CorrupciónDemocracia y PolíticaDerechos humanosDictaduraPolíticaViolencia

Armando Durán: La Fiscal contra Maduro

   Todo comenzó el pasado 31 de marzo. Ese día, para sorpresa de toda Venezuela, la fiscal general de la República, Luisa Ortega Díaz, uno de los pilares fundamentales del chavismo dominante, formuló unas declaraciones explosivas: las sentencias 155 y 156 de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia violaban el orden constitucional. Era todo lo que necesitaba la oposición para disponer de la pieza clave con que terminar de armar el grave rompecabezas nacional. 

   Desde la extraordinaria jornada electoral del 6 de diciembre de 2015, el régimen perdió la iniciativa. Paso a paso, la instalación de una Asamblea Nacional con tres cuartas partes de sus escaños en manos de la oposición ataba a Nicolás Maduro de pies y manos, y el no saber cómo enfrentar este desafío imprevisto, lo obligó a reaccionar violentamente, cada vez con mayor torpeza. Una política desesperada que lo hizo equivocarse a fondo al desconocer los resultados de aquellas elecciones parlamentarias, al negar el derecho constitucional de los ciudadanos a revocar en las urnas de un referéndum su mandato presidencial y al decidir borrar del cronograma del Consejo Nacional Electoral la celebración de elecciones regionales y municipales, anunciadas para el último trimestre de 2016. La última jugada de Maduro para sacar definitivamente del tablero de juego a la oposición fueron esas sentencias 155 y 156, mediante las cuales el máximo tribunal del país eliminaba “legalmente” del mapa a la Asamblea Nacional y se apropiaba porque sí de todas sus competencias constitucionales. Entre ellas, la facultad de destituir a la fiscal general de la República y designar a su sucesor. El punto que sin duda provocó la reacción de Ortega Díaz.

   Estas dos sentencias fueron denunciadas de inmediato por la oposición. Más aún, le permitió a sus dirigentes calificar aquel desafuero de auténtico golpe de Estado y convocar al pueblo a la rebelión civil para restaurar el hilo constitucional y el estado de Derecho, rotos abruptamente por el TSJ.

   Por su parte, Luis Almagro, desde Washington, aprovechó la nueva crisis institucional que se producía en Venezuela para reintentar aplicarle al gobierno Maduro la Carta Democrática Internacional. Sin embargo, la denuncia de la oposición y la determinación de Almagro de condenar al gobierno venezolano volvían a tropezar con el obstáculo que representaba el argumento de que la denuncia de la MUD tenía carácter político y por lo tanto debía ser resuelto dentro de Venezuela mediante una negociación entre las partes. De acuerdo con esto, el papel de la OEA y la comunidad internacional debía limitarse a facilitar un diálogo gobierno-oposición.

   Esta imprevista declaración de Ortega Díaz le dio un vuelco decisivo a la situación. Al margen de sus posibles razones personales para denunciar las sentencias 155 y 156, es decir, al margen de prevenir de este modo la posibilidad de su sustitución por la vía directa de un TSJ sumiso a Miraflores, su denuncia le daba a la compleja crisis política carácter finalmente institucional. Las acciones del TSJ a lo largo del último año habían creado un gravísimo conflicto con el poder Legislativo y de pronto, con esta sentencia el TSJ ampliaba el conflicto hasta sus últimos límites. Desde ese instante, sin duda punto relevante del actual proceso político venezolano, la tesis del autogolpe de Estado y la legitimidad constitucional de las acciones que estaba dispuesta a asumir la oposición para satisfacer el derecho y la obligación de salirle al paso a cualquier ruptura del orden constitucional, convirtieron a Ortega Díaz en el más sorprendente y peligroso enemigo de Maduro. Por otra parte, su rotunda denuncia, la hacía a su vez intocable.

   Desde ese decisivo 31 de marzo, la decisión opositora de tomar las calles y no abandonarlas hasta propiciar la transición de Venezuela hacia la democracia, por primera vez en todos estos años, obtuvo una muy significativa carta de legitimidad a los ojos de la comunidad internacional, un paso imprescindible para hacer aceptable a los ojos de la región y de la Unión Europea un cambio político anticipado en Venezuela. Mientras tanto, gracias a la posición adoptada por Ortega Díaz, nada ni nadie podía de ahora en adelante acusar a la oposición de golpista: la comunidad internacional disponía al fin de un sólido asidero institucional para enfrentar al régimen bolivariano. 

