Antonio Vélez: Falacia de El Greco
El pintor Doménikos Theotokópoulos, apodado El Greco, pintaba las figuras humanas muy delgadas y alargadas, opuesto a lo que hace Fernando Botero, quien las pinta regordetas y chaparras. Alguien propuso que la técnica pictórica de El Greco no era intencional sino fruto de un defecto visual que alargaba las dimensiones verticales sin modificar las horizontales; esto es, que el pintor veía los objetos del mundo estilizados.
En esta conjetura hay un error claro, conocido como falacia de El Greco. Basta un instante de reflexión para descubrirla. Si el pintor de verdad veía las figuras alargadas, entonces debió pintarlas como eran en la realidad, pues sus ojos, únicas guías durante el proceso de dibujo, las habrían visto alargadas, esto es, “normales” para él. En el caso de haberlas pintado alargadas, las imágenes del lienzo, debido al defecto visual, le habrían parecido más alargadas aún y le hubiesen indicado al pintor que estaba modificando la realidad. Más aún, al pintar un brazo extendido en posición horizontal, su longitud debería ser normal; sin embargo, en este caso también El Greco las pintó alargadas.
El análisis anterior puede llevarnos aún más lejos, hasta afirmar que el defecto propuesto es imposible. Si de verdad una persona tuviese el defecto atribuido al pintor, entonces al mirar un cuadrado, el lado horizontal se vería más corto que el vertical; sin embargo, al girarlo en el sentido del reloj, la longitud del lado horizontal comenzaría a dilatarse al tiempo que la de la vertical se iría acortando, de tal suerte que al completar noventa grados, las longitudes de las dos dimensiones habrían intercambiado sus valores. En otras palabras, para una persona con semejante anomalía, las cosas del mundo estarían dilatándose o contrayéndose de acuerdo con su inclinación respecto a la vertical; un mundo de locura que hasta el momento nunca ha sido reportado por los neurólogos, y que contraría la capacidad enorme que tiene el cerebro de mantener la constancia del objeto percibido.
Y es que en el cerebro existe un complejo de subrutinas de compensación visual: invariabilidad del color, de la forma y del tamaño, entre otras. Independiente del iluminante, y a pesar de que la señal luminosa que llega al ojo cambia con el color de la luz utilizada para iluminarla, una hoja blanca de papel nos seguirá pareciendo blanca. Después de unos minutos de estar usando gafas de lentes oscuras, el color de las cosas vuelve a tomar su tinte natural. Este efecto lo apreciamos con claridad en el instante en que nos despojamos de ellas: por unos segundos el mundo toma un colorido artificial, hasta que las sabias rutinas de compensación invierten de nuevo la situación.
Cuando un objeto se mueve ante nuestros ojos, la imagen formada en la retina, bidimensional, está cambiando continuamente, pero los algoritmos compensadores innatos actúan en forma permanente y deducen de esos datos planos una forma tridimensional constante. Cuando nos movemos al mismo tiempo, el sistema neurológico efectúa las correcciones del movimiento relativo, para así mantenernos informados del movimiento absoluto del objeto. Rutinas de compensación similares permiten que una melodía conocida la reconozcamos en la voz de una soprano o en la de un bajo, interpretada en un violín o en un contrabajo, tocada a cuarenta y cinco revoluciones por minuto o a treinta y tres.
Por todo lo dicho, la historia de las flaquezas de El Greco no pasa de ser una simpática ingenuidad.
Con la autorización de Legis.