HistoriaPolíticaViolencia

Armando Durán / Laberintos: 4 de febrero, 30 años después

 

Al filo de la medianoche del 3 al 4 de febrero de 1992, un grupo de oficiales del ejército, encabezados por el teniente coronel Hugo Chávez Frías, trataron de derrocar al gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez y tomar el poder a cañonazos. En la Venezuela democrática de entonces, nadie en su sano juicio se lo podía haber imaginado. Años más tarde, en junio de 2004, el grupo editorial Random House Mondadori, publicó Venezuela en llamas, el primero de mis tres libros sobre la desoladora crisis política desatada por aquella aventura golpista. Yo destacaba en su introducción que, desde esa primera aparición de Chávez en el escenario nacional, su personalidad y sus acciones estarían marcadas por la controversia,  contradicciones y una continua turbulencia.  “Confuso en materia ideológica”, señalaba, “e incomprensible en cuanto a sus motivos y verdaderas intenciones, las complejidades del personaje y del proceso político que puso en marcha aquella medianoche inesperada continúan siendo un reto sin precedentes.”

 

Treinta años después, la confusión se ha disipado aunque solo a medias, pero mi análisis de aquel trágico suceso conserva su catastrófica vigencia, y hoy, 4 de febrero de 2022, me parece una ocasión propicia para recordar algunos párrafos del libro sobre las causas que lo provocaron, los entresijos del terremoto que generaron y las cada día más asfixiantes consecuencias de lo que fue un sobresalto histórico que suponía imposible en la Venezuela de entonces.

 

En primer lugar, recordaba, “la democracia en Venezuela era una experiencia política reciente. Surgió, exactamente, el 23 de enero de 1958, día en que huyó del país el dictador Marcos Pérez Jiménez. A lo largo de las dos décadas siguientes, los mecanismos institucionales de la naciente democracia funcionaron satisfactoriamente, incluso para derrotar, política y militarmente, a sus enemigos de derecha y de izquierda. Durante ese período también se desarrolló en Venezuela una sólida clase media de profesionales, técnicos y pequeños comerciantes. Hasta la población de menores ingresos podía afrontar su futuro con relativa seguridad. La riqueza del petróleo, al parecer inagotable, financiaba el sueño de casi todos y garantizaba una notable movilidad social. A mediados de los años 70, Venezuela era el espejo en que millones de latinoamericanos, acosados por la persecución política y los agobios económicos, trataban de mirarse, con una mezcla de envidia y admiración.”

 

Lamentablemente, los gobiernos de la Venezuela democrática, ilusionados con la apariencia de esa realidad, no pudieron deslastrarse de la tradición de los viejos caudillos del siglo XIX. Sobre todo, porque a pesar de ser civiles, por ser más ricos, se sentían más poderosos. El petróleo daba pie, incluso, a las fantasías más extravagantes, aunque la realidad, mientras tanto, se abría paso secretamente a medida que la renta petrolera dejaba de ser suficiente para satisfacer las demandas insaciables del Estado y de buena parte de la población. Hasta que un día, el viernes 18 de febrero de 1983, el espejismo de la multiplicación de los panes se hizo añicos de improviso. Después de 20 años de estabilidad cambiaria, el gobierno de Luis Herrera Campíns anunció ese día la devaluación de moneda nacional, de 4,30 bolívares por dólar a 7,50 y le impuso al país un régimen de control de cambios que, en muy diversas modalidades, todavía acorrala a los venezolanos. Más allá de cualquier examen, aquella decisión puso en evidencia la frágil situación de la economía, de las finanzas y del futuro del país. El estallido inevitable de esta bomba de tiempo se produjo seis años más tarde, el 27 de febrero de 1989, cuando el caos, los saqueos y la violencia del llamado Caracazo incendiaron la capital venezolana durante tres días. Venezuela no volvería a ser jamás lo que había sido. Como advertía hoy mismo en declaraciones a la prensa española Peter Sloterdijk, quizá el más influyente filósofo alemán de estos tiempos, “la ira surge allí donde se impone la decepción, y la decepción aumenta cuando las promesas no se cumplen.”

 

Precisamente en esa intrincada y decisiva encrucijada de la historia nacional, Chávez comprendió que había llegado su hora. Llevaba años conspirando en los cuarteles y aún no había hallado la oportunidad que aguardaba. Ahora, de pronto, lo invadía la certeza de que tras ese suceso crucial se ocultaba la rabia de un sector de la sociedad que ya no encontraba en los dispositivos tradicionales del sistema político venezolano esperanza alguna de salvación. Un sentimiento de profunda decepción y furioso rechazo al presente y al pasado, que le permitiría terminar de armar el rompecabezas de su proyecto político. Sobre todo, porque el llamado Pacto de Puntofijo, conciliación de las élites que le había proporcionado sólido piso y firmeza a la democracia venezolana desde 1958, se había ido convirtiendo en un sinuoso y pragmático entendimiento entre las cúpulas partidistas, los grandes grupos económicos y las organizaciones sindicales. Un nuevo marco de relaciones de poder, en el que se pasaba por alto la necesidad de superar la crisis social suscitada por la discrepancia creciente entre una renta petrolera que en términos reales decrecía cada año y una población, casi únicamente dependiente de ella, que en los últimos 25 años se había duplicado.

 

Los graves desajustes macroeconómicos, el empobrecimiento gradual de la población y la marginalidad como destino fatal de millones de venezolanos configuraban un cuadro social que las clases dirigentes, inexplicablemente, se empeñaron en no ver. Ni siquiera después del Caracazo se mostraron dispuestos a reflexionar sobre el carácter explosivo de la situación. Como si para ellas nada grave ocurría en Venezuela. Chávez sí lo vio y el 4 de febrero de 1992, con la fuerza de las armas, al mando de 15 batallones de soldados armados con tanques y ametralladoras pesadas, trató de poner a Venezuela al revés.

