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Arendt y la raíz del mal

image2792Type1 (1)En una carta a Karl Jaspers, Hannah Arendt le revelaba el título que quería asignarle a su libro de teoría política. Quiero que se titule Amor mundi, le adelantaba. Extraña designación para una reflexión sobre el fundamento de los gobiernos, el poder y las leyes. Finalmente el título de su obra fue otro: La condición humana. Desafortunado cambio.

Aquel título reflejaba con mayor claridad el proyecto del libro y, quizá, de toda la obra de la filósofa: intento de reconciliarse con el mundo. Reconciliación a través del entendimiento, del juicio y de la acción.

Aun en los momentos más sombríos, decía, “tenemos el derecho de esperar cierta iluminación”. Esa claridad no suele venir de teorías ni conceptos sino de una “luz incierta, titilante y a menudo débil” que proyectan algunos hombres y mujeres, algunas ideas, ciertas letras. La referencia lumínica a su pensamiento es interesante: la pensadora no concibe el pensamiento como ladrillos de una edificación, sino como resplandores inestables. “Yo sólo quiero comprender”, dice con una modestia poco convincente en sus Ensayos en el entendimiento. Su intención no queda capturada en una doctrina sistemática o en una teoría sellada. Su afán de comprensión radica en una dramatización de la experiencia. A pesar de la grandilocuencia que a veces secuestra su prosa, Hannah Arendt está poseída por el impulso poético, más que por la severidad científica. Pensamiento apasionado.

Hannah Arendt nació el 14 de octubre de 1906 en el seno de una familia judía bien integrada a la vida alemana. Creció en Könisberg, la ciudad de Kant, y estudió en Marburgo, la universidad de Martin Heidegger. Investigó teología, literatura griega antigua y filosofía bajo el tutelaje de Heidegger, con quien tuvo un largo romance. A pesar de su origen, se sintió mucho más atraída intelectualmente por la teología cristiana que por el judaísmo. Escribió su tesis doctoral sobre el concepto del amor en san Agustín. Fechó su nacimiento intelectual el 27 de febrero de 1933, el día que ardió el Reichstag. El fuego del Parlamento que catapultó a Hitler al poder simbolizaba la carbonización de las libertades y el disenso. Entonces Arendt dijo: “me siento responsable”. Sentía la responsabilidad de dar respuesta al desafío de un régimen abominable. Deber de hacerse cargo del tiempo en el que vivimos. Responsabilidad de comprender el totalitarismo y su antídoto: la política.

La política que abraza Hannah Arendt no es la política de la fuerza sino la política de la palabra. Rema contra Maquiavelo y contra Hobbes, esos dos bastiones de la concepción moderna de la política. La política para ella no está en el príncipe que emplea, a golpes de astucia o de ley, los instrumentos de la represión. Tampoco está en un monstruo contratado por individuos temerosos. La política está en el foro de las conversaciones. Mientras el poder para los herederos de Hobbes, es decir, para los modernos, es la capacidad de imponer una voluntad sobre otros, para Arendt “corresponde a la habilidad humana no solamente de actuar sino de actuar en concierto”. Por ello el poder no es apropiable por un individuo. Se trata de un patrimonio colectivo, de la condición de existencia de un grupo. “Cuando decimos que alguien está ‘en poder’ en realidad nos referimos al hecho de que ha sido autorizado por un cierto número de personas a actuar en su nombre”. El poder deja de ser mazo de imposición para ser concebido (para volver a ser concebido) como vehículo de comunicación.

A los veintitantos años fue arrestada en Alemania por actividades contrarias al régimen. Logró huir, primero a Francia, y después se instaló en Estados Unidos donde desarrolló una destacada y polémica carrera intelectual. Hannah Arendt empezó a escribir Los orígenes del totalitarismo en 1945 poco después de la derrota del nazismo y lo terminó seis años después. El libro se convertiría en una pieza central de la reflexión filosófica del siglo XX. Sus críticos han podido exhibir el exceso de sus generalizaciones o la debilidad de su sustento fáctico, pero no han podido desmontar el genio de su percepción. El totalitarismo del siglo XX no fue una tiranía semejante a las pasadas. Se trató de un fenómeno del todo nuevo donde todo parece ser posible —bajo la condición de que todo sea destruido antes. Nazismo y comunismo, dos gemelos a ojos de Arendt, eran una verdadera novedad histórica que iba más allá del imperio de un partido único y su terror. Artefactos ideológicos que asignaban al poder la misión histórica de borrar cualquier separación entre lo privado y lo público. El gobierno dejaba de ser constricción externa para convertirse en un dispositivo que aterroriza desde dentro a sus súbditos. El totalitarismo resulta así un régimen que altera las condiciones de racionalidad. Todas las categorías tradicionales se desmoronan bajo un Estado que desarma el sentido común (el juicio moral) de los ciudadanos.

