Armando Durán / Laberintos: 31 años después del 4 de febrero ( 1 de 3)
El sábado pasado, 4 de febrero, se cumplieron 31 años de la intentona golpista de Hugo Chávez contra la democracia venezolana, sistema político que durante décadas había hecho de Venezuela un ejemplo político y social a seguir en una América Latina sometida a los rigores de viejos caudillos militares y políticos corruptos. Fue una conmemoración casi clandestina, porque en el curso de los últimos años, Nicolas Maduro, el heredero seleccionado por Chávez antes de morir, trataba de sepultar a su mentor en el olvido. Esta ingrata decisión la denunciaron hombres que gozaron de la confianza de Chávez y después fueron dejados de lado por Maduro, como los exministros Rafael Ramírez y Andrés Izarra. Ambos denunciaron duramente a Maduro de haber implantado en la Venezuela otrora chavista un régimen neoliberal y Maduro, indignado, los acusó de todo sin piedad.
Esta suerte de cisma interno del régimen no es nuevo, tiene mucho que ver con la más reciente historia política de Venezuela y requiere que hagamos un poco de historia para no confundirnos. Desde esta perspectiva, me parece oportuno recordar que el fin de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, colocó al país ante el inmenso desafío de fijarle a Venezuela un derrotero nuevo, realmente democrático, ajeno por completo al pasado de Venezuela y a la desmesurada ambición de poder de militares que aspiraban a gobernarla como si el país fuera un cuartel. Hasta esa fecha este había demostrado ser un objetivo inalcanzable, pero en esta ocasión se consiguió garantizar su estabilidad gracias a que los dirigentes de la amplia alianza que lograron construir para enfrentar la dictadura, renunciaban ahora a seguir identificando el destino de Venezuela con sus intereses partidistas y personales.
Esa firme y sana voluntad democrática le dio un piso sólido a la naciente democracia venezolana y le permitió sortear con éxito las muy reales amenazas de un pasado dictatorial que se negaba a morir y, resistir, desde el primero de enero de 1959, la tentación que le presentaba el mal ejemplo que daba a toda América Latina la proeza militar y político del movimiento revolucionario promovido en Cuba por Fidel Castro, un joven y desconocido abogado cubano transmutado en jefe carismático de un ejército popular que había sido capaz de derrotar, política y militarmente, la feroz dictadura de Fulgencio Batista.
El virus de la montonera cuartelaria y el ímpetu de una juventud latinoamericana seducida por el llamado que se le hacía desde Cuba se estrellaron en las convicciones que fortalecían al espíritu democrático de los venezolanos. Cuarenta años después aquella doble amenaza parecía haberse disipado para siempre, pero lo cierto es que nuevos escollos entorpecían el porvenir de la democracia venezolana. De manera muy especial, el hecho de que las elites venezolanas, cegadas por la convicción de que el sistema político estaba consolidado y que la riqueza petrolera del país era más que suficiente para satisfacer las insaciables exigencias del Estado y de buena parte de sus ciudadanos, no percibieron el progresivo e inevitable envejecimiento del régimen. En el fondo, por ser más ricos, se sentían más poderosos que los caudillos provincianos del pasado. Sin embargo, tras esa extravagante fantasía de grandeza, secreta pero inexorablemente, la conciliación de las élites sobre la que se sostenía la democracia venezolana desde 1958 se había ido transformando en un sinuoso y pragmático entendimiento de las cúpulas partidistas, los grandes grupos económicos y las organizaciones sindicales. Dentro de este nuevo marco de relaciones de poder se pasaba por alto la urgencia de resolver la discrepancia cada día mayor entre una renta petrolera que en términos reales decrecía y una población dependiente casi exclusivamente de ella que, en los primeros 25 años de aquella esperanzadora democracia, se había duplicado. Ni siquiera después del llamado “Caracazo” se mostraron estas élites dispuestas a reflexionar sobre el carácter catastrófico de la situación, pero el teniente coronel Hugo Chávez, que llevaba años conspirando en los cuarteles, sí percibió que había llegado su momento.
