¡Aprende, Trump!
«Sánchez sería un caso perfecto de trumpismo, en cuanto a su vocación fundamental: sustituir en todo momento la realidad por su propia visión»
Las elecciones del 23 de julio eran diáfanas en cuanto a la sola existencia de dos posibilidades: bien la victoria del centro-derecha, en apariencia consolidada hace una semana, aunque siempre dentro de estrechos márgenes; bien la de Pedro Sánchez, si la suma de PP y Vox no alcanzaba la cima de los 176 escaños, gracias a la convergencia de una campaña a tumba abierta del presidente que ha coincidido con el parón y las tensiones internas entre el centro-derecha (PP) y la derecha (Vox).
La insistencia de Sánchez en dar la batalla por los escaños-restos en varias circunscripciones abonaba esa interpretación de que estábamos, en principio, en vísperas de una ruleta rusa. De ser esto así, y a mi juicio con mayores posibilidades para la segunda opción, el éxito del presidente sería clamoroso. Éxito para una estrategia política bien definida, y no solo para una reacción ocasional.
De ahí su significación, y no solo porque la coalición de izquierda, personal antes que orgánica, con Yolanda como ayudante de Pedro, ofrezca políticas concretas más o menos ventajosas, respecto de las que pueda ofrecer Núñez Feijóo. Este aspecto, crucial en todas las elecciones democráticas, ha pasado aquí a ser secundario. Pedro Sánchez lo ha eliminado, vaciando la campaña de todo contenido sustancial: respuesta al reto del independentismo catalán, medidas económicas concretas, política exterior (Marruecos/Sahara, Ucrania).
Ninguna muestra mejor de esa voluntad de ocultación que la ausencia de Cataluña en el extenso programa electoral del PSOE o que Sánchez se niegue en rotundo a contestar cuando los periodistas le piden su opinión sobre la advertencia de cara a futuras alianzas, formulada por Rufián. Lejos de los ciudadanos el funesto deseo de conocer qué políticas piensa aplicar en cuestiones de primera importancia. Las elecciones del 23-J se convierten en algo bien diferente, en un plebiscito sobre el poder absoluto que Pedro Sánchez ejerce y aspira a seguir ejerciendo y aún a reforzar, sobre nuestro Estado.
«Estamos ante una degradación del sistema que ha ido cobrando forma desde la formación del Gobierno de coalición»
El marco constitucional se mantiene vigente, y es inequívocamente democrático, pero Pedro Sánchez subvierte su funcionamiento al pretender que la democracia no sea un procedimiento para establecer las decisiones políticas, sino exclusivamente la plataforma en que se impongan las suyas por encima de todo. Estamos ante una degradación del sistema que ha ido cobrando forma desde la formación del Gobierno de coalición con Podemos, al calor de la crisis de la covid, y que se tradujo en la progresiva eliminación de la división de poderes, bajo su mando, partiendo del predominio total de los decretos-leyes en el procedimiento legislativo para rematar en la ofensiva para el control no menos absoluto del poder judicial (contrarrestado aquí por el PP, a costa de vulnerar las exigencias constitucionales).
La propaganda gubernamental agitó desde tiempo atrás, y ahora en la campaña con mayor intensidad, el espectro del trumpismo, a fin de presentar toda crítica como bulos y mentiras lanzados desde la derecha contra Sánchez. Solo que el trumpismo es otra cosa, por encima de una adscripción ideológica concreta. Sus rasgos, puestos de relieve en la ejecutoria política de Donald Trump, son identificables con precisión. Supone un proyecto de subversión radical del sistema democrático, consistente en su transformación en un poder personal que en su pretensión absolutista desborda necesariamente los límites, tanto de la legalidad como del pluralismo en la vida política. Para ello toma por fundamento una visión maniquea de las relaciones políticas, impuesta —y esto es un factor clave— desde la narrativa excluyente del Líder, único definidor de la verdad (y por ello emisor permanente de la ocultación y, si hace falta, de la mentira).
A partir de estas características, la larga campaña electoral de Pedro Sánchez, iniciada mucho tiempo atrás, sería un caso perfecto de trumpismo, en cuanto a su vocación fundamental: sustituir en todo momento la realidad por su propia visión, por su propio relato de esa realidad, elaborado en acuerdo estricto con sus intereses. Lo ha explicado muy bien el casi centenario Robert Jay Lisfon, psiquiatra e historiador, que en su día aportó el concepto analítico de «totalismo». El trumpismo puede ser entendido como el intento por un líder de adueñarse de la realidad, de suprimir su presencia, sometiéndola a su interesado relato, como es lógico no para proceder a un intercambio socrático, sino como legitimación y fundamento de su poder personal.
«Desde que recuperó la dirección del PSOE, dejó claro que sus competidores quedaban eliminados de la vida política»
El relato es suyo, el poder debe serlo también. Por eso la trayectoria política de Trump culmina una carrera de empresario depredador, un poco al modo del Lobo de Wall Street de Scorsese. El itinerario de Pedro Sánchez es bien diferente, arrancando de su campaña de recuperación del liderazgo en el PSOE, pero desde la covid, con el respaldo y la competencia de Pablo Iglesias, la egolatría impuso su ley, hasta llegar al punto en que no existe otra verdad que la propia, léase de sus intereses personales.
