Antonio Caño: España se rompe
«Pese a la negativa sarcástica del Gobierno, nuestra democracia se marchita y la convivencia se quiebra a toda velocidad»
Pedro Sánchez y Carles Puigdemont. | Alejandra Svriz
Casi a diario escuchamos a algún portavoz socialista despreciando las críticas por la situación política como un intento infundado de crear alarma entre la población. «España no se rompe», repiten con sorna los tertulianos que transmiten la versión oficial. El propio Sánchez recurrió cínicamente a esa frase para defender que todo lo que ocurre hoy está dentro de lo ordinario y que nadie debe preocuparse por el futuro del país.
El futuro de España, cualquiera que sea, existe, sin ninguna duda. Es muy posible también que ese futuro sea democrático, porque nuestra democracia ha dado reiteradas pruebas de robustez y forma parte de una región y de una estructura política que no va a ceder con facilidad al ataque del populismo ni a las ambiciones de los canallas.
Pero eso no significa que todo marche por el sendero de la normalidad y que podamos permanecer indiferentes a la evolución de los acontecimientos. Sí, España se rompe, se está rompiendo ante nuestros ojos, y, si los socialistas y sus terminales mediáticas están de verdad comprometidos con el bienestar de este país, sólo tienen que mirar alrededor para describir las múltiples señales de alarma.
Gracias a que la mayoría del país es más prudente que quienes nos gobiernan y que aún vive una generación que recuerda el horror de anteriores enfrentamientos entre españoles, las calles están por ahora tranquilas, aunque cientos de miles de españoles se han manifestado en varias ocasiones para protestar por el sesgo antidemocrático del Gobierno y un reducido grupo de extremistas persiste en crear desorden.
No salta España en pedazos ni se hunde en el océano como consecuencia de un meteorito. Tampoco se vislumbran hoy acontecimientos como los del 23 de febrero de 1981. Pero el proyecto colectivo que construimos después de la dictadura y que tanto bienestar produjo en nuestro país, ese proyecto está seriamente amenazado y los signos del desastre son cada día más evidentes.
El Gobierno y los partidos de izquierdas han declarado la guerra a los jueces, a los que ven como un obstáculo en sus planes políticos y en sus aspiraciones personales. Los jueces, a su vez, tratan de hacerse fuertes en los organismos que administran, creando un clima de guerra institucional que está a punto de liquidar la credibilidad de todo el sistema de separación de poderes.
«Gracias a que la mayoría del país es más prudente que quienes nos gobiernan las calles están por ahora tranquilas»
El Parlamento ha perdido casi por completo su papel fiscalizador del Ejecutivo. En manos de una presidenta que desconoce su función y actúa como correa de transmisión de Moncloa, el Parlamento se ha convertido en un mero trámite sin peso alguno en nuestro sistema democrático. Las mayorías se han negociado en un hotel en Bruselas y el programa legislativo se discute en secreto en Ginebra bajo la tutela de un mediador extranjero. El Parlamento no cumple hoy en España un papel mucho más determinante que el que desempeña en un régimen autocrático.
El tercer poder del Estado actúa con bravuconería y tiende a despreciar -y hasta amenazar- a sus críticos. El ministro más poderoso del Gobierno trató de desautorizar a una prestigiosa organización de la sociedad civil que llevó a los tribunales un nombramiento oficial por considerarlo irregular. En el fondo, no obstante, se trata de un Gobierno muy débil, fundado en una mentira, carente del suficiente apoyo popular y sometido diariamente a los caprichos de fuerzas políticas que actúan en contra de los intereses de los españoles.
En Bruselas, donde los partidos españoles de uno y otro signo combatieron un día codo con codo para conseguir la presencia de nuestro país en pie de igualdad junto a las demás naciones de Europa y, más recientemente, para defender la calidad de nuestra democracia frente a las difamaciones de los independentistas, es hoy el escenario en que se exponen públicamente nuestras vergüenzas, ante el asombro de los europeos.
Los nacionalistas independentistas han olfateado el momento de debilidad de nuestro sistema político y van a intentar acelerar el paso hacia su destrucción, con el objetivo de conseguir así el pleno autogobierno que pretenden. Igualmente, la extrema izquierda, que compensa con la debilidad de los socialistas su propio fracaso ante las urnas, impone su agenda política y económica y arrastra a la nación a un debate indeseado sobre el modelo político.
En medio de este juego perverso desencadenado por Sánchez para seguir en el poder, la división crece entre la sociedad. Todos los españoles cumplen a diario con sus obligaciones como buenos ciudadanos, pero también se guardarán mucho de hablar de política en los próximos encuentros navideños, conscientes de que hay veneno en el aire y las familias se libran del odio creciente.
Ni siquiera el funeral de Concha Velasco, la española más unánimemente querida, se libró de la tensión ambiental. Una actriz rencorosa se quejó por la presencia de una de las políticas con mayor respaldo electoral. También el presidente del Gobierno tuvo que soportar abucheos. Imagino que Sánchez es consciente de que no puede salir a la calle sin ser vilipendiado y que el cerco policial que rodea sus desplazamientos es cada vez más grande para evitarle el sonido de los insultos.
Sí, España se rompe, se está rompiendo ante nuestros ojos. No es ninguna exageración. Los ven los nacionalistas, que disfrutan del espectáculo, Lo ven los extremistas, que tratan de azuzar el fuego. Incluso lo ve Sánchez, al que, una vez en Moncloa, ya todo le da igual. Y lo ven, por supuesto, quienes le adulan, aunque piensen que, después de todo, es preferible que el fin del mundo los coja en el gobierno.