   Como era de suponer, toda la artillería oficial dirigió buena parte de sus andanadas contra la fiscal rebelde, que en ningún caso podía ser sindicada de oposicionista sino todo lo contrario. Un ataque implacable, sobre todo después de que Ortega Díaz condenara el uso de tribunales militares para enjuiciar a civiles detenidos por protestar, insistiera en el derecho constitucional de los ciudadanos a protestar pacíficamente y exigiera el desarme de los grupos civiles armados, valga decir de los llamados colectivos chavistas, herederos de aquellos “círculos bolivarianos”, organizados por Diosdado Cabello y Manuel Rodríguez Torres en Miraflores desde los primeros días de 1999.

   El último y más grave movimiento de Ortega Díaz en su empeño por desarticular las artimañas de Maduro y sus lugartenientes para imponer su voluntad de perpetuarse indefinidamente en el poder al margen de la Constitución Nacional se produjo en la rueda de prensa convocada por ella para el pasado 24 de mayo, accidentada rueda de prensa por cierto, porque cuando estaba a punto de iniciarse, misteriosamente, se interrumpió el servició eléctrico en la sede del Ministerio Público.

   Al reanudarse la rueda de prensa, Ortega Díaz entró directamente en su tema de ese día, nada menos el muy lamentable caso de la muerte de joven Juan Pablo Pernalete durante la marcha opositora del 26 de abril. Según su informe a la prensa, su muerte no fue por el disparo de una “pistola de perno”, como habían sostenido Maduro y su ministro de la Defensa, el general Vladimir Padrino, con la intención de dar a entender que el asesino era un improvisado pistolero de la propia oposición, sino por el impacto de una granada de gases tóxicos efectuado a quemarropa por un efectivo de la Guardia Nacional. Para ser precisa, indicó Ortega Díaz que la autopsia que se le practicó al joven asesinado, concluyó que la causa de la muerte de Pernalete fue un paro cardiaco a consecuencia un golpe, el impacto de la bomba en el pecho, que le fracturó el esternón y algunas costillas, huesos que a su vez le perforaron el pulmón izquierdo.

   La respuesta del régimen no se hizo esperar. Primero lo hizo al general Néstor Reverol, ministro de Justicia e inmediatamente después Padrino López. Ambos le respondieron a Luisa Ortega. Ambos acusaron a la fiscal de ofender el honor de la Guardia Nacional y Padrino López llegó al extremo de denunciar que “Ortega Díaz había perdido su lealtad revolucionaria”, como si esa supuesta fidelidad partidista fuera, y tuviera que ser, mucho más importante y válida que la verdad y la justicia.

   En todo caso, estas declaraciones, y las decisiones que seguramente vendrán porque esta vez Ortega Díaz tuvo la audacia de meter el dedo hasta el fondo de la llaga militar que hoy por hoy afecta mortalmente a la Guardia Nacional como componente del universo castrense venezolano, y eso, en estos días que corren, constituye un ingrediente demasiado alarmante para que Maduro vaya a tolerarlo así como así. Entre otras razones, porque para nadie es un secreto que la última palabra en el desenlace que tarde o temprano tendrá la actual y terminante crisis política venezolana dependerá de la posición institucional que asuma la Fuerza Armada Nacional. No porque a algunos de sus miembros se les ocurra tomar eso que desde el régimen llaman atajos golpistas, sino porque resulta imposible saber con exactitud qué ocurre realmente dentro de los cuarteles y nadie se atreve tampoco a vaticinar qué ocurrirá mañana, pasado mañana, algún día, si los efectivos de la Guardia Nacional se negaran a seguir reprimiendo con escandalosa ferocidad las manifestaciones pacíficas que se producen a diario en las calles de toda Venezuela. Mucho menos si llegados a ese punto de no retorno Maduro se atrevería a encargarle a su ministro de la Defensa ordenar que los efectivos del ejército repriman las marchas de venezolanos indefensos con armas de guerra. Y eso, si Padrino López acatara la instrucción de su Comandante en Jefe, precipitaría de lleno a Venezuela en las honduras de una dimensión desconocida y letal.

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba