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Argentina, rota y radicalizada

El fallido atentado para matar a Cristina Fernández solo va a ahondar en la división política y la crispación social en un país que si algo necesita es exactamente lo contrario

El intento de asesinar a la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, ha tenido como primer efecto el de congelar los espíritus de un país que estaba dejándose llevar en las últimas semanas por una espiral de confrontación política centrada precisamente en su figura. Después de la zozobra de los años de pandemia, Argentina discurría por una senda de división bien engrasada por la tradición peronista que rodea a Cristina Fernández, cuando se ha producido este hecho lamentable que no permite ningún debate porque ante la violencia no cabe más que la condena, pero que puede añadir un ingrediente venenoso para la convivencia en este país. Sobre todo, teniendo en cuenta las características de la víctima, que desde hace más de 25 años está en la primera línea de la política y para muchos argentinos ha estado siempre presente porque ha ocupado sistemáticamente cargos públicos –propios, vinculados a su marido u obtenidos gracias a él–, y arrastra por ello una espinosa reputación en la más inefable tradición política argentina, en la que medio país la venera y la otra mitad la denuesta, ambos con pasiones desbordadas.

Sobre el atentado en sí solo se puede concluir que hay infinidad de puntos oscuros que necesitan ser explicados. Todo lo que se sabe de lo que rodea a este lamentable incidente es un argumento para construir teorías conspirativas. Desde la aparente pasividad de las fuerzas del orden encargadas de la protección de la vicepresidenta, hasta el milagroso fallo del arma homicida en el instante preciso en el que el individuo le apuntaba, pasando por el perfil de quien llevó a cabo el ataque. Todo está lleno de interrogantes que deben ser aclarados en toda su extensión porque a partir de ahora este hecho va a ser utilizado como arma arrojadiza por unos y otros. La detención del autor no es ni de lejos el elemento que pueda servir para dar carpetazo a este asunto. En todo caso, lo que no puede suceder es que se utilice como cortina de humo para ocultar el hecho cierto de que la justicia había lanzado gravísimas acusaciones contra Cristina Fernández, nada menos que la petición de doce años de prisión por asuntos de corrupción que habrían supuesto pérdidas de más de mil millones de dólares para el país, un asunto que por otro lado se había ventilado ampliamente en la prensa porque se refiere a hechos cometidos a lo largo de su prolongada vida pública.

No es el momento de ahondar en este asunto ante la gravedad que representa la irrupción de la violencia en la vida política de un país, porque ese es un factor que cuando triunfa constituye la interrupción del Estado de derecho. Pero precisamente por ello es necesario que la justicia continúe implacable su camino tanto en un campo, el del esclarecimiento del ataque contra la vicepresidenta, como en el otro, el de las acusaciones de corrupción que pesan sobre ella. Convertir este atentado en un escudo contra la ley –utilizando además el chantaje que representan las manifestaciones populares de apoyo a la vicepresidenta, como las que ha organizado el propio presidente Alberto Fernández con gestos como el de declarar un día festivo para facilitar las movilizaciones– es una invitación a la confrontación social y la división. En un caso de corrupción política un clavo no sirve para sacar a otro, y si la viuda de Néstor Kirchner fuera declarada culpable, sus fanáticos seguidores no tendrán más remedio que aceptarlo. Cualquier otra opción causaría un daño inmenso a la democracia argentina.

 

 

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