabar la demanda, o ser Señor de todo este Nuevo Mundo; estando un día muy cuidadoso, llamó a sus amigos los cuatro Señores de las cuatro cabeceras parcialidades de Tlaxcala, y proponiéndoles el caso, diciendo era decirles cómo quería dar orden de ir a conquistar la ciudad de México, destruirla y tomarla a fuego y sangre, porque estaba enojado con todo aquel reino de Culhua, y que para hacer esto quería su ayuda y favor por tomar cruel venganza de gente tan falsa y traidora […] y que convenía mucho que tan gran maldad no quedase sin castigo, porque estando [Cortés y los suyos] confiados y debajo de seguro de ellos y descuidados de esto, entendiendo que [los Mexicas] los tenían por amigos, le fueron traidores y mortales enemigos, y que para en pago de su maldad y traición, los quería castigar muy cruelmente y hacerles guerra como a sus enemigos capitales, como lo verían adelante en seguimiento de esta causa; así que, muy leales y fieles amigos míos, [dijo Cortés a los señores de Tlaxcala], os ruego que me ayudéis en todo lo que se me ofreciere, y más en tan justa ocasión como esta, pues es vuestra propia causa y particular interés vuestro, porque yo de mi parte no os he de faltar.

Acabada esta plática y razonamiento Hernando Cortés, afirmativamente prometió a los Tlaxcaltecas, que el Dios Nuestro Señor le daba victoria, tenían parte de todo lo que conquistase, así de despojos de oro y otras riquezas de todas las provincias y reinos que se ganasen y conquistasen […] Les dijo también que tenía guardada esta gente tan incógnita y apartada para ensalzamiento de su Santa Fe Católica; y acabada su plática, como tenemos referido, Hernando Cortés, le respondieron los cuatro Señores […] Ante todas cosas concedieron todo lo que les pidió, confirmando y ratificando su leal amistad, sin haber en contrario otra cosa; y así dándole todo lo necesario como les fue pedido, salieron número de gentes para Cempohuallan con capitanes prácticos de aquella tierra, y conocidos y ejercitados en guerras, para que con más recaudo se trajesen las municiones y cosas necesarias para la guerra de México, y así les fue encargado y entregado; todo lo cual trajeron con gran recaudo, haciendo en esto uno de los más loables servicios que los Tlaxcaltecas hicieron a la Real Corona de Castilla y a Hernando Cortés en su nombre.

Hecha y acabada esta jornada con tanta voluntad y brevedad, y puesto en razón y acabados todos los negocios, Cortés hizo llamar a consulta de guerra sobre lo que se ordenaría, y qué designio se tomaría para ganar a México; a la cual fueron llamados los cuatro Señores […] y otros muchos Caciques y Señores principales y capitanes afamados de la República [de Tlaxcala], y habiéndoles dado cuenta de la determinación que tenía Cortés, y de poner en ejecución la toma de México para asolarla y destruirla, y que convenía mucho hacer bergantines para dar guerra a los de México por agua y por tierra; y así se hicieron trece bergantines en el barrio [tlaxcalteca] de Atempa [los cuales] tornaron a desbaratar para llevarlos a cuestas sobre hombros de los de Tlaxcala a la ciudad de Tetzcuco, donde se echaron a la laguna, y se armaran de artillería, y munición.