Arendt acierta al marcar el fenómeno del totalitarismo como “la cuestión de nuestro tiempo”. Los orígenes del totalitarismo no es una lectura fresca. Es un libro disparejo, asimétrico a pesar de su intención de analizar el estalinismo y el nazismo, vago, pomposo. La crítica de Hobsbawm a su libro sobre la revolución es igualmente aplicable a su denuncia del totalitarismo: “El libro se sostiene o se desploma no tanto por los descubrimientos del autor o sus observaciones de ciertos fenómenos históricos concretos, sino por el interés de sus ideas generales e interpretaciones… Tiene méritos y no son nada despreciables: un estilo lúcido, a veces desbordado por retórica intelectual pero siempre tan transparentes para permitirnos reconocer la genuina pasión del escritor, una fuerte inteligencia, vastísima cultura, y el poder de la agudeza”. La conclusión de Hobsbawm esconde un elogio detrás de la crítica. Citando a Lloyd George, comenta que sus rayos ocasionalmente iluminan el horizonte pero dejan la escena en la oscuridad entre los flashazos.

Creo que tiene razón: el aire metafísico de sus reflexiones trasluce cierto desprecio por los hechos, un claro menosprecio por el dato. Lo que queda —y no es poca cosa— son esas poderosas radiaciones intelectuales. Los orígenes del totalitarismo no es trabajo de reconstrucción histórica ni un argumento politológico sobre el fundamento social o institucional de un régimen. Tal vez debería entenderse como una fábula. El título no es del todo preciso: más que ser un registro histórico de las causas que provocaron el totalitarismo, es un paisaje del siglo: el paisaje de la pesadilla totalitaria. Judith Schklar lo pone así: “con trozos de historia, literatura, biografía y mucha imaginación personal y especulación, desplegó y de hecho logró crear una vasta interpretación del mundo de los antisemitas y judíos y de los imperialistas y sus víctimas”. Sin duda un documento capital en la historia intelectual del siglo XX.

Lo notable de esta construcción teórica es que, a pesar de ser una vehemente denuncia de la voracidad del totalitarismo que todo lo estatiza, Arendt no se refugia en la defensa de lo privado o lo antipolítico. Por el contrario, reivindica como nadie lo ha hecho, el valor de la política. Lejos de distanciarse de ese ámbito, estaba convencida de que era necesario recuperarlo, ocuparlo, como se dice ahora. Es que no veía en la política una prolongación de la guerra, ni el nido de burócratas o apoderados. La política era para ella un tesoro de la cultura que permitía que los hombres se encontraran a sí mismos, que fueran plenamente humanos. Sólo en el espacio común de la política el hombre podría encontrar su existencia auténtica. No se es hombre en el aislamiento de lo privado, en el eco rutinario de lo mercantil. La ciudadanía, por ello, no podría ser episodio ocasional de votante, sino experiencia cotidiana de quien ejerce la libertad con otros.

Aquella obra que debió titularse Amor mundi sostiene precisamente la necesidad de vivificar el espacio público y encontrar los modos de actuar en concierto. No busca refugio en el ámbito de lo privado sino en la plaza, en los lugares de la deliberación y el encuentro. Frente al determinismo histórico y la inercia fabril, ofrece la ruta de la imaginación y la creatividad. Lo esencial del hombre consiste en su “talento para realizar milagros”, es decir, “en su capacidad de iniciar, de realizar lo improbable”. El conformismo es negación de libertad. Hannah Arendt abandera de este modo una noción de la libertad que poco tiene que ver con el sentido usual del término en nuestros días. Más que librarse de los fastidios exteriores, ser libre es comprometerse con el mundo. La suya es una visión republicana, densamente política de la libertad. En su cuarto, aislado, el hombre no puede ser libre. Lo es, si cruza la puerta para entrar a la ciudad y actúa en ella. Arendt reivindicaba la libertad de los antiguos, la libertad en la ciudad, con otros. El totalitarismo es la negación más radical de la libertad porque no solamente prohíbe la acción, sino que niega al hombre. Niega a la víctima pero también al verdugo: uno y otro, tuercas de la imponente maquinaria del Poder. No hay individuos, existe la especie; no existe el hombre, sólo la Humanidad.

