Antonio Vélez: Avaricia y codicia
¿Por qué somos tan mezquinos al dar? ¿Por qué la ambición de poseer bienes no parece colmarse nunca? ¿Por qué, “demasiado” nunca es “suficiente”? El ser humano sigue almacenando bienes para prevenirse contra situaciones futuras, sin preocuparle que sean remotas e improbables. Como las ardillas. Pero hay otra razón, una especie de cadena de la suerte: a mayor cantidad de bienes, mayor poder, a mayor poder, mayor número de parejas potenciales, a mayor número de parejas, mayor número de apareamientos, a mayor número de apareamientos (en el pasado), mayor eficacia reproductiva.
Téngase o no riquezas, el pecado más generalizado entre los humanos es quizá la avaricia, aun con uno mismo: vivir con nada para morir con todo, dicen por ahí. Y es más lamentable cuando la persona es rica; por eso definen la avaricia como la pobreza de los ricos. También dicen en tono de burla que avaro es aquel que se priva de todo para que no le falte nada, que se gasta toda la plata… en consignaciones. Y estos absurdos se dan en todas las culturas estudiadas, y en todas las épocas de las que se tenga registro histórico. La generosidad es tan escasa como los diamantes.
Para la doctrina budista de desapego completo, la palabra mío no debe siquiera figurar en el diccionario. Para el Islam y las religiones judeocristianas, Alá premia al generoso, Jehová al misericordioso, Dios al caritativo, los ricos no entrarán al reino de los cielos. Oídos sordos: toda persona, creyente o no, cuando puede acaparar bienes lo hace más allá de toda medida razonable, para bien suyo (y mal de los otros), contrariando todo el trabajo educativo y pasando por alto los principios éticos, o retorciéndolos para que digan lo que se quiere que digan (la caridad empieza por casa). Dicen que para amasar una fortuna hay que volver harina a los demás, y tienen razón, pues la vida es un juego de suma cero: lo que yo gano lo pierden los demás.
La tendencia a acaparar bienes es un sentimiento natural, y a prueba de todo discurso, como la historia lo ha probado. Escuchamos atentamente las prédicas, pero cuando piden la primera colaboración nos escurrimos en silencio. Aunque mucho nos duela, somos herederos de aquellos codiciosos que supieron acaparar y guardar. Y no es una justificación: nos encontramos otra vez con algo natural, pero que nadie considera virtuoso. Estamos de acuerdo en que la codicia es indeseable y que es necesario enseñar y estimular la generosidad.
Bill Gates
Turner fue uno de los primeros en sugerir que las donaciones de Bill Gates, que en ese momento no pasaban de “míseros” doscientos millones de dólares, eran poca cosa. Gates le respondió en voz alta: “Me alegro mucho de que Ted haya dado esos mil millones. Por supuesto, lo que yo dé estará al mismo nivel, y más”. Dicho y hecho: Gates donó a continuación mil millones de dólares para becas de estudiantes pobres, y luego creó una fundación con un capital cercano a los 25 000 millones de dólares. La generosidad se contagió: Gordon Moore, de Intel, se comprometió con una donación de 7.200 millones a lo largo de su vida, y George Soros, poseedor de una fortuna avaluada en 7.000 millones, hizo una donación de 4.400 millones.
Gordon Moore
¿Generosidad pura? Más de un suspicaz cree que tanta generosidad debe tener su “veneno”: deseos de aumentar la notoriedad, rebaja de impuestos, utilidades por la enorme publicidad obtenida y, por qué no, altruismo verdadero con miras a la salvación del alma.
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