Arendt, Schmitt y la política de «nación» de Trump
Stephen Crowley/The New York Times
Uno de los mensajes más a menudo mostrados en la Convención Nacional Republicana de 2016 fue el de la unidad. No la unidad partidista, que claramente no existe, sino la unidad nacional, un objetivo que debe alcanzarse dejando de lado la división de la política habitual. No importaba que el canto que más se escuchara de parte de los delegados fuera «construye ese muro,» una fantasía histérica de división, de la expulsión de los trabajadores indocumentados que son, ante cualquier medida razonable, integrantes de la sociedad americana.
Es fácil, y tal vez, correcto, descartar esto como el tipo de contrasentido y de doble discurso que es marca de fábrica de los republicanos, pero también es más que eso.
Al escuchar el discurso de aceptación de Donald J. Trump, me sentí como si la elección se estuviera convirtiendo en una batalla entre dos muy diferentes, aunque igualmente formidables filósofos políticos del siglo 20, Carl Schmitt y Hannah Arendt. «La distinción política específica a la que las acciones políticas y sus motivos pueden ser reducidos«, escribió Schmitt en su trabajo de 1927, «El concepto de lo político», «es la que existe entre el amigo y el enemigo.» Es una declaración que pretende ser descriptiva, en vez de prescriptiva: la distinción amigo-enemigo es central en la política de la misma manera que la distinción bueno-malo es central en la ética y una distinción entre lo bello y lo feo es central para la estética. Todas las demás cuestiones son periféricas a esta preocupación central.
Las consideraciones que Schmitt desea especialmente eliminar son las legales y procedimentales que son centrales para las defensas del estado liberal. Tales defensas, bajo su propio riesgo, ignoran las cuestiones de la política mediante la reducción de la vida pública a una constante competencia entre grupos de interés y facciones políticas sin un sentido general de propósito.
En muchos sentidos, éste ha sido el mensaje permanente de la campaña de Trump, cristalizado en su discurso en la convención. En varios puntos hizo hincapié en que su república será un sistema de gobierno bondadoso. Pero también se esforzó enormemente en identificar los grupos que representan un obstáculo para este objetivo: los trabajadores indocumentados y los terroristas islámicos. La responsabilidad de un supuesto aumento de la delincuencia fue colocada directamente a las puertas de los simpatizantes de los migrantes mexicanos y del estado islámico. La presencia de estos grupos en medio de nosotros es, según este punto de vista, lo que impide que emerja la verdadera comunidad política.
Esta identificación de enemigos es totalmente acorde con la retórica de Trump, pero al presentar el caso de forma tan rotunda él identificó amigos en formas que fueron un tanto sorprendentes dado el ambiente. A pesar de la hostilidad abierta hacia el movimiento Las Vidas Negras Importan (Black Lives Matter), evidente en la convención durante toda la semana, los afroamericanos fueron mencionados por Trump como unas víctimas de la globalización que sufren por la falta de trabajo y el deterioro urbano. Esta jugada derrumbó la división racial entre blancos pobres y negros pobres que los republicanos a menudo explotan, reemplazándola con un énfasis en la difícil situación de todos los trabajadores estadounidenses.
Aún más sorprendentes fueron los enormes aplausos en respuesta a la promesa de Trump de defender a la comunidad LGBTQ de los extremistas islámicos – un giro de los acontecimientos que pareció sorprender incluso al propio orador, quien hizo una pausa para felicitar a la multitud por su decisión de dejar de lado temporalmente una de sus intolerancias favoritas-. Este cambio alquímico fue, por supuesto, efectuado ante el crisol de Orlando, Florida. Aquí vemos cómo el sacrificio de sangre a manos de un enemigo puede alterar los términos de la amistad política, lo que permite a un grupo marginado acceder al centro de la vida política. Esta es una visión central de uno de los mejores lectores actuales de Schmitt, Paul W. Kahn, en sus libros «Violencia Sagrada» y «Teología Política«, según la cual la política estadounidense a menudo funciona de esa manera, como cuando el sacrificio afroamericano durante la Segunda Guerra Mundial fue movilizado para ampliar el consenso anti-segregacionista.
