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Armando Durán / El fin de la política en Venezuela: La actualidad (2 de 2)

 

En mi columna de la semana pasada señalé que ante el desafío que significó la aparición de Juan Guaidó en el primer plano del escenario político venezolano, Nicolás Maduro tenía dos posibles respuestas: recurrir, como Hugo Chávez y él mismo habían hecho en situaciones parecidas, a la mesa de negociaciones con la dirigencia opositora y contener el peligro con alguna convocatoria electoral, o jugárselo todo a una carta, rompiendo los tenues hilos que todavía lo ataban a las formalidades del juego político en democracia. 

En un primer momento, no le hizo el menor caso al planteamiento formulado por el nuevo presidente de la Asamblea Nacional al anunciar una hoja de ruta que comenzaba por plantear el cese de la usurpación de la Presidencia de la República y el fin de la dictadura. A fin de cuentas, no era la primera vez que la oposición asumía posiciones desafiantes, para luego acogerse a su ya habitual estrategia de “entenderse” con el régimen a cambio de algunos beneficios políticos y materiales compartidos. Y eso había ocurrido incluso después de la victoria aplastante de los candidatos opositores en las elecciones parlamentarias de 2015. Gracias a ello, a pesar de que se tenía la impresión de que esta vez sí que nos hallábamos ante el principio del fin de la “revolución bolivariana”, aquello tampoco pasó a mayores. Ni siquiera los cuatro meses de impresionantes manifestaciones de rechazo popular a las medidas de carácter totalitario aplicadas por Maduro para desactivar el carácter explosivo de lo que en definitiva podía ser consideraba como una auténtica sublevación político-electoral pudieron modificar los términos de la ecuación política nacional. ¿Por qué, debieron pensar ahora Maduro y compañía, iba a ser diferente el episodio Guaidó?

Ese fue un grave error inicial del régimen. Concentrado en su limitada visión de lo que en verdad sucedía en Venezuela, Maduro optó por no tomar ninguno de esos dos caminos y se decantó por enfrentar a Guaidó con la estrategia de hacer ver que de nuevo él aceptaba jugar de acuerdo con las reglas de un sistema democrático que en realidad ya no tenía vigencia alguna para ninguna de las partes. Una visión, desfigurada de manera irreversible por la magnitud de una crisis económica que desde 2017 ya comenzaba a dar señales de haberse convertido en crisis humanitaria, que tampoco le permitía medir los alcances de la indignación que sentía la inmensa mayoría de los venezolanos, tanto por los desafueros del régimen como por la grosera complicidad del sector colaboracionista de la oposición, cuya última traición fue desconvocar las movilizaciones de calle que acorralaban al régimen a finales de julio y comienzos de agosto de ese año, condición que les puso el régimen para convocar las codiciadas elecciones a gobernadores y alcaldes para finales de 2017, que habían sido pospuestas indefinidamente por su Consejo Nacional Electoral para evitar que se repitieran desastres similares al de las parlamentarias de 2015.

Nunca antes los venezolanos se habían sentido tan traicionados por sus dirigentes. De ahí que su respuesta a esas elecciones fue una abstención abrumadora, signo de la magnitud del repudio popular a la maniobra, que obligó a los jefazos de la alianza electoral de la llamada Unidad Democrática a levantarse de la mesa las negociaciones a la que se habían sentado desde hacía meses con el espaldarazo del Vaticano, denunciar las condiciones que con las que el régimen pretendía trampear la elección presidencial prevista constitucionalmente para diciembre de 2018 y anunciar que no acudirían a esas urnas.

Ya sabemos lo que pasó. Maduro fue reelecto en una elección arbitrariamente adelantada al mes de mayo, sin candidato opositor válido y sin electores, y cuando el 5 de enero de 2019 Guaidó le advirtió al régimen, a los venezolanos y a la comunidad internacional que si Maduro no rectificaba esa flagrante violación del orden constitucional y además insistía en juramentarse como presidente de Venezuela el 10 de enero, desde ese mismo día estaría usurpando los poderes de la Presidencia de la Republica y dejaría de ser el legítimo jefe del Estado venezolano.

Esas dos declaraciones del joven diputado conmocionaron al país y a la comunidad internacional. Ante la ilegalidad de su reelección en mayo de 2018 y la contundente denuncia de Guaidó, decenas de gobiernos democráticos de las dos Américas y del resto del mundo hicieron saber que a partir de aquel 10 desconocerían a Maduro como presidente legítimo de Venezuela. Este hecho inaudito se completó pocos días más tarde, el 23 de enero, cuando Guaidó, ante una gran concentración popular en el este de Caracas, sostuvo que la usurpación de la Presidencia de la República dejaba vacante el cargo y de acuerdo con la Constitución esa vacante le correspondía llenarla de manera interina el presidente de la Asamblea Nacional, es decir a él. Acto seguido asumió el cargo.

Tras años de insuficiencias y traiciones, ver y escuchar a un joven diputado juramentarse como Presidente interino de la República provocó en Venezuela un tremendo estallido de entusiasmo popular. Y generó dos hechos que a corto plazo dieron la impresión de que el régimen tenía los días contados. El primero fue que esa tarde, el vehículo en que Guaidó se trasladaba a su casa, en el vecino estado de Vargas, fue detenido por una comisión policial con órdenes de apresarlo. Muy pocos minutos después, sin embargo, la comisión policial abandonó el lugar de repente, Guaidó continuó tranquilamente su camino y el régimen anunció que todo había sido un error cometido por funcionarios extremadamente celosos de sus funciones. Esa misma tarde numerosos gobiernos democráticos del planeta comenzaron a reconocer oficialmente a Guaidó como legítimo presidente de Venezuela y de la noche a la mañana Guaidó pasó a ser el líder indiscutido que todos aguardaban. La esperanza renació con fuerza en el ánimo de la inmensa mayoría de los venezolanos y el futuro del país comenzó a teñirse de rosa. Después de años de espera, la política le devolvía su futuro a Venezuela. ¿O no?