Fueron en guarda de estos bergantines más de diez mil hombres de guerra con los maestros de ellos […] y que los había llamado [Cortés] para darles cuenta de ello, y que sin su parecer no quería comenzar cosa alguna, sino que como amigos verdaderos había querido comunicar y tratar con ellos antes de dar principio a cosa, ninguna, en especial negocio de tanta importancia, porque se representaba el duro caso y sangriento combate que había de tener con los Culhuas Mexicanos […] que por fuerte e inexpugnable que fuese México, no le estimaba en cosa alguna, antes el ganarlo y ponerlo debajo de sus pies lo tenía por negocio de pocos momentos, porque sin comparación era mayor su ánimo y esfuerzo y el de sus españoles, que estaban ya como leones y tigres fieros y hambrientos, por despedazar a los Mexicanos entre sus manos; y que movido de piedad, y visto que no era justo guiarse ni gobernarse por la voluntad de los suyos, quería excusar los grandes daños […] Y así amigos míos, [dijo Cortés], yo querría comenzar esta guerra con vuestro parecer e ir a esta jornada con la mayor templanza que pudiese y Dios me inspirase por excusar tantas muertes, porque yo no vengo a matar gente ni a cobrar enemigos, sino a cobrar amigos y a darles nueva ley y nueva doctrina de parte de aquel gran Señor el Emperador, que es el que me ha enviado.

Dichas estas palabras […] dicen los naturales de Tlaxcala que los cuatro Señores […] le respondieron […] que ellos le ayudarían e irían con él y le seguirían, atribuyéndose a sí propios la gloria de esto y de la orden que en todo se dio para la guerra, porque dicen que ellos dieron este parecer […] que ante todas cosas se conquistase la provincia de Tepeyacac […] y las demás provincias sujetas a los Mexicanos, y que haciendo esto […] con facilidad se derribaría [Tenochtitlan] por el suelo, porque ganándole los sujetos que estaban menos fuertes, quedaría la ciudad de México sola, sin que le pudiese entrar ningún socorro de parte ninguna […] y que con esto se ganaría sin riesgo de tantas gentes; y tomado México todo lo demás se sujetaría con mucha facilidad […] cuyo acuerdo, consejo y parecer quieren atribuir, así como tengo referido, los Tlaxcaltecas que fuese dado por ellos, que fuese dado por los nuestros: ello fue de mucho efecto y heroico pensamiento y acuerdo, pues se fue por esta orden, y se comenzó a proseguir la guerra, conquistando y sujetando toda la redondez de este reino, y especialmente los lugares y provincias más circunstantes y vecinas de México, y de donde se presumía que podía venirle socorro, hasta que a honra y gloria de Dios Nuestro Señor se conquistó y pacificó toda la máquina de este Nuevo Mundo, como más elegantemente lo tratan los escritores de la conquista de México a que me refiero.2

 

 

Ilustración: Izak Peón

De la Relación de la conquista hecha por tlatelolcas anónimos alrededor de 1528

Para contrastar con el triunfalismo de los tlaxcaltecas, continuamos con un pasaje de una relación, escrita en náhuatl a pocos años de la caída de Tenochtitlan, por un grupo de tlatelolcas anónimos. El texto, parte de una obra más extensa llamada Unos anales históricos de la nación mexicana, se conserva en la Biblioteca Nacional de París y fue traducido al español por Ángel Ma. Garibay. La narración presenta un retrato vívido de una ciudad y una cultura en crisis, y está teñida de una profunda melancolía que nos recuerda el tamaño de la tragedia.

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Y todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos. Con esta lamentosa y triste suerte nos vimos angustiados.

En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros.

Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebieramos agua de salitre.

Golpeabamos, en tanto, los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. Con los escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad. Hemos comido palos de colorín, hemos masticado grama salitrosa, piedras de adobe, lagartijas, ratones, tierra en polvo, gusanos…

Comimos la carne apenas sobre el fuego estaba puesta. Cuando estaba cocinada la carne, de allí la arrebatan, en el fuego mismo, la comían.

Se nos puso precio. Precio del joven, del sacerdote, del niño y de la doncella.

Basta: de un pobre era el precio sólo dos puñados de maíz, sólo diez tortas de mosco; sólo era nuestro precio veinte tortas de grama salitrosa.