Tal es el tipo de unidad que Trump ha tratado de establecer. Acumulando odio hacia los elementos extraños dentro de las fronteras de Estados Unidos, él busca incrementar el significado de la nación como categoría. De un modo parecido al pensamiento de Schmitt sobre la soberanía, Trump imagina la nación como una entidad orgánica cuya voluntad se expresa a través de él. O dicho de otra manera, se desea restaurar las implicaciones raciales y familiares siempre en juego en su raíz latina, nationem, de nascor, nacer. De esta manera fue totalmente apropiado que a Trump lo presentara su hija Ivanka, y que durante la semana sus hijos tuvieran una mención mucho más prominente que los funcionarios habituales del partido. Se nos invita a unirnos a ellos bajo el ala benéfica de su cuidado paternal.
No todos vamos a aceptar la invitación. Y en este sentido compartiremos el escepticismo de Hannah Arendt, cuya visión central en su libro imprescindible «Los Orígenes del Totalitarismo» es que el camino hacia el totalitarismo se despeja cuando se corta el vínculo Estado-nación, cuando la nación se convierte en un grupo exclusivo que debe defenderse a sí mismo a través de acciones que residen fuera de la ley y más allá de la protección otorgada por las instituciones y los procedimientos estatales. Una vez que se acepta la lógica de un «género» nacional amenazado, de seguidas viene la acción de emergencia que amplía enormemente el ejercicio brutal del poder del Estado.
En este contexto, Hillary Clinton parece ser la arendtiana en la carrera presidencial de 2016. Un signo evidente de esto es la promesa de Clinton de admitir muchos más refugiados del conflicto sirio en los Estados Unidos. En el más famoso capítulo de «Los Orígenes del Totalitarismo«, Arendt critica duramente a todas aquellas potencias europeas y norteamericanas que negaron entrada a refugiados durante la Segunda Guerra Mundial, incluso caracterizándolas como participantes en el programa nazi de imposición de la condición de apátridas a los judíos europeos. Clinton ha señalado que no va a repetir ese error.
Clinton también es claramente mucho más estatista que Trump, y de hecho es difícil discernir en su discurso un sentido de nacionalidad separado de las instituciones y las políticas estatales -una fuente importante de su déficit emocional como política-. La suya es una política de lo posible, de avance gradual dentro de límites institucionales recibidos, generado por el tipo de larga experiencia que engendra familiaridad con el funcionamiento del gobierno.
Pero el estatismo no es un fin en sí mismo para Arendt, y sin duda podemos imaginarla teniendo dudas sobre Clinton. En un peculiar momento de acuerdo con Schmitt, Arendt lo cita en «Los Orígenes», al describir la creciente dominación del Estado y cómo la obtención de la categoría de nacionalidad en los siglos 18 y 19 llevó a élites ricas y poderosas a afirmar que se ubicarían por encima de las facciones partidistas sólo cuando conviniera a sus intereses. En un momento de acuerdo aún más peculiar, cuando posteriormente Schmitt articula su pensamiento sobre estos desarrollos en el contexto de los levantamientos de 1848 que estallaron en toda Europa, él se basa en el análisis de Karl Marx en «El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.»
Unir a estos tres filósofos políticos tan diferentes, Arendt, Schmitt y Marx, nos da una perspectiva sobre las formas en que el estatismo puro favorece inherentemente los intereses monetarios. Sin algún tipo de presión de la esfera de acción política, las palancas del Estado caen con demasiada facilidad en las manos de los ricos y bien conectados. Para Arendt esto conduce a una política donde los principios de la Ilustración como la justicia y la igualdad pierden toda relevancia y sólo se utilizan para impulsar la agenda de los poderosos.
Por eso cuando varios comentaristas de derecha e izquierda acusan a Clinton de estar en deuda con los bancos y las corporaciones, podemos imaginar a Arendt prestando mucha atención. Como se desprende de su obra «La Condición Humana«, las partes de la tradición liberal que le importaban a Arendt hacen hincapié en un espacio político donde exista el tipo de creatividad humana que tiene un efecto cívico positivo. Ella lo compara con la capacidad humana para la procreación: Del mismo modo que tenemos el poder de traer nuevos seres humanos al mundo, también tenemos el poder de traer nuevas ideas al mundo que rediseñen su entorno, creando un efecto dominó de respuestas que sean también nuevas. Esta es nuestra más alta vocación así como el máximo logro como seres sociales y políticos. Si Arendt es una liberal, es una liberal con una significativa veta cívica republicana.