Su intentona de tomar el poder por asalto fracasó militarmente aquel infausto 4 de febrero de 1992, pero él supo convertir su derrota en una gran victoria política. Exactamente lo que había ocurrido en Cuba con el fracasado ataque de Fidel Castro y 160 jóvenes seguidores suyos al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, segunda fortaleza militar de la isla. La diferencia entre aquella aventura y la intentona golpista de Chávez fue que mientras Castro no renunció en ningún momento a la lucha armada como única estrategia válida para combatir la dictadura, Chávez, tras su fallido intento militar, al salir menos de dos años después de prisión, le dijo adiós a las armas y emprendió una circunvalación electoral que muy poco después, el 6 de diciembre de 1998, lo condujo a la Presidencia a punta de votos.
Cuatro años antes, el 13 de diciembre de 1994, Chávez había viajado a La Habana, donde Castro lo recibió con un abrazo que marcaría el rumbo de una alianza estratégica entre el acorralado régimen cubano y el ambicioso proyecto político que se proponía desarrollar Chávez en Venezuela, pero con dos diferencias muy significativas. La primera, que la Presidencia de Chávez no era fruto de una victoria militar, sino de un triunfo electoral, y que entre uno y otro suceso el derrumbe del muro de Berlín en noviembre de 1989 había provocado a su vez el fin de la Unión Soviética, del bloque de naciones socialistas y de la guerra fría. Por esas razones, el propio Castro, huésped de honor en la toma de posesión de Chávez en febrero de 1999, advirtió desde el Aula Magna de la caraqueña Universidad Central de Venezuela, que aunque los objetivos de ambas revoluciones eran los mismos, los medios para alcanzarlos tenían que ser necesariamente distintos. Y le pidió públicamente a los “camaradas” venezolanos no exigirle hacer a Chávez lo que “nosotros hicimos hace 40 años.”
Aquella fórmula que planteó Castro constituía una misión imposible. Como antes de Sócrates había señalado Parménides, “solo el ser es y el no ser no es.” Más o menos lo que nos avisa el dicho popular venezolano, de que una cosa es la “chicha” y otra la “limonada.” Es decir, que se hace la revolución con todas sus consecuencias, como había hecho Castro en Cuba, o se hace una revolución a medias, como pretendía Chávez, para no romper del todo los tenues hilos que unían su Presidencia a la realidad burguesa de Venezuela, aunque ese sí quiero pero no puedo condenaba el engendro resultante al más rotundo de los fracasos, como le ocurrió a Chávez. Y, sobre todo, a Maduro.
La contradicción entre ese punto que decía Chávez ver a lo lejos y las limitaciones formales que condicionaban la marcha de su gobierno, contaminaban fatalmente la supuesta naturaleza revolucionaria de su proyecto, que en todo momento careció de una auténtica definición ideológica. Chávez había intentado hacerlo en el año 2002 con la aprobación de una serie de decretos leyes que modificaban la estructura política y administrativa de Venezuela, y provocó su derrocamiento y prisión el 11 de abril. Intento hacerlo de nuevo al convocar la celebración de un referéndum constitucional a celebrarse el 2 de diciembre de 2007 para hacer de Venezuela un Estado comunal mediante la modificación de 69 artículos de la Constitución, pero nunca sabremos los resultados reales de aquella votación, porque el Consejo Nacional Electoral tardó 5 días en dar sus resultados “definitivos”, con 94 por ciento de los votos escrutados, mal intencionada demora como artilugio para encontrar la forma de negarle la victoria al No de la oposición, aunque al final no pudo hacerlo y se limitó a reconocer la derrota del oficialismo pero por menos de un punto de diferencia.
Fue un instante crucial del proceso político venezolano, pues a partir de entonces, Chávez se propuso imponer, por la vía de los hechos, lo que las urnas del referéndum le habían negado. Una decisión que precipitó a Venezuela por el despeñadero de una crisis política, económica y social sin precedentes, acentuada poco después por la enfermedad y muerte de Chávez y por el ascenso a todas luces fraudulento de Nicolás Maduro, heredero designado a dedo por el propio Chávez desde su lecho de muerte.
La consecuencia de este forzoso cambio de timonel en medio de la tormenta ha sido el gradual entierro del viejo proyecto “revolucionario” de Chávez y hasta el olvido oficial de su existencia, como si nunca hubiera existido, cisma interno del régimen y triunfo de un pragmatismo cada día más neoliberal y salvaje. Tema del que nos ocuparemos la semana que viene.