Oro, jades, mantas ricas, plumajes de quetzal, todo eso que es precioso, en nada fue estimado […]

Este fue el modo como feneció el mexicano, el tlatelolca. Dejó abandonada su ciudad. Allí en Amáxac fue donde estuvimos todos. Y ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas, y nada teníamos que comer, ya nada comíamos. Y toda la noche llovió sobre nosotros.3

De la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas (1484-1566)

Seguimos nuestro recorrido con un fragmento del panfleto polémico que el fraile dominicano Bartolomé de las Casas publicó en 1552 para denunciar los abusos que los españoles cometieron en el curso de la guerra de conquista. El fragmento que presentamos narra los eventos inmediatamente anteriores a la caída de Tenochtitlan. Inicia con la salida de Cortés de la ciudad para enfrentarse al ejército de Pánfilo de Narváez, prosigue a relatar la famosa masacre del Templo Mayor y los eventos de la Noche Triste, y concluye con una breve pero elocuente descripción de los estragos que los españoles causaron durante el asedio a la ciudad mexica. El pasaje es de particular interés porque Las Casas se refiere a la resistencia de los mexicas como una “guerra justísima y santa”, locución que demuestra que incluso en el siglo XVI había voces europeas que condenaban el colonialismo y la expansión imperial.

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Yéndose el capitán de los españoles [Cortés] al puerto de la mar a prender a otro cierto capitán [Pánfilo de Nárvaez] que venía contra él y dejado cierto capitán [Pedro de Alvarado], creo que con ciento o pocos más hombres que guardasen al rey Motenzuma, acordaron aquellos españoles [la guarnición de Alvarado] de cometer otra cosa señalada para acrecentar su miedo en toda la tierra, industria, como dije, de que muchas veces han usado. Los indios y gente y señores de toda la ciudad y corte de Motenzuma no se ocupaban en otra cosa sino en dar placer a su señor preso, y entre otras fiestas que le hacían era en las tardes hacer por todos los barrios y plazas de la ciudad los bailes y danzas que acostumbran […] En la más propincua [cercana] parte a los dichos palacios [de Moctezuma, donde se alojaban los españoles] estaban sobre dos mil hijos de señores, que era toda la flor y nata de la nobleza de todo el imperio de Motenzuma. A éstos fue el capitán de los españoles con una cuadrilla dellos, y envió otras cuadrillas a todas las otras partes de la ciudad donde hacían las dichas fiestas, disimulados como que iban a verlas, y mandó que a cierta hora todos diesen en ellos. Fue él, y estando embebidos y seguros en sus bailes, dice “¡Santiago y a ellos!”. Y comienzan con las espadas desnudas a abrir aquellos cuerpos desnudos y delicados y a derramar aquella generosa sangre, que uno no dejaron a vida. Lo mismo hicieron los otros en las otras plazas. Fue una cosa ésta que a todos aquellos reinos y gentes puso en pasmo y angustia y luto, e hinchó de amargura y dolor; y de aquí a que se acabe el mundo o ellos del todo se acaben, no dejarán de lamentar y cantar en sus areítos y bailes […] aquella calamidad y pérdida de la sucesión de toda su nobleza, de que se preciaban de tantos años atrás.

Vista por los indios cosa tan injusta y crueldad tan nunca vista […] los que habían sufrido con tolerancia la prisión no menos injusta de su universal señor, porque él mesmo se lo mandaba que no acometiesen ni guerreasen a los cristianos, entonces pónense en armas toda la ciudad y vienen sobre ellos y, heridos muchos de los españoles, apenas se pudieron escapar. Ponen un puñal a los pechos al preso Motenzuma, que se pusiese a los corredores y mandase que los indios no combatiesen la casa, sino que se pusiesen en paz. Ellos no curaron entonces de obedecelle en nada, antes platicaban de elegir otro señor y capitán que guiase sus batallas. Y porque ya volvía el capitán [Cortés] que había ido al puerto con victoria y traía muchos más cristianos y venía cerca, cesaron el combate obra de tres o cuatro días hasta que entró en la ciudad. Él entrado, ayuntada infinita gente de toda la tierra, combaten a todos juntos de tal manera y tantos días que, temiendo todos morir, acordaron una noche salir de la ciudad. Sabido por los indios, mataron gran cantidad de cristianos en las puentes de la laguna, con justísima y santa guerra, por las causas justísimas que tuvieron, como dicho es, las cuales cualquiera que fuese razonable y justo las justificara. Sucedió después el combate [el asedio] de la ciudad, reformados los cristianos, donde hicieron estragos en los indios admirables y extraños, matando infinitas gentes y quemando vivos muchos y grandes señores.4

