Armando Durán / Laberintos: 31 años después del 4 de febrero (2 de 3)
EN ESTE ENLACE ESTÁ LA PRIMERA PARTE DE ESTE TRABAJO:
Armando Durán / Laberintos: 31 años después del 4 de febrero ( 1 de 3)
Hugo Chávez justificó su intentona golpista del 4 de febrero de 1992 con el falso argumento de que el gobierno de Carlos Andrés Pérez era un gobierno corrupto. Por supuesto, nadie le hizo el menor caso. Desde el primer momento, dentro y fuera de Venezuela, fue percibido como un inaceptable salto atrás en el proceso político venezolano. Por esa razón, la inmensa mayoría de los gobiernos del planeta, desde George Bush hasta Fidel Castro, de inmediato condenaron el pronunciamiento militar y se solidarizaron incondicionalmente con Pérez y con la democracia venezolana. Dentro del país, incluso José Vicente Rangel, reconocido dirigente de la izquierda socialista, dos veces candidatos presidencial y años más tarde el civil de mayor peso en el círculo íntimo de Chávez, calificó la fracasada intentona como un golpe contra el pueblo.
En medio del estupor reinante en aquellos días, nadie puso en duda que Chávez tenía razones mucho más complejas que sus imputaciones al gobierno de Pérez. El hecho de que desde su prisión en la cárcel de Yare comenzara a escribirse con los “carapintadas” argentinos le añadió a la confusión del momento un ingrediente que oscureció aún más el horizonte político nacional. Mucho más cuando al salir de prisión viajó a Buenos Aires para conocer en persona a los coroneles golpistas Aldo Rico, Raúl De Sagastizabal y Raúl Seineldin, y cuando desde allí expresó su deseo de cruzar el río de la Plata para reunirse en Montevideo con el general Liber Seregni, fundador y entonces principal dirigente del Frente Amplio, alianza fundada en febrero de 1971 por los partidos y organizaciones políticas socialistas de Uruguay. El encuentro que no se dio, porque el general se negó a recibir a un teniente coronel que él consideraba golpista.
Sin embargo, durante sus casi dos años de prisión, Chávez había ido tejiendo firmes lazos de amistad y cooperación con figuras importantes de la izquierda venezolana, y al salir libre contó con el apoyo de algunas de ellas, como el propio Rangel y Luis Miquelena, quienes desempeñaron un papel decisivo en la conversión de aquel movimiento militar en movimiento político con un programa revolucionario de izquierda antisistema, y le hicieron ver a Chávez la opción de decirles adiós a las armas y emprender la circunvalación electoral para conquistar el poder por el tortuoso sendero de las formalidades de esa democracia burguesa que pretendía borrar de la faz de la Tierra.
Es decir, que dos años después de aquel 4 de febrero, sobre todo después del viaje de Chávez a La Habana y de sus discursos del 14 de diciembre de 1994, por la mañana en la Casa Bolívar, situada en el corazón de la Habana colonial, y por la noche en el aula magna de su Universidad, su imagen y la naturaleza de su liderazgo comenzaron a cambiar tan radicalmente, que al cumplirse el sexto aniversario de su intentona, en el marco de la campaña electoral que en diciembre de aquel año 1998 finalmente le abrió de par en par las puertas del palacio de Miraflores y puso en sus manos la posibilidad de hacer realidad su proyecto de reproducir en Venezuela la experiencia de la revolución cubana, sostuvo, en entrevista publicada aquel día en el diario El Nacional, que “el 4 de febrero es una fecha de esas que marcan el fin y al mismo tiempo el inicio de algo. Es una herida mortal al Pacto de Puntofijo. Me refiero a esta farsa que llaman democracia. El Movimiento Quinta República (MVR) ofrece un proyecto. Mi propuesta es la Constituyente. Convocar al pueblo a opinar, a echar los cimientos de un país con democracia verdadera.”
