A Marcelino Miyares, amigo entrañable, y veterano de Bahía de Cochinos
Hace 61 años, el 17 de abril de 1961, 1511 exiliados cubanos, entrenados y organizados por el gobierno de Estados Unidos, desembarcó en las solitarias playas de Bahía de Cochinos. Dos días y medio después, todo había terminado. El fracaso de la operación le costó al grupo invasor 118 muertos y 1,197 prisioneros, y a las milicias del gobierno revolucionario, 176 muertos y alrededor de 300 heridos. Trágico episodio del proceso político cubano que se inició mucho antes, la tarde del 31 de diciembre de 1958, horas antes de que el dictador Fulgencio Batista, su familia y un reducido grupo de sus colaboradores más cercanos se fugaran en dos aviones DC 3 con destino a República Dominicana.
¿El proyecto secreto de Fidel Castro?
Al revisar la documentación de la época, uno tiene la impresión de que Washington había seguido el desarrollo de la insurrección desatada por Fidel Castro con el asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, y su desembarco en el yate Granma el 2 de diciembre de 1956, con un elevado grado de imprecisión. Algo sí sabemos: en el Washington de entonces a nadie le cabía en la cabeza la idea de que lo que ocurría en Cuba, a solo 90 millas de Estados Unidos, fuera un suceso capaz de trascender sus límites geográficos y provocar profundos cambios políticos en el sur del continente. De ahí que solo fue el 18 de diciembre de 1958 cuando Allen Dulles, director general de la CIA, le advirtió al presidente Dwight Eisenhower de que un triunfo del movimiento revolucionario en Cuba podría provocar efectos contrarios a los intereses de Estados Unidos en la región.
Eisenhower quedó hondamente impresionado por la información que le daba Dulles. También sumamente molesto. ¿Por qué diablos nadie le había prevenido de los riesgos que se corrían si en efecto triunfaba la insurrección castrista en Cuba? Y así, a pesar de ser 31 de diciembre, se reunió esa tarde con Christian Herter, encargado de la Secretaría de Estado por enfermedad de su titular, el poderoso John Foster Dulles; su subsecretario para Asuntos Latinoamericanos, Roy Robottom; Gordon Gray y el general C. P. Cabell, director adjunto de la CIA. Y, por eso, después de examinar las medidas que podrían tomarse en esas últimas horas del año para impedir el ascenso de Castro al poder, aunque su decisión era del todo prematura y todavía infundada, Eisenhower planteó que ante esa eventual catástrofe que temía Dulles, se justificaba hasta una intervención militar directa de Estados Unidos en Cuba.
Lo cierto es que, para ese momento, la inmensa mayoría del país y de la opinión pública internacional presumían que el derrocamiento de la dictadura batistiana daría lugar a una rápida restauración de la democracia mediante dos acciones políticas perfectamente previsibles entonces: devolverle su vigencia a la Constitución de 1940, abolida por el golpe militar de Batista el 10 de marzo de 1952, y la convocatoria a elecciones generales libres y transparentes en un plazo no mayor de 12 meses. Recuperar ese pasado de democracia burguesa constituía el objetivo central del programa asumido públicamente por Fidel Castro y por todas las organizaciones políticas y cívicas cubanas que se habían opuesto a la dictadura, y no había razón alguna para poner en duda a priori la sinceridad de ese doble compromiso. Sin embargo, el pensamiento político y los planes secretos de Castro apuntaban en una dirección muy distinta a la de una simple restauración de la democracia en Cuba.
Por supuesto, ponerle fin a la dictadura de Batista había sido un primer paso, sin la menor duda necesario, pero sólo como pretexto. Sin embargo, resulta imposible señalar el momento exacto en que Castro tomó la decisión de fijarle a Cuba el rumbo que llevó la isla al comunismo, pero pocas semanas tardaron los hechos en dejar claro que el verdadero y subversivo objetivo de su proyecto iba muchísimo más allá de la cosmética reivindicación formal de la democracia como se concebía en todo el continente. La meta de Castro, oculta para todos menos para un pequeño grupo de hombres de su mayor confianza, era la construcción, sobre los escombros de la dictadura batistiana, de una Cuba rigurosamente nueva, revolucionaria, socialista y antiimperialista.
La alianza con los comunistas
Este objetivo probablemente lo había fraguado en sus años de estudiante en la Universidad de La Habana durante la segunda mitad de los años cuarenta, con lecturas de obras como El Estado y la Revolución, de Lenin, y discusiones políticas con otros estudiantes, casi todos militantes comunistas, como Lionel Soto y Alfredo Guevara. Y porque en esa época, en la librería semi clandestina del Partido Socialista Popular, que desde su fundación era el nombre del partido comunista cubano, situada en la calle Zanja de La Habana, conoció a Flávio Gróbart, polaco enviado a Cuba por la Tercera Internacional en los años veinte para propiciar la creación del partido en la isla. Allí y entonces se inició una estrecha relación entre los dos personajes, que se prolongaría hasta la muerte de Gróbart, muchas décadas después, y le sirvió a Castro de introducción decisiva al mundo de las grandes conspiraciones internacionales.
El periodista norteamericano Tad Szulc, autor del libro Fidel, biografía del líder cubano, registra una importante conversación que tuvo a finales de 1965 con Gróbart sobre los encuentros secretos que sostuvieron Fidel Castro, su hermano Raúl, Ernesto Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Ramiro Valdés con la cúpula del todavía Partido Socialista Popular desde enero de 1959, con la finalidad de organizar y sentar las bases de un gobierno marxista-leninista paralelo al oficial. Según Gróbart, la creación en secreto de lo que debía llegar a ser un partido unificado de las diversas agrupaciones políticas cubanas al margen de sus diferencias ideológicas, constituía el primer gran acto subversivo de la revolución. Mientras llegaba ese día, algunos cuadros revolucionarios “progresistas” o abiertamente comunistas, tendrían que ir ocupando posiciones de mando en la administración civil y militar del país para facilitar el tránsito clandestino de la Cuba liberal a la Cuba socialista.
Gróbart añadió en su entrevista con Szulc, que durante esas conversaciones, Castro, obsesionado con la idea de la unidad como mecanismo estratégico necesario para consolidar su jefatura al frente del proceso revolucionario en formación, le exigió al PSP renunciar a su autonomía y reconocer su autoridad política personal, aunque él ni siquiera era militante del partido, un hecho sin precedentes en la historia universal del comunismo. En otras palabras, que mientras el rostro oficial de la revolución parecía responder a la condicionada visión política habitual en América Latina, en las tinieblas de una nueva clandestinidad se tejían los verdaderos hilos de la trama revolucionaria y de la maquinaria que impulsaría el avance de la revolución socialista dentro de lo que parecía ser simple restauración de las formas y del fondo del pasado político cubano.
Por supuesto, Castro estaba consciente de las enormes dificultades que engendraba su proyecto. A la muy difícil integración en una sola mesa de militantes comunistas y no comunistas, en algunos casos con la participación incluso de representantes de tendencias ferozmente anticomunistas, lanzar a Cuba por el despeñadero de una revolución socialista desafiaba directamente al gobierno de Estados Unidos, que jamás toleraría la consumación de un experimento político tan opuesto a sus principios ideológicos, a sus intereses estratégicos y a sus expectativas políticas y comerciales en el mundo azarosamente inestable de la Guerra Fría, y a sólo 90 millas de La Florida.
Prepotencia y torpezas en Washington
Durante los meses anteriores al triunfo militar de Castro, la maraña informativa reinante en Washington había oscurecido la visión de los estrategas norteamericanos y, hasta el verano de 1958, los analistas de la CIA sólo se hacían una pregunta muy elemental sobre la crisis cubana: ¿Llegaría algún día Castro a aglutinar fuerzas suficientes para derrotar militarmente a Batista? Luego, tras el rotundo éxito guerrillero a la hora de enfrentar la gran ofensiva lanzada por el ejército regular cubano sobre la Sierra Maestra en el verano de 1958, se hizo evidente que la caída de Batista era sólo cuestión de tiempo. En Langley comenzó entonces a tomarse en cuenta otra incógnita, muchísimo más complicada de despejar. ¿Cuál sería la actitud de Castro, una vez conquistado el poder, en relación con Estados Unidos?