 

Ilustración: Dante Escalante

De la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo (1496-1584)

El recuento que Bernal Díaz, conquistador y cronista, hace de los días posteriores a la captura de Cuauhtémoc y la subsecuente caída de Tenochtitlan tiene algo de realismo mágico. El soldado se dilata en la descripción del silencio que cayó sobre el Valle de México tras el fin de la guerra, contrastandolo con el ruido constante de los tambores que había sonado durante el asedio. Menciona también la lluvia torrencial que tanto afligió a los tlatelolcas. La narración del conquistador, tanto más vívida que la de su capitán, Cortés, nos ayuda a imaginar las horas extrañas que siguieron al fin de la guerra, pintando un panorama menos triunfal que lleno de desasosiego.

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Prendiose a Guatémuz [Cuauhtémoc] y sus capitanes en trece de agosto, a hora de víspera, en día de señor San Hipólito, año de mil e quinientos y veinte y un años, gracias a Nuestro Señor Jesucristo y a Nuestra Señora la Virgen Santa María, su bendita madre; amén. Llovió y relampagueó y tronó aquella tarde y hasta medianoche mucho más agua que otras veces. Y desde que se hubo preso Guatémuz [Cuauhtémoc], quedamos tan sordos todos los soldados como si de antes estuviera uno hombre encima de un campanario y tañesen muchas campanas, y en aquel instante que las tañían, cesasen de las tañer. Y esto digo al propósito porque todos los noventa y tres días que sobre esta cibdad estuvimos, de noche y de día daban tantos gritos y voces unos capitanes mexicanos apercibiendo los escuadrones y guerreros que habían de batallar en las calzadas; otros llamando a los de las canoas que habían de guerrear con los bergantines y con nosotros en las puentes; otros en hincar palizadas y abrir y ahondar las aberturas de agua y puentes e en hacer albarradas; otros en aderezar vara y flecha, y las mujeres en hacer piedras rollizas para tirar con las hondas; pues desde los adoratorios y torres de ídolos, los malditos tambores y cornetas y atabales dolorosos nunca paraban de sonar. Y de esta manera de noche y de día teníamos el mayor ruido, que no nos oíamos los unos a los otros; y después de preso el Guatémuz [Cuauhtémoc], cesaron las voces y todo el ruido; y por esta causa he dicho como si de antes estuviéramos en campanario. Dejemos esto y digamos cómo Guatémuz [Cuauhtémoc] era de muy gentil disposición, ansí de cuerpo como de facciones, y la cara algo larga y alegre, y los ojos más parecían que cuando miraba que era con gravedad que halagüeños, y no había falta en ellos; y era de edad de veinte y seis años, y la color tiraba su matiz algo más blanco que a la color de indios morenos. Y decían que era sobrino de Montezuma, hijo de una su hermana, y era casado con una hija del mismo Montezuma, su tío, muy hermosa mujer y moza […]

