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Armando Durán / La no-investidura de Núñez-Feijóo

   “¿Se odian ustedes tanto?”

   Esta devastadora pregunta la formuló la única representante de la Coalición Canaria en el Congreso de los Diputados durante su breve intervención en el debate parlamentario previo a la derrota de Alberto Núñez-Feijóo como candidato a la Presidencia del Gobierno español. Y tenía razón. Más que un debate, aquello había sido un agrio concurso de insultos e improperios personales, cuyo desenlace estaba previsto desde que se conocieron los resultados de las elecciones generales del pasado 23 de julio.

   En esa jornada electoral, la alianza PP-Vox resultó ser la alternativa más votada, pero solo logró sumar 172 escaños, a cuatro de la mayoría absoluta necesaria para formar un gobierno estable. Con el añadido de un escollo insalvable, pues la única fuente donde buscar esos cuatro votos eran los partidos nacionalistas vascos y catalanes y ninguno de ellos estaba dispuesto a negociar nada con el candidato de Vox, ni Vox continuaría apoyando a Núñez Feijóo si representantes del PP se sentaban a negociar con catalanes y vascos. Pedro Sánchez y el PSOE sí estaban dispuesto a negociar el precio que los partidos nacionalistas le ponían a sus votos y eso hicieron, aunque muy pronto verían que ese precio resultaba imposible de satisfacer.

   Al negarle el parlamento español su confianza a Núñez Feijóo, el derrotado candidato del PP y Vox, como el zorro de la fábula de Esopo, aceptó su derrota con retórico distanciamiento emocional. “Hemos perdido la votación, pero ganamos el debate”, sostuvo Cuca Gamarra, portavoz del PP en el Congreso, al darse por terminada la fallida sesión de investidura. “Ha valido la pena”, declaró por su parte Núez Feijóo, pero a pesar de estas declaraciones y del público respaldo que le manifestaron ese mismo viernes 29 de septiembre, allí terminó su breve singladura como líder del Partido Popular y de la oposición al gobierno de Sánchez. No obstante, más allá de sus deseos e ilusiones, tampoco podía Sánchez jactarse de haber resistido con éxito esta última arremetida de sus más acérrimos enemigos, ya que de inmediato, en declaración conjunta de Junts y Esquerra Republicana, compromiso convalidado por  mayoría en el Parlamento catalán, a Sánchez ya no le bastaría ahora ofrecer amnistía a los imputados por la rebelión separatista catalana del primero de octubre de 2017.  Ahora, para contar con los votos catalanes y ser reelecto presidente del Gobierno debía comprometerse a aceptar la celebración de un referéndum en Cataluña sobre la independencia de la región.

   De este modo, la derecha y la izquierda española pasaron a ser las víctimas de ese equilibrio inestable de minorías sometidas de pronto, inexorablemente, a la voluntad separatista de Carles Puigdemont, el expresidente de la Generalitat catalana prófugo de la justicia española precisamente por haber proclamado unilateralmente la independencia de Cataluña, un paso en falso que ahora, a punto de cumplirse su sexto aniversario, pasó a ser la exigencia central de Junts y Esquerra Republicana a Sánchez y al PSOE de reivindicar aquel atropello anticonstitucional a cambio de los votos catalanes y la Presidencia del Gobierno, o sea, un grosero chantaje de lo tomas o lo dejas, que, por supuesto, el PSOE rechazó de plano. Si este impase no se resuelve antes del próximo 27 de noviembre, fecha en la que se cumple el plazo constitucional de dos meses para que el Congreso elija a un nuevo nuevo presidente del Gobierno, el rey, en su condición de jefe del Estado, tendrá que disolver el Senado y el Congreso de los Diputados y convocar a nuevas elecciones generales para mediados de enero del año que viene.

   Un análisis sencillo de esta situación arroja una muy penosa conclusión. La virtud de la transición de la dictadura franquista a la actual democracia parlamentaria en 1978 fue que todos los dirigentes políticos del momento entendieron que la historia le daba a los españoles una segunda oportunidad, pero siempre y cuando mordieran el freno y no volvieran a caer en la suicida tentación desintegradora que había desembocado en cruenta guerra civil y cuarenta años de feroz dictadura, tragedia anticipada por José Ortega y Gasset en 1922, con la publicación de su libro España invertebrada.

   Según Ortega, tras la separación de sus provincias españolas en América, España se precipitó en el abismo de un proceso de desintegración por culpa de lo que él llamó entonces “el particularismo”, perfectamente presente, decía, en los movimientos separatistas vascos y catalanes, grupos sociales que, tal como había ocurrido con los movimientos independentistas en América, “dejan de sentirse a sí mismos como parte (de un todo) y, en consecuencia, dejan de compartir los sentimientos de los demás.” Luego añadía que estos regionalismos, que en el fondo eran un problema sentimental sin solución, había que “conllevarlos”, pues a fin de cuentas no eran sistemas alarmantes por lo que tenían de afirmación nacionalista, sino por lo mucho de negativo y confuso con que contaminaban ese histórico proceso de desintegración que desde la Edad Media alteraba a fondo la vida de España. Exactamente es lo que acaba de ocurrir ahora en el Congreso de los Diputados y lo que a todas luces seguirá ocurriendo: que lo que en un principio era una controversia política entre izquierdas y derechas ha terminado siendo una áspera confrontación sentimental, en este caso, con el falso dilema entre amnistía o no y entre referéndum catalán o no, como planteó Núñez Feijóo en su intervención este viernes. Ni más ni menos lo que Puigdemont ha planteado desde su exilio belga, a pesar de contar con una mínima pero decisiva representación parlamentaria, con la ventaja de que él es el único protagonista del drama que ya nada tiene que perder y todo por ganar. Un desafío de consecuencias imprevisibles que le presenta a todas las fuerzas políticas del país, pues de no dar su brazo a torcer en cuanto al referéndum, opción que por otra parte sería imposible de aceptar, condena a España y a los españoles a la zozobra que significa celebrar nuevas elecciones generales a sabiendas de que sin modificar substancialmente la relación de fuerzas, resultarían tan insuficientes como las del 23 de julio, se iniciaría así una etapa la continuidad de un atolladero de ingobernabilidad, combustible que a su vez alimentaría el fuego de los extremismos de uno y otro lado del diferendo.

 

 

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