La lógica reducía las opciones del gobierno Eisenhower a la urgente necesidad de descifrar este enigma, pero en el otoño de ese año, la CIA y un sector del Departamento de Estado llegaron a la conclusión de que para evitar los daños que podría ocasionar una victoria castrista en Cuba, lo mejor era persuadir a Batista de abandonar la Presidencia de Cuba por las buenas antes de que Castro tomara el poder por la vía de la lucha armada, y sustituir la dictadura por una Junta Provisional de Gobierno, seleccionada en Washington, que convocara a elecciones en el plazo más breve posible. Sin tener en cuenta que para ese momento ya lucía inevitable la victoria militar y política de Castro, quien por otra parte de ningún modo aceptaría una componenda cuyo objetivo era dejarlo fuera del juego.
Estas presunciones llevaron a Lyman Kirkpatrick, inspector general de la CIA, a dirigirle a Batista un memorándum en octubre de 1958, proponiéndole aceptar una posible transición pacífica del régimen hacia un gobierno electo democráticamente. Batista le respondió con el más absoluto silencio, pero Kirkpatrick no renunció a su propósito y así se lo hizo saber a los más altos jefes de la CIA y del Departamento de Estado. Luego les convenció de que solo un ciudadano estadounidense que no formara parte del gobierno, pero que tuviera pleno respaldo de Washington y grandes habilidades personales para la negociación, podría asumir la tarea de promover un acuerdo entre el dictador y grupos moderados de la oposición cubana.
Aprobada finalmente su recomendación, decidieron que el elegido para llevarla a cabo fuera William Pawley, ex embajador de Estados Unidos en Perú y Brasil, quien además de ser amigo del vicepresidente Richard Nixon, conocía muy bien a Batista por haber sido gerente general de la línea aérea Cubana de Aviación en La Habana. Pocos días después, el 18 de noviembre, ante la urgencia que imponían las circunstancias, el subsecretario de Estado William Snow, el ex secretario de Estado adjunto Henry Holland, y el coronel J. C. King, director de la división Hemisferio Occidental de la CIA, se trasladaron a Miami, donde vivía Pawley, quien de inmediato aceptó el encargo y viajó a La Habana y se entrevistó con Batista, quien rechazó de plano la propuesta, el 11 de diciembre. Apenas tres semanas más tarde Batista se daría a la fuga.
Diplomacia no, guerra sí
El 10 de enero, dos días después de que Castro hizo su entrada triunfal en La Habana, Eisenhower aceptó la renuncia de su embajador en la isla, Earl T. Smith, empresario que quizá por haberse hecho íntimo amigo de Batista mantuvo desinformado a Washington sobre las limitantes condiciones políticas y militares que sentenciaban al dictador, y lo sustituyó por Philip Bonsal, diplomático de carrera con gran experiencia en América Latina, incluso en Cuba, donde años antes había trabajado en la oficina habanera de la AT&T. Sus inclinaciones políticas, sin embargo, lo hacían un personaje muy ajeno al punto de vista que ya tenía en ese momento Eisenhower sobre el conflicto cubano. Como embajador en Bolivia, Bonsal había conseguido entablar magníficas relaciones con el gobierno revolucionario del MNR, la misma visión amplia y tolerante con que luego actuó en Colombia, donde sus estrechas relaciones con Alberto Lleras Camargo y otros dirigentes liberales habían provocado la ira del dictador Gustavo Rojas Pinilla, quien por esa razón le exigió salir del país inmediatamente.
Resulta imposible precisar si Eisenhower estaba al tanto del carácter de su nuevo embajador y solo pretendía utilizar su imagen y su sensibilidad democrática para hacerle olvidar a los líderes revolucionarios cubanos el apoyo de su gobierno a Batista, pero si ese era el caso se equivocó por completo. Las relaciones entre Washington y La Habana estaban heridas de muerte por la historia y por el respaldo incondicional de Eisenhower y Nixon a la dictadura, y ni Bonsal ni nadie habría podido remediar ese entuerto.
Castro viaja a Washington
Esta convicción llevó a Castro a verificar directamente en Washington la exacta posición que adoptaría Estados Unidos frente a la nueva y revolucionaria realidad cubana. Para ello recurrió a la ayuda de un influyente periodista que lo había entrevistado en la Sierra Maestra, Jules Dubois, corresponsal en Cuba del Chicago Tribune, a quien no le costó mucho conseguir que la Asociación de Editores de Periódicos de Estados Unidos invitara al líder cubano a pronunciar una charla en la sede del Press Club en Washington.
El viaje lo inició Castro el 15 de abril. Sus planes incluían reunirse con el presidente Eisenhower, pero el viejo soldado aprovecho el hecho de que la visita de Castro no tenía carácter oficial, para ausentarse de Washington unos días y dejar en manos de su vicepresidente la tarea de recibir al visitante. El encuentro Castro-Nixon se produjo el 19 de abril, en las oficinas del vicepresidente en el edificio del Congreso. El único registro gráfico de la reunión es una foto tomada a las puertas del despacho y nos muestra a Nixon y a Castro estrechándose las manos sin ninguna emoción, pero mirándose directa e inquisitivamente a los ojos.
Según relata Nixon en el memorándum de seis páginas mecanografiadas a un solo espacio que le preparó a Eisenhower sobre la conversación de casi tres horas que sostuvo con Castro, el ya primer ministro cubano le reiteró que no había ido a Washington a discutir nuevos términos para la cuota azucarera cubana ni a buscar préstamos del gobierno de Estados Unidos, aunque sí reconoció que Cuba necesitaba inversión de capital extranjero para impulsar su desarrollo económico. Preferiblemente, capital estatal, le aclaró a Nixon, quien le replicó con cierta rudeza, “quite bluntly”, confiesa en su memorándum, que lo que Cuba necesitaba era atraer capital privado. En este sentido, le propuso a Castro seguir el ejemplo del gobernador de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín, quien al parecer de Nixon lo había logrado con mucho éxito. Por último, hablaron sobre futuras elecciones en Cuba, cada día más distantes porque Castro le comentó que “los cubanos no desean elecciones por el momento”, y Nixon le habló de su visión personal sobre el papel que debía desempeñar un líder político en la sociedad de entonces. Naturalmente, también hablaron de la futura reforma agraria cubana, pero sin analizarla en profundidad. Finalmente, Nixon se refirió a la presencia comunista en el gobierno cubano, a lo que Castro contestó que él no negaba que algunos comunistas hubieran tratado de aprovechar las circunstancias del proceso revolucionario en su favor, pero que su “gente” siempre los habían puesto en su sitio. Esta respuesta suscitó una reflexión que Nixon incluye en su memorándum: “Es la misma posición que sostuvo Sukarno cuando lo visité en Indonesia en 1953.”
La reforma agraria
Castro regresó a La Habana el 26 de abril y sorprendió a muchos al declarar que la revolución cubana no era comunista sino “verde como las palmas”, comparación con que aspiraba a negar el carácter real de su revolución, aludiendo al árbol nacional de Cuba y al color verde oliva de los uniformes del ejército rebelde. En el sector más conservador de la isla y en algunos de sus medios de comunicación se interpretó esta declaración como una reacción a supuestas presiones que habría recibido durante su visita a Estados Unidos. Sólo la estación de la CIA en La Habana no se dejó confundir por las palabras de Castro. En cable cifrado le indican a sus jefes en Langley que el discurso del primer ministro cubano “y el eco que sus palabras han tenido en la prensa cubana, son más bien una demostración de su poder para crear, con unas pocas palabras, una corriente de opinión, en este caso, favorable al anticomunismo. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que con otras pocas palabras e idéntica efectividad puede revertir esta corriente de opinión en cualquier momento.”
Castro había regresado a Cuba con la firme convicción de que nada bueno podía esperar de Washington. Fustigado por esta perturbadora certeza, al día siguiente de llegar a La Habana se encerró en la casa de Guevara en Tarará, poblado costero próximo a la capital, sede también del grupo de trabajo que venía redactando en secreto la ley de reforma agraria bajo la coordinación del capitán Antonio Núñez Jiménez, geógrafo de profesión que en los últimos meses de la guerra se había sumado a la columna guerrillera de Guevara en la sierra del Escambray. El 7 de mayo, Castro le entregó este proyecto a los miembros de su gobierno paralelo, reunido para esa ocasión en su casa de Cojímar, otro poblado costero muy conocido por ser el escenario de El viejo y el mar, el famoso relato de Ernest Hemingway, y diez días más tarde, el 17 de mayo, trasladó en avión y helicópteros a su otro gobierno, el “oficial”, que no conocía ni una sola línea de la ley, hasta su antiguo cuartel general de comandante guerrillero en La Plata, un intrincado paraje de la Sierra Maestra.