Schmitt es amplia y justamente despreciado como persona y como pensador por haberse unido al partido nazi en 1933 y asimismo por negarse a someterse a la desnazificación después de la guerra. Pero sus puntos de vista sobre la forma en que la política funciona son notablemente, aunque también lamentablemente, útiles. Trump, como Schmitt, ve al gobierno de su tiempo como un fracaso, y pretende incrementar nuestra sensación de emergencia política.
En el otro extremo está Clinton, que con aplomo arendtiano arroja agua fría sobre una política tribalista – ella admirablemente no ha pagado con la misma moneda, incluso cuando ha cedido a la tentación de acudir a una política de miedo ante la monstruosidad de su oponente-. Pero si en verdad unimos nuestro destino a la filosofía política de Hannah Arendt, como muchos de nosotros lo hacemos, ya sea consciente o inconscientemente, podríamos encontrar que los dos candidatos nos dejan insatisfechos.
Feisal G. Mohamed ( @FGMohamed ) es un profesor de Inglés en el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Su libro más reciente es «Un nuevo contrato para las Humanidades: Artes Liberales y el Futuro de la Educación Superior Pública», editado con Gordon Hutner.
Traducción: Marcos Villasmil
ORIGINAL EN INGLÉS:
The New York Times
Arendt, Schmitt and Trump’s Politics of ‘Nation’
One of the messages most often delivered at the 2016 Republican National Convention was that of unity. Not party unity, which clearly does not exist, but national unity, a goal to be achieved by setting aside the divisiveness of politics as usual. Never mind that the chant most often heard from the floor was “build that wall,” a hysterical fantasy of division, of casting out the undocumented workers who are, by any reasonable measure, integral to American society.
It is easy, and maybe accurate, to dismiss this as the kind of self-contradiction and doublespeak that is the Republicans’ stock-in-trade, but it is also more than that.
Listening to Donald J. Trump’s acceptance speech, I felt as though the election was turning into a battle between two very different, though equally formidable, 20th-century political philosophers, Carl Schmitt and Hannah Arendt. “The specific political distinction to which political actions and motives can be reduced,” Schmitt wrote in his 1927 work, “The Concept of the Political,” “is that between friend and enemy.” It is a statement meant to be descriptive, rather than prescriptive: The friend-enemy distinction is central to politics in the same way that a good-evil distinction is central to ethics and a beautiful-ugly distinction is central to aesthetics. All other considerations are peripheral to this core concern.
The considerations that Schmitt especially wishes to strip away are the legal and procedural ones central to defenses of the liberal state. Such defenses ignore the question of the political at their own peril, by reducing public life to a constant competition among interest groups and political factions with no overarching sense of purpose.
In many ways this has been the message of the Trump campaign all along, crystallized in his convention speech. At several points, he emphasized that his republic will be a polity of caring. But he also strained mightily to identify the groups posing an obstacle to this goal: undocumented workers and Islamic terrorists. Responsibility for a supposed rising tide of crime was placed squarely at the doorstep of Mexican migrants and Islamic State sympathizers. The presence of these groups in our midst is, in this view, preventing true political community from emerging.
This identification of enemies was entirely in keeping with Trump’s rhetoric, but in presenting the case so starkly he freed himself to identify friends in ways that were somewhat surprising given the setting. Despite the open hostility to the Black Lives Matter movement apparent at the convention throughout the week, African-Americans received mention from Trump as victims of globalization suffering from joblessness and urban decay. This move collapsed the racial division between poor whites and poor blacks that Republicans so often exploit, replacing it with a focus on the plight of all workers who are Americans.
Even more surprising were the huge cheers in response to Trump’s vow to defend the L.G.B.T.Q. community from Islamic extremists — a turn of events that seemed to surprise the speaker himself, who paused to compliment the crowd on its decision momentarily to set aside one of the party’s pet bigotries. This alchemical change was of course effected in the crucible of Orlando, Fla. Here we see how blood sacrifice at the hands of an enemy can alter the terms of political friendship, allowing a previously marginalized group a path to the center of political life. It is a core insight of one of Schmitt’s finest current readers, Paul W. Kahn, in his books “Sacred Violence” and “Political Theology,” that American politics often works in this way, as when African-American sacrifice during World War II was mobilized to broaden anti-segregationist consensus.