Un objetivo que respondía exactamente al objetivo que anunció la noche del 14 de diciembre de 1994, cuando concluyó su discurso de 29 minutos ante un Fidel Castro que no salía de su asombro, expresando su deseo de que “algún día esperamos venir a Cuba en condiciones de extender los brazos y mutuamente alimentarnos en un proyecto revolucionario latinoamericano, imbuidos como estamos desde hace siglos, en la idea de un continente latinoamericano y caribeño integrado como una sola nación que somos.” Para luego, mirando directamente a los ojos de Castro, concluir sus palabras afirmando que “nosotros estamos convencidos de que el pueblo venezolano, con la espada de Bolívar, va a hacer realidad su sueño.” El de Bolívar y el de Fidel.
El resto es historia perfectamente conocida. De manera muy especial, porque con la muerte de Ernesto Che Guevara en Bolivia el 9 de octubre de 1967, se había desvanecido el sueño cubano de la lucha armada como estrategia para tomar el poder en el resto de América, un cambio de rumbo impuesto por Leonidas Bréznhev, primer ministro soviético desde 1964 hasta el día de su muerte 18 años después, quien después que la victoria electoral de Salvador Allende en noviembre de 1970 le hizo ver a Castro que tal vez esa manera “democrática” de conquistar el poder, ahora le interesaba a Moscú para llegar a llegar a un forzoso entendimiento con Washington. Un espejismo que duró hasta el derrocamiento de Allende, en septiembre de 1973. Calamidad que condenó a Cuba a vivir de la caridad soviética y desde finales de los años ochenta a hacer un borrón y cuenta definitivo con América Latina, hasta que en diciembre de 1998, se llevó la sorpresa de su vida al descubrir que un solitario y más bien desconocido ex golpista venezolano le devolvía la esperanza de la resurrección.
Esta imprevista novedad impulsó al líder cubano a recomendarle a Chávez morder el freno que por su cuenta le proponían al venezolano Rangel y Miquelena. De ahí que, durante los actos de su primera toma de posesión presidencial en febrero de 1999, Castro le pidiera a los partidarios del nuevo gobierno no exigirle a Chávez hacer lo que ellos habían hecho en Cuba cuarenta años antes. Una moderación extrema necesaria para evitar, en un mundo sin guerra fría, sin comunidad socialista y sin Pacto de Varsovia, lo que le había ocurrido a Allende, constituía una lección que no debían olvidar. Solo que Chávez era demasiado joven, demasiado impetuoso, demasiado seguro de sí mismo, y tras la redacción y aprobación en referéndum de una nueva constitución redactada a la altura exacta de su proyecto político, y después de convocar y ganar elecciones generales adelantadas para reconformar el Estado y los poderes públicos de acuerdo con las coordenadas trazadas por esa nueva Constitución, creyó que había llegado el momento de dar un gran salto adelante. En el marco de esa realidad, y en el mayor de los secretos, Chávez ordenó dictar cuatro docenas de decretos leyes destinados a modificar a fondo la estructura del Estado y de la administración pública, pero también la estructura económica capitalista de Venezuela, como paso imprescindible para demoler la presencia del sector privado de la economía.
Fue un traspiés que casi le cuesta perder en un instante lo mucho que había conseguido desde su fracaso el 4 febrero de 1992, pero la suerte por una parte, y la falta de una conducción acertada de sus enemigos políticos por la otra, le permitieron recuperar ese poder menos de tres días después, pero a cambio de entender y aceptar la robustez que conservaban los hilos de la legalidad burguesa. Si por ese camino de calculada prudencia había conquistado el poder en las urnas electorales, a partir de ese afortunado retorno a la cima de la montaña, ahora tendría que apartarse del despeñadero juvenil de los deseos imposibles y la improvisación, y seguir jugando un rato más con las cartas marcadas por esa legalidad que él aspiraba liquidar para siempre, hasta que llegara el momento oportuno y solo entonces, seguro de la firmeza del terreno que pisaba, daría un primer paso hacia ese punto que él veía, allá, en el horizonte. Y después otro, y más adelante otro más, hasta comprobar que gracias a su voluntad y a su astucia podría dar el paso final y definitivo. Solo que después de todo, como Sísifo, no pudo eludir lo ineludible, un desenlace del que nos ocuparemos la semana que viene.