En el material fotográfico que registró ese momento para la historia vemos al presidente Manuel Urrutia, de impecable y bien planchado uniforme verde olivo, sentado junto a Castro, desaliñado y sudoroso después de dar una larga caminata por los húmedos espacios de selva tropical de sus muy recientes días de guerrillero, la camisa de su uniforme de campaña abierta hasta la mitad del pecho y el tabaco, todavía sin encender, en la mano izquierda, una caja de fósforos sobre la mesa y la pluma en ristre, a punto de estampar su firma en la ley. Alrededor de ambos, ministros de su gobierno, miembros del Ejército Rebelde y campesinos de la zona los observan impresionados.
Por supuesto, el objetivo de la ley era desmontar la estructura de la propiedad rural en Cuba, típicamente capitalista, abrumadoramente latifundista y en buena medida de propiedad o en usufructo norteamericano. Téngase en cuenta que las 13 principales compañías agrícolas norteamericanas que operaban en la isla poseían o controlaban 11 por ciento de todo su territorio, equivalentes a 25 por ciento de la geografía agropecuaria cubana. Sin embargo, las circunstancias le impidieron a Castro llegar ese día tan lejos como él deseaba, pues aún tenía muy presente la necesidad de ser, por ahora, cuidadoso y prudente. Esta razón determinó que la ley reconocía el derecho a la propiedad privada rural hasta en una extensión de 402 hectáreas, excepto en el caso particular de las tierras dedicadas al cultivo intensivo y artesanal del tabaco. En cuanto a las fincas que tuvieran una producción superior al 50 por ciento del nivel de productividad regional, el límite permitido por la ley se extendía hasta 1.342 hectáreas, pero todas las tierras alquiladas, independientemente de su tamaño y productividad, serían expropiadas. Por último, la ley establecía que el precio de las tierras sujetas a intervención del Estado, y este fue uno de los dos puntos cruciales del diferendo entre ambos gobiernos, se fijaría según el valor declarado por sus dueños en las liquidaciones del impuesto sobre la renta. El pago de las expropiaciones, el otro tema de la querella binacional, se efectuaría mediante bonos del Estado con vencimiento a 20 años y 4 por ciento de interés anual.
Si bien Washington declaró reconocer el derecho del gobierno cubano a hacer una reforma agraria, exigió que el precio de las propiedades expropiadas se ajustara a su valor de mercado y que las indemnizaciones se hicieran de contado. Al margen de estos dos puntos controversiales, el grupo de Tarará había enmascarado una trampa que sellaría la suerte política y económica de la isla y, por supuesto, de las relaciones de Cuba con Estados Unidos, pues al crear con la ley el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) como órgano encargado de gestionar la reforma, se establecía que el INRA la llevaría a cabo “en coordinación con el Ejército Rebelde”, la única institución del Estado en la que Castro confiaba y dirigía personalmente. En el acto de promulgación de la ley, Castro, primer ministro del Gobierno desde febrero y comandante en Jefe del Ejército Rebelde desde siempre, fue designado presidente del INRA. El director ejecutivo del organismo sería el asistente de Guevara y coordinador del grupo de Tarará, Núñez Jiménez. De este modo, el Gobierno oficial, que no había tenido la menor participación en la redacción de la ley, tampoco iba a tener injerencia alguna en su aplicación ni en el funcionamiento futuro del Estado. Aún no lo sabían, pero con la promulgación y puesta en marcha de la ley de reforma agraria, las relaciones entre Estados Unidos y Cuba se hicieron impracticables, y a partir de aquel instante, el único camino a seguir para los gobernantes de ambas naciones sería la guerra. De ese tema nos ocuparemos el próximo viernes, 17 de abril, nuevo aniversario de aquel gran fiasco que fue la invasión de Bahía de Cochinos.