Lo cierto es que los venezolanos y la comunidad internacional parecían tener sobrados motivos para sentirse optimistas. Maduro, paralizado por las palabras de Guaidó de ese 23 de enero y el impacto que produjeron dentro y fuera de Venezuela, estaba contra la pared. Pero por otra parte, la existencia de esa Presidencia paralela, sin control de la Fuerza Armada Nacional ni del aparato administrativo del Estado, no pasaba de ser una Presidencia simbólica. De ahí el anuncio oficial de Guaidó, ahora como presidente interino de Venezuela, de hacer ingresar al país, exactamente un mes más tarde, la muy abundante asistencia humanitaria internacional que se había ido almacenando en la fronteriza ciudad colombiana de Cúcuta, porque Maduro se había negado de plano a recibirla. Prueba de fuego que en teoría le permitiría al presidente de la Asamblea Nacional demostrar que tenía poder para derrotar a Maduro con hechos.

No fue así. A partir de ese 23 de febrero, las sombras comenzaron a acompañar los pasos de Guaidó, y de poco le valieron sus dos giras internacionales, primero por el sur de las Américas y meses después por Europa y Estados Unidos. Su fracaso en Cúcuta, su disparate del 30 de abril al liberar de su prisión de 5 años a Leopoldo López, principal dirigente del partido político en el que militan ambos, para convocar juntos a la rebelión de civiles y militares a derribar a Maduro sin que ese llamado tuviera respuesta civil ni militar de importancia y finalmente aceptar que representantes suyos se sentaran en Oslo con representantes de Maduro a negociar, no el cese de la usurpación sino condiciones electorales, es decir, que retomaba el diálogo que contrario a su hoja de ruta no transable que le había ofrecido al país menos de cuatro meses antes, ponía de relieve, en el mejor de los casos, que él, seleccionado para ocupar la Presidencia de la Asamblea Nacional por los partidos que nunca habían dejado de dialogar, negociar y entenderse con el régimen, era, en el mejor de los casos, el vocero obligado de esos partidos. En el peor de los casos, que a fin de cuentas Guaidó era más de lo mismo.

En Oslo primero y después en Barbados, sumado a crecientes dudas sobre la verdadera calidad de su liderazgo y las sospechas generadas por la conducta de algunos de sus colaboradores más cercanos, se fueron apagando a lo largo de la segunda mitad del año 2019 las claridades que lo iluminaban. Hasta que al iniciarse el nuevo año, ya sin el poder de convocatoria que había tenido y a medida que sus palabras se aproximaban cada día más a la insignificancia de los lugares comunes habituales del discurso electoralista de esa desgastada oposición política obsesionada exclusivamente con la idea de cohabitar con el régimen para no ser expulsados del terreno de juego, Guaidó fue presa fácil de la voracidad de Maduro y los suyos.

Lo primero fue no poder ingresar de nuevo al Capitolio Nacional, sede de la Asamblea Nacional de la que él todavía es Presidente. Después, la rebelión de algunos diputados supuestamente de oposición, que a toda velocidad pasaron a engrosar el número de diputados partidarios de Maduro, quien a su vez los instó a nombrar a otro presidente de una Asamblea Nacional, ahora paralela a la de Guaidó. Después, la convocatoria de unas nuevas elecciones parlamentarias para el próximo 6 de diciembre. Por último, la “expropiación” ordenada por el Tribunal Supremo de Justicia de los tres principales partidos de la oposición, Primero Justicia, Voluntad Popular y Acción Democrática, y el nombramiento, hecho por ese TSJ, de nuevas y convenientes autoridades partidistas para los tres.

En el marco de estos atropellos, estos tres partidos y otros 24 partidos menores, incluyendo a todos los que tienen representación en la Asamblea Nacional, denunciaron el pasado 2 de agosto la contraofensiva de Maduro y anunciaron que no participarían en las elecciones de diciembre. Pocos días después, la Conferencia Episcopal de Venezuela, históricamente crítica del régimen, le respondió a los partidos que si bien los atropellos del régimen invalidaban la legitimidad de esas próximas elecciones, peor que todo era no participar en ellas, una incoherencia que ni las sutiles habilidades dialécticas de los obispos que redactaron el documento pudieron superar. Para colmo de males, Guaidó, quien en las últimas semanas había guardado un prudente silencio, lo rompió de golpe y porrazo para anunciar que pronto consultaría a otros dirigentes políticos y sociales de Venezuela para acordar y anunciarle al país una nueva hoja de ruta a seguir desde el día de hoy. Como si la otra, la del cese de la usurpación, no hubiera existido jamás.

Este auténtico galimatías del proceso político de Venezuela tiene cada día menos sentido. Y cada día resulta más indescifrable. De ello tendremos que ocuparnos durante las próximas semanas, pero por ahora, como anticipo de las cosas que pueden ocurrir y las que no, me atrevería a señalar que en Venezuela ya no hay el menor espacio para la acción política. Por una parte, gracias a la traición de los viejos partidos y dirigentes de la oposición; por otra, gracias a Guaidó, la última esperanza frustrada que han tenido los venezolanos que siguen soñando con la democracia y la libertad. A ello se suma, y quizá eso sea lo más grave, el hecho de que Venezuela, despojada por unos y otros de su derecho a decidir, tampoco parece estar en guerra.

 

 

 

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