Apocalípticos e Integrados
El tratado de Umberto Eco sobre la modernidad puede trasladarse hoy al porvenir del castellano
Hace ya cerca de medio siglo Umberto Eco escribió Apocalípticos e Integrados, obra en la que describía actitudes radicalmente contrapuestas ante lo que, sin entrar en mayores complicaciones, podríamos llamar el estallido de la modernidad; unos eran los que vivían en algún tipo de exaltación rebelde, mientras que otros se adaptaban gustosos o indiferentes a aquel estado de cosas. Y yo diría que ante el porvenir de la lengua castellana y su vital relación con el periodismo se da hoy una actitud relativamente parecida, que está muy presente en las redes sociales. Están los que se sublevan con gruesa incontinencia verbal contra el mero hecho de que exista una Academia de la Lengua, a la que apostrofan de “corsé lingüístico”, proclamando que el habla solo se crea en la calle y que es el usuario quien está permanentemente demostrando la vitalidad y la inventiva propia y necesaria de nuestro idioma; son los que declaman que el diccionario (DRAE) es un sarcófago, un mausoleo de palabras, al que había que preferir siempre la incontrolable armonía de la creación más libérrima; la selva contra el huerto. Pero no faltan los sumisos, los que llamaremos integrados, que se parapetan en un diccionario al que tratan con respeto sacramental. E incluso en algún modesto debate en Twitter he percibido que se me encuadraba en esa apacible falange. Pero nada más lejos de la realidad, porque rechazo por igual los dos extremos: el quietismo del diccionario entendido como un baluarte contra la novedad, o la demagogia del “inventemos que algo queda”.
El diccionario tiene hoy poco o nada que ver con lo que era hace solo unas décadas; ha pasado de una naturaleza normativa que sin duda constreñía, dividía el mundo en obedientes e insumisos, a una visión básicamente descriptiva de los cambios que la lengua, como organismo vivo, experimenta por el uso. Ese diccionario no es ya, por tanto, el padre severo, olímpico y admonitorio que regaña y reprende, sino un notario, en mi opinión hasta en ocasiones fácilmente consentidor de cambios, sobre los que uno puede, por supuesto, estar de acuerdo o ejercer su derecho a disentir, tanto desde el punto de vista del apocalipsis como de la integración.
Mi posición es la de que la construcción-invención-evolución a partir de la propia lengua es tan necesaria como inevitable —no hay razón alguna para preferir “tomar el pelo” como en España, al “mamar gallo” colombiano, tanto monta, monta tanto—, pero la adopción, traducción mostrenca de términos de otras lenguas, visiblemente en inglés, es harina de otro costal. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando “aplicamos” a una beca, en lugar de hacerlo al estudio, del apply y application de los vecinos del Norte. Y es perfectamente posible que en un día no lejano la acepción, porque toda América Latina “aplica” ya a unos u otros beneficios, sea bendecida por la Academia. Pero dando siempre una calurosa bienvenida a la realidad del cambio incesante, que, en el campo de la tecnología hace imprescindible un grado de acomodación al dominio de la lengua de Shakespeare —no me cansaré buscando un equivalente periodístico español a “chip”, y ni siquiera a “chat” que, si siempre es una conversación, lo es a través de la realidad digital— sí creo que necesitamos un escándalo de esos cambios, un lugar en el que lo nuevo repose y se habitúe, una relación de lo que se aposenta duraderamente en nuestra lengua, como quien recibe una homologación, pero no imperial, sino fiel compiladora de lo existente.
Y la apuesta es importante de cara a la continuidad del castellano o español porque sin esa antología móvil de lo que pertenece y no pertenece, la lengua correría el riesgo de la partenogénesis, de la vivisección de sí misma en partes innumerables que llegaran a no entenderse entre sí, y me parece claro que a todos los hispanohablantes y, quizá, de manera muy especial a los periodistas, nos interesa que la lengua no se detenga, pero que siga su curso con un grado suficiente, nunca opresivo de unidad. El inglés es un fenómeno completamente distinto, porque le es propia una evolución vertiginosa como consecuencia de la cual ya hay unas cuantas variantes del idioma que inventaron los anglosajones, que se están distanciando progresivamente entre sí, y, al menos yo, no deseo ese futuro para el español.
Aspiro, por todo ello, a que el diccionario recoja y no maniate, refleje y no ordene, pero también que constate donde estamos y hacia dónde vamos. Ni selva, ni huerto, sino un campo común en el que movernos con tanto concierto como libertad, y en el que puedan tener cabida tanto apocalípticos como integrados.