Arendt buscaba apartar la política de la condena maquiavélica que la ata a la violencia, a la fuerza, al engaño. El poder, más que la imposición de una voluntad aplastando otra, debía entenderse como la capacidad de actuar en concierto. La política de los hombres no reside en los ejércitos que intimidan sino en las palabras que convencen.
Quizá por eso, el pensamiento de Arendt, a pesar de haberse concentrado en dos formas políticas prácticamente extintas, sigue teniendo una vigencia notable. El ensayista italiano Paolo Flores D’Arcais ha dedicado un libro interesante al comentar su vigencia: “el pensamiento de Hannah Arendt está entre los muy pocos que pasan la prueba del año 1989, y que han salido reforzados del impacto con el muro al derrumbarse. La rápida implosión de los regímenes comunistas ha sido en general metabolizada por el espíritu de banalidad, por una voluntad de homologación que la ha empobrecido a una tautología narcisista: en el deseo de Occidente, que está en el origen de la caída, se ha visto la prueba de la excelencia del Occidente; así como es”. Sigue el italiano: “No un exceso de política amenaza a nuestras democracias, sino un trágico déficit, puesto que ellas sustraen a los ciudadanos individuales para consignarla monopolísticamente a los señores del consenso. Realizando con ello la perversión de la política, su eclipse y ocaso”.

El ensayo más polémico de Hannah Arendt fue, sin duda, su reportaje del juicio de Eichmann como corresponsable del genocidio. La obra creó todo un escándalo en los círculos judíos. Se acusó a la filósofa convertida en reportera de ser antisemita, una traidora que convertía a la víctima en culpable de su propia desgracia. Lo que hacía ella en realidad era escapar del cuento de la víctima que implora conmiseración. Ahí, la idea del mal radical que había explorado en Los orígenes del totalitarismo se transforma en banalidad. Muchos se indignaron con el adjetivo. ¿Un genocida banal?

Enviada por el New Yorker, Arendt fue a Jerusalén para atestiguar el juicio a Adolf Eichmann, funcionario del régimen nazi a cargo de campos de exterminio. Al ver al demonio detrás del cristal blindado, vio, más bien, a un pobre diablo. Un hombre mediocre, ridículo. No era un tipo que se regocijara en el dolor ajeno, un militante convencido del deber histórico de limpiar el planeta, sino un burócrata empeñado en seguir instrucciones: un obediente. Pero no nos confundamos: Arendt no trivializa el crimen histórico. Tampoco —hasta donde alcanzo a entender— contradice su obra con el reportaje. En Los orígenes sostiene que uno de los elementos más salientes del totalitarismo es que convierte a las personas en engranajes de una maquinaria administrativa. El hombre deja de ser un agente moral para convertirse en una tuerca. De ahí que la responsabilidad moral desaparezca. Lo más monstruoso del Holocausto es, precisamente, que quienes estuvieron encargados del exterminio eran tipos ordinarios. Eichmann no era un demonio. Era algo peor: un hombre que había dejado de pensar por sí mismo. Eso es lo que provoca el totalitarismo, desde el bosquejo platónico o el clausulado hobbesiano: que los hombres dejen de pensar por sí mismos, que dejen de evaluar por sí mismos el sentido moral de sus acciones. Eichmann, como muchos otros, actuaba de cierta manera porque así lo ordenaba el Führer, porque así lo disponían las ordenanzas vigentes.

En algún lugar de Los orígenes del totalitarismo Arendt habla de la depravación del perro de Pavlov: es un animal degenerado porque ha sido entrenado para no sentir hambre cuando tiene hambre sino cuando el amo suena la campanita. Ése es el dispositivo totalitario. Ahí se cierra justamente el círculo de la obra arendtiana: en su trabajo sobre la condición humana nos invitaba a “pensar lo que hacemos”. Cuando dejamos de pensar lo que hacemos, sea por la mecánica del totalitarismo o sea también por la glotonería conformista, dejamos de actuar como agentes morales. Somos ya cómplices de Eichmann.

Jesús Silva-Herzog Márquez. Profesor del Departamento de Derecho del ITAM. Entre sus libros: La idiotez de lo perfecto y Andar y ver. http://blogjesussilvaherzogm.typepad.com/Twitter: @jshm00

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