Líder con mayúscula, ejercido por Trump en los términos del dominio del macho-alfa sobre la manada. En este aspecto, Pedro Sánchez tiene una evidente ventaja. Su físico y su palabra son atractivos, es un excelente actor y no necesita acudir a las desmesuras de su predecesor, aunque ello no le impide asumir con gusto ese papel. Desde que recuperó la dirección del PSOE, dejó claro que sus competidores quedaban eliminados de la vida política y que en el partido no cabía el menor atisbo de iniciativa no tolerada. El PSOE se convirtió en una masa de leales disciplinados a Él: «Unidad, unidad». Y los comentaristas han olvidado pronto cómo quiso ejercer su predominio físico en el debate con Feijóo, impidiéndole argumentar, como si fuera una insolencia intolerable su voluntad de oposición; solo que la cachaza del político gallego frustró aquí la exhibición y de paso le retrató psicológicamente. En el debate a cuatro, esto no hubiera ocurrido al conferir el papel de atacante a la servicial Yolanda Díaz (servicial, a la vista del debate a tres).
La dimensión personal se detiene aquí. Sigue la adopción de una estrategia sometida en su aplicación a criterios rigurosamente técnicos. Las lecciones de marketing político de Ivan Redondo fueron la premisa de una organización sistemática de control y elaboración unificada de respuestas para la opinión durante la campaña electoral. La impresión es que funciona a la perfección un mecanismo similar al que estableciera Salvini en Italia y que fue calificado de la Bestia. Salvo contadas excepciones, Sánchez emite la consigna, la descalificación o el argumentario. Todo el aparato lo reproduce hasta la base y ningún signo más evidente de esa uniformidad que ver a sus ministros repitiendo como papagayos sus palabras, recogidas casi con humor por Antena 3 («Feijóo miente», «Feijóo miente», «PP-Vox, extrema derecha», «derecha extrema», etc.).
El maniqueísmo destruye la información al servicio de una propaganda tan obsesiva como rigurosa, emitida desde la pirámide de medios controlados, que funcionan como transmisores de modo mecánico: TVE, periódicos gubernamentales. La prensa nunca es neutral, pero de Le Monde o Repubblica al perro de presa contra la oposición del tipo Völkischer Beobachter hay un gran trecho que la militancia al servicio de la permanencia de Sánchez ha acortado de modo lamentable, por lo que representa ese mismo medio en la historia de la libertad.
El maniqueísmo sirve de clave de bóveda del trumpismo. En su versión autóctona, se presenta también como expresión de los intereses generales, frente al enemigo a destruir de los mismos. Sólo que Sánchez no puede hablar de intereses de España, pues se lo prohíbe su juego de alianzas con independentistas vascos y catalanes, aun cuando encuentra fácil refugio en sucedáneos como «la gente» o «la mayoría”.
«Todo resulta bien simple: él y sus aliados son los paladines del progresismo frente la conjura de PP y Vox»
La llave maestra de su presentación de las dos Españas, la buena que es la suya, y la perversa y reaccionaria de la oposición, Antiespaña cambiada de orilla, es «el progresismo». Todo resulta bien simple: él y sus aliados son los paladines del progresismo, de la voluntad de «avanzar» frente la conjura de PP y Vox, al final personificada en Feijóo, que nos quiere llevar al «retroceso», a «un túnel tenebroso». Y como hace falta un referente de apariencia histórica para acabar con la Antiespaña de hoy, volvamos a un 1936 idealizado, sin que importen los riesgos de reabrir esa caja de Pandora y la monstruosidad oportunista de saltarse el terror de ETA al elaborar esa supuesta «memoria democrática».
La construcción del mito, sin embargo, funciona y en torno a su «progresismo» Pedro Sánchez ha generado un narcisismo agresivo, sólidamente implantado en una amplia masa de opinión satisfecha con pertenecer a lo mejor de la sociedad española frente a quienes son pura reacción. También aquí la estrategia se ha aplicado con todo rigor. El PP tiene que ser reaccionario, incluso cuando presta sus votos gratuitamente a Sánchez para enmendar el engendro del sí es sí. Desde el horario de la votación nocturno en el Congreso, sin información directa de TVE, a la ausencia del propio presidente en la sesión, todo recurso fue utilizado para borrar esa infracción a la Verdad establecida desde la Moncloa. Con la alcaldía de Barcelona, la de Vitoria o la Diputación de Guipuzcoa, más de lo mismo. La derecha solo puede ser el Mal. Y si todo esto genera un clima absurdo de enfrentamiento civil, no importa, porque de ello vive la aspiración de nuestro hombre a la eternidad política. Claro que también la inseguridad de Feijóo y la voluntad de protagonismo de Vox a toda costa en las alianzas con el PP, le han favorecido en sus designios, pero el mérito fundamental es suyo.
La ventaja de Sánchez sobre Trump reside, como hemos indicado, en una capacidad de atracción política muy superior a título personal. Pero sobre todo en el rigor con que se ha preocupado por no colocarse formalmente en la infracción de las leyes, a pesar de espectaculares medidas tales como los cambios normativos sobre Cataluña. Por no hablar de chapuzas, como su viraje sobre el Sahara frente a los acuerdos internacionales, sin obtener ganancia alguna para España. Y cuando hizo falta, con la jueza que trataba de indagar sobre el 8-M de 2020, no paró hasta sofocar el intento. Ha sido un maestro a la hora de saltarse el espíritu de la ley desde lo que Feijóo ha calificado con acierto de «alegalidad». Sin duda está en condiciones de recomendarle a Trump aquello de fortiter in re, suaviter in modo. El resultado está ahí: la democracia, desfigurada; Pedro Sánchez triunfa.