Dejemos esto y digamos de los cuerpos muertos y cabezas que estaban en aquellas casas donde se había retraído Guatémuz [Cuauhtémoc]. Digo que, ¡juro, amén!, que todas las casas y barbacoas [plataformas] de la laguna estaba llena de cabezas y cuerpos muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba, pues en las calles y en los mismos patios del Tatelulco no había otra cosa, y no podíamos andar sino entre cuerpos y cabezas de indios muertos. Yo he leído la destrucción de Jerusalén; mas si fue más mortandad que ésta, no lo sé cierto, porque faltaron en esta cibdad tantas gentes, guerreros que de todas las provincias y pueblos sujetos a México que allí se habían acogido, todos los más murieron; y como ya he dicho, así el suelo y laguna y barbacoas, todo estaba lleno de cuerpos muertos, y hedía tanto, que no había hombre que lo pudiese sufrir. Y a esta causa luego, como se prendió Guatémuz [Cuauhtémoc], cada uno de los capitanes nos fuimos a nuestros reales, como ya dicho tengo, y aun Cortés estuvo malo del hedor que se le entró en las narices e dolor de cabeza en aquellos días que estuvo en el Tatelulco.5

Del Códice Mendieta, de Jerónimo de Mendieta (1525-1604)

Mendieta, destacado franciscano, fue parte de la segunda oleada de misioneros que llegaron a la Nueva España tras la caída de Tenochtitlan. El pasaje que presentamos aquí es de interés porque nos recuerda que los eventos fundamentales que permitieron a los españoles establecer su dominio sobre los pueblos indígenas no tuvieron tanto que ver con la guerra como con la biología. Los estimados sobre la mortandad producto de la viruela y otras epidemias que asolaron al Valle de México tras la llegada de los europeos varían considerablemente, pero algunos historiadores mantienen que más del 85% de los habitantes de la región murió en los años posteriores a la “Conquista”. Aquí, Mendieta arriesga una interpretación teológica del desastre demográfico, especulando que las plagas no eran un castigo divino contra los indígenas, sino contra los españoles.

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Considero que las pestilencias que Dios les envía [a los indígenas], con que poco a poco nos los va llevando de las manos, no son por sus pecados, como algunos que tienen poca cuenta con los suyos imaginan, porque si esto fuera, enviara fuego del cielo que súbitamente los consumiera, o una tal pestilencia que de golpe los acabara; mas antes a ellos les hace merced particular en sacarlos de tan mal mundo, antes de que aumento del incomportable trabajo y vejación se les dé ocasión de despertar, y antes que por nuestras codicias y ambiciones y malos ejemplos y olvido de Dios, que cada día van más en crecimiento, vengan a perder la fe, en los peligrosos tiempos que de hoy a mañana esperamos. A nosotros nos castiga Dios en llevárselos, porque si los conservásemos con buena vecindad y compañía, la suya nos sería utilísima, siquiera para provisión de mantenernos; y acabados ellos, no sé en qué ha de parar esta tierra sino en robarse y matarse los españoles los unos a los otros; y así de las pestilencias que entre ellos vemos no siento yo otra cosa sino que son palabras de Dios que nos dice: Vosotros os dais prisa para acabar con esta gente; pues yo os ayudaré por mi parte para que acaben más presto, y os veais sin ellos pues tanto lo deseáis.

Y en una cosa vemos claramente que la pestilencia se la envía Dios no por su mal sino por su bien, que solamente van cayendo cada día aquellos que buenamente se pueden confesar y aparejar conforme al número de los ministros que tienen, como ellos lo hacen; que unos en sintiéndose con el mal, se vienen por su pie a la iglesia, y a otros los traen a cuestas o como pueden, y otros, imaginando que vendrá el cocoliztli, piden confesión antes que llegue […]6

 

Ilustración: David e Izak Peón

De la carta que Pedro Motecuhzoma Tlacahuepantzin y otros nobles nahuas enviaron a Felipe II en 1556

Cerramos nuestro recorrido con un documento fascinante: la carta, escrita en castellano y con claro conocimiento del sistema legal español, que un grupo de nobles indígenas envió a Felipe II apenas treinta años después de la caída de Tenochtitlan, pidiéndole que hiciera valer las leyes de su imperio en defensa de los pueblos colonizados. El texto evidencia la rapidez con la que la élite nahua asimiló la cultura europea y la claridad de propósito con la que la usaron para abogar por sus intereses. La imagen de la colonia que emerge de este documento nos recuerda que la Nueva España temprana era una sociedad gobernada tanto por españoles como por nobles indígenas castellanizados.