Such is the kind of unity that Trump has sought to forge. By heaping hatred on foreign elements within America’s borders, he seeks to thicken the meaning of the nation as a category. In a way resembling Schmitt’s thought on sovereignty, he imagines the nation as an organic entity whose will is expressed through him. Or, put differently, he seeks to restore the racial and familial implications always at play in its Latin root, nationem, from nascor, to be born. In this way it is entirely fitting Trump was introduced by his daughter Ivanka, and that the week featured his children much more prominently than it did the usual party functionaries. We are being invited to join them under the beneficent wing of his paternal care.
Not all of us will accept the invitation. And in this respect we will share the skepticism of Hannah Arendt, whose core insight in her indispensable book “The Origins of Totalitarianism” is that the path to totalitarianism is cleared when the nation-state hyphen is severed, when the nation becomes an exclusive group that must defend itself through actions residing outside of the law and beyond the protections afforded by state institutions and procedures. Once the logic of a threatened national genus is accepted, emergency action grossly expanding the brutal exercise of state power is not far behind.
In this light, the Arendtian in the presidential race of 2016 would appear to be Hillary Clinton. One obvious sign of this is Clinton’s pledge to admit many more refugees from the Syrian conflict into the United States. In the most famous chapter of “The Origins,” Arendt harshly criticizes all those European and North American powers who had refused entrance to refugees during World War II, even characterizing them as participants in the Nazi program of imposing statelessness on European Jewry. Clinton has signaled that she will not repeat this mistake.
Clinton is also clearly much more statist than Trump, and in fact it is difficult to discern in her rhetoric a sense of nationhood standing apart from state institutions and policies — this is a major source of her emotional deficit as a politician. Hers is a politics of the achievable, of incremental progress within received institutional bounds, trained by the kind of long experience that breeds familiarity with the workings of government.
But statism is not an end in itself for Arendt, and we can certainly imagine her having misgivings about Clinton. In a curious moment of agreement with Schmitt, Arendt cites him in “The Origins,” in describing the state’s rising domination and possession of the category of nationhood in the 18th and 19th centuries leads wealthy and powerful elites to claim that they are rising above party faction only when it suits their interests. In an even curiouser moment of agreement, when Schmitt later articulates his thought on this development in the context of the 1848 uprisings that erupted across Europe, he relies on Karl Marx’s analysis in “The Eighteenth Brumaire of Napoleon Bonaparte.”
Uniting these three very different political philosophers, Arendt, Schmitt and Marx, is an insight on the ways in which pure statism inherently favors moneyed interests. Without some sort of pressure from the sphere of political action, the levers of the state fall all too readily into the hands of the wealthy and well connected. For Arendt this leads to a politics where Enlightenment principles like justice and equality are hollowed of significance and used only to advance the agenda of the powerful.
So when several commentators on the right and left accuse Clinton of being beholden to banks and corporations, we can imagine Arendt paying close attention. As is clear from “The Human Condition,” the portions of the liberal tradition that mattered to Arendt emphasize a political space for the kind of human creativity that has positive civic effect. This she likens to the human capacity for procreation: Just as we have the power to bring new human beings into the world, so also we have the power to bring new ideas into the world that reshape their environment, having ripple effects of responses that are also new. This is our highest calling, and highest achievement, as social and political beings. If Arendt is a liberal, she is a liberal with a significant civic republican streak.
Schmitt is widely, and justly, despised as a person and thinker for having joined the Nazi party in 1933 and refusing to submit to denazification after the war. But his insights on the way politics works still prove to be remarkably, if also lamentably, useful. Trump, like Schmitt, sees the government of his time as having failed, and seeks to heighten our sense of political emergency.
On the other side is Clinton, who with Arendtian poise casts cold water on a tribalist politics — she has admirably not responded in kind, even if she has frequently indulged in a politics of fear by playing up the monstrosity of her opponent. But if we truly cast our lot with Arendt’s political philosophy, as so many of us do either knowingly or unknowingly, we might find that both candidates leave us wanting.
Feisal G. Mohamed (@FGMohamed) is a professor of English at the Graduate Center, City University of New York. His most recent book is “A New Deal for the Humanities: Liberal Arts and the Future of Public Higher Education,” edited with Gordon Hutner.