Antonio Vélez: La pereza
Los pecados capitales son siete: Pereza… etc.
(@todoalnatural)
No es sano trabajar entre comidas.
Un holgazán
Los teólogos católicos llaman a la pereza acidia o acedía, y la consideran un pecado capital que aparta al creyente de las obligaciones espirituales o divinas, esto es, que lo aleja de todo lo que Dios nos exige para conseguir la salvación eterna. Tomada en sentido estricto –dicen–, es pecado mortal en cuanto se opone directamente a la caridad que nos debemos a nosotros mismos y al amor que debemos a Dios.
Manuel Bretón de los Herreros, dramaturgo y poeta madrileño del siglo XIX, no creía en los teólogos y así escribió: ¡Qué dulce es una cama regalada!/¡Qué necio el que madruga con la aurora,/aunque las musas digan que enamora / oír cantar un ave en la alborada!//¡Oh, qué lindo en poltrona regalada,/reposar una hora y otra hora!/Comer… holgar…¡Qué vida encantadora,/sin ser de nadie y sin pensar en nada! //¡Salve, oh pereza! En tu macizo templo/ya tendido a lo largo, me acomodo./De tus graves alumnos el ejemplo,/Me arrastro bostezando; y, de tal modo,/tu estúpida modorra a entrarme empieza,/que no acabo el soneto de pe…rez…”. Y para el poeta León de Greiff, “La Pereza es sillón de terciopelo, /sendero de velludo…, la Pereza/es la divisa de mi gentileza.//Y es el blasón soberbio de mi escudo,/que en un campo de lutos y de hielo/se erige como un loto vago y mudo”.
Entre algunos animales, la pereza también es una virtud capital. Los carnívoros, por ejemplo, dada su dieta rica en nutrientes, después de consumir una presa grande se dedican al ocio absoluto, a la deliciosa pereza, aprovechando una sombra acogedora. No conocen la aburrición del ocio. La pereza en ellos es un recurso de economía energética. Por su lado, el hombre es un omnívoro capaz también de proporcionarse una dieta de alto contenido calórico, así que cuando tiene oportunidad de descansar, lo hace sin pereza, se apoltrona en su “sillón de terciopelo”, sin parar mientes en lo que piensen los teólogos. Cuando a los hombres se les aseguran los recursos más importantes, cuando tienen todas sus necesidades primarias satisfechas, la pereza programada en su genoma toma el comando de sus acciones. Dice un antropólogo, con acierto, que somos propensos a la haraganería social, que cuando formamos parte de un grupo, tiramos con menos fuerza, aplaudimos con menos entusiasmo, aportamos menos en una sesión de tormenta de ideas, salvo si nuestras contribuciones son registradas.
La pereza tiene un claro sentido biológico pues, a la vez que economizamos esfuerzos, liberamos tiempo para el ocio, ocio creativo, y tiempo libre para aprender y pensar. Muchas personas no se avergüenzan de su holgazanería, más aún, la consideran una virtud. Pero esta dulce molicie tiene su peligro: la obesidad, porque todo lo dulce engorda. La pereza al trabajo es un mal muy extendido; por eso dicen, no tan en broma, que el trabajo lo hizo Dios como castigo, y se inventan chistes, como aquel que dice que Si el trabajo da frutos, que trabajen los árboles, o cuando nos dicen que la pereza es la madre de todos los vicios, y como madre… hay que respetarla.
Contra pereza, diligencia, reza el refrán. Y para la diligencia se requiere un motor, que en los humanos está constituido por ansiedad, impaciencia y aburrición. La ansiedad produce una necesidad urgente de realizar actividades, la impaciencia pisa el acelerador, mientras que la aburrición, antídoto de la pereza, es un aguijón que nos invita a explorar nuevos ambientes y recursos, nuevas alternativas, que nos saca de la rutina y de la inactividad. Y tal vez sea el hombre el único animal que se aburre y tiene razones para ello. Un carnívoro es un perfecto holgazán: mientras esté con la barriga llena, la actividad es el peor castigo, y un cocodrilo satisfecho puede pasar al sol más de medio día sin mostrar el más ligero signo de aburrición.
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