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Al muy alto y poderoso Rey y Señor nuestro, don Felipe, rey de España […]

Los señores y principales de los pueblos de esta Nueva España, de México y su comarca, vasallos y siervos de Vuestra Majestad, besamos los reales pies de Vuestra Majestad y con la debida humildad y acatamiento suplicamos y decimos que, por cuanto estamos muy necesitados del amparo y socorro de Vuestra Majestad, así nosotros como los que a cargo tenemos, por los muchos agravios y molestias que recibimos de los españoles, por estar entre nosotros y nosotros entre ellos, y porque para el remedio de nuestras necesidades tenemos muy gran necesidad de una persona que sea protector nuestro, el cual resida continuamente en esta real corte, a quien acudamos con ellas y dé a Vuestra Majestad noticias y relación verdadera de todas ellas, pues nosotros no podemos por la mucha distancia de camino que hay de aquí a allá, ni tampoco podemos manifestarlas por escrito, por ser tantas y tan grandes que sería dar gran molestia a Vuestra Majestad. Por tanto, pedimos y humildemente suplicamos a Vuestra Majestad nos señale al obispo de Chiapas don fray Bartolomé de las Casas, para que tome este cargo de ser nuestro protector, y a él mande Vuestra Majestad que lo acepte.

Y, si acaso fuere que el dicho obispo estuviere impedido por muerte o enfermedad, suplicamos a Vuestra Majestad en tal caso nos señale una de las principales personas de su real corte de toda cristiandad y bondad al cual recurramos con las cosas que se nos ofrecieren, porque muchas de ellas son de tal calidad que requieren sola vuestra real presencia, y de solo ella, después de Dios, esperamos el remedio, porque de otra manera nosotros padecemos cada día tantas necesidades y somos tan agraviados, que en breve tiempo nos acabaremos, según cada día nos vamos consumiendo y acabando, porque nos echan de nuestras tierras y despojan de nuestras haciendas, allende de muchos otros trabajos y tributos personales que de cada día nos recrecen.

Nuestro Señor la real persona y estado de Vuestra Majestad prospere y guarde como vasallos y siervos lo deseamos. Deste pueblo de Tlacopan, donde todos para esto nos juntamos, a 11 días del mes de mayo, mil quinientos cincuenta y seis años.7

 

Nicolás Medina Mora
Ensayista y editor.


1 Cortés, H. “Tercera carta-relación — 15 de mayo de 1522”, en: Cartas de relación, Porrúa, México, 1982, pp. 159-162.

2 Muñoz Camargo, D. Historia de Tlaxcala, Secretaría de Fomento, México, 1892, pp.236-240

3 Manuscrito anónimo de Tlatelolco (152). Sección referente a la conquista. Disponible en: León Portilla, M, editor. Visión de los vencidos, Universidad Autónoma de México, México, 2019. (pp.186-191)

4 De las Casas, B. “De la Nueva España,” en: Brevísima relación de la destrucción de las Indiasz, consultado el 30 de junio de 2021.

5 Díaz del Castillo, B, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Real Academia Española, Madrid, 2011, pp. 621-623

6 Mendieta, J. Códice Mendieta, Documentos Franciscanos, siglos XVI-XVII, edición facsimilar, Edmundo Acuña Levy, México, 1971, cap. LXIII, pp. 35-36. Citado en: Lomnitz, C. Idea de la muerte en México, Fondo de Cultura Económica, México, 2013.

7 Carta conservada en el Archivo General de las Indias, Sevilla, Audiencia de México 168. Disponible en: León Portilla, M. Culturas en peligro, Alianza Editorial Mexicana, Mexico, 1976, pp.102-103

 

 

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