 

Nunca negaría Chávez después el objetivo real de su fallido proyecto. Incluso a pesar de que en 1997 había decidido apartarse del camino de la violencia para asaltar el poder y en contra de la opinión de algunos de sus hombres de confianza, emprendió la circunvalación electoral que finalmente lo llevaría a conquistar el poder por la vía de los votos. Y así se lo había hecho saber a los venezolanos al iniciar oficialmente su campaña por la Presidencia de la República:

 

“El 4 de febrero”, declaró en entrevista publicada en el diario El Nacional, “es una fecha de esas que marcan el fin y al mismo tiempo el inicio de algo. Es una herida mortal al Pacto de Puntofijo. Me refiero a esta farsa que llaman democracia y que es en realidad una dictadura con careta democrática. El Movimiento Quinta República (MVR) ofrece un proyecto. Mi propuesta es la Constituyente. Convocar al pueblo a opinar, a echar los cimientos de un país con democracia verdadera.”

 

En otras palabras, la candidatura presidencial de Chávez en 1998, a pesar de dar la impresión de ajustarse a las formalidades de la democracia que él se proponía sepultar para siempre, no contradecía en mucho la intención de su intentona golpista del 4 de febrero. El cambio de formas para acatar circunstancialmente el ordenamiento jurídico vigente tampoco refutaba su aversión por los procedimientos de la “falsa democracia”, que nunca había dejado de denunciar sin contemplaciones. Y su discurso de furioso vengador de toda suerte de iniquidades, unas reales, otras figuraciones, ante multitudes de ciudadanos económica y socialmente excluidos, sencillamente confirmaba su propósito de hacer lo que se había propuesto seis años antes, pero “en paz y democracia.” Es decir, por “otros medios”, como advertiría en su discurso de toma de posesión como presidente de Venezuela, y lo que esa misma noche, desde el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela,  Fidel Castro le planteó a miembros de la izquierda venezolana y continental que celebraban entusiasmados esa victoria: “no le pidan a Chávez hacer ahora lo que nosotros hicimos hacer 40 años.” El objetivo continuaba siendo el mismo, pero las circunstancias políticas eran otras y, por lo tanto, el camino para alcanzarlo también tenía que ser distinto.

 

De esta evidente y no refutada contradicción, el impecable triunfo electoral de Chávez en diciembre de 1998 generaba dudas perentorias. ¿Su ascenso al poder por esa vía lo sometía, aunque fuese a regañadientes, a no salirse de los límites civilizados del diálogo, la negociación y los acuerdos? A pesar de su atronador populismo, ¿cómo actuaría desde ahora? ¿Como derrotado comandante golpista del 92, o como presidente “democráticamente” elegido por el voto mayoritario del electorado? O sea, ¿como demócrata más o menos excéntrico pero demócrata al fin y al cabo, o como auténtico revolucionario comprometido a fondo con la idea de lanzar a Venezuela por el despeñadero del odio social rumbo a una transformación radical de la estructura del Estado y la sociedad? A fin de cuentas, ¿bastaba el origen democrático de su Presidencia para calificar anticipadamente a su gobierno de democrático?

 

Para responder estas inquietantes preguntas hubo que esperar, con diversos altibajos, hasta el 11 de abril de 2002. Durante esos largos y muy difíciles tres años, la ruta emprendida por Chávez desde febrero de 1999 tuvo dos puntos de inflexión decisivos, para darle por fin sentido a su intentona golpista de 1992. El primero, la redacción de una nueva Constitución, redactada por la aplastante mayoría de sus representantes en la Asamblea Constituyente; el segundo, los 49 decretos leyes redactados en secreto y sin consultarlos con nadie, bajo el cobijo que le brindaba la autorización parlamentaria a gobernar con plenos poderes legislativos. Mediante estos decretos leyes, tal como siempre lo había prometido, Chávez se proponía eliminar el modelo burgués del antiguo régimen, y sustituirlo por otro, de democracia participativa y protagónica, como señala la Constitución de 1999, y además directa, en la que la comunicación entre el líder y su pueblo no necesita de la engorrosa intermediación de alguna otra instancia política o social, santo y seña de los regímenes totalitarios, de modo que con esos 49 decretos leyes, Chávez se adentraba en un terreno particularmente temerario, sin posible vuelta atrás.

 

No obstante, Chávez también ponía a prueba su habilidad para conservar su imagen de gobernante democrático, de estilo inquietante, pero nada más. Para eso había impulsado la redacción de una Constitución a la medida de su proyecto y para eso solicitó por las buenas la aprobación por la Asamblea Nacional de la ley que lo habilitaba para gobernar por decreto. Cometió, sin embargo, un grave error. Una cosa era la paralizante crisis de identidad y de propósitos que desde hacía años socavaba la fuerza real de los dos partidos hegemónicos de la democracia venezolana, el social demócrata Acción Democrática y el demócrata cristiano Copei, y otra muy distinta la capacidad de respuesta de la sociedad civil venezolana, que mientras Chávez se deslizaba hacia el objetivo de construir y consolidar una revolución a la manera cubana, se unificó en torno a las tres instituciones que conservaban intactas su influencia social: las organizaciones sindicales agrupadas en la poderosa Confederación de Trabajadores de Venezuela, la alianza patronal llamada Fedecámaras y la Iglesia católica. El 5 de marzo de 2002, Carlos Ortega, presidente de la CTV, y Pedro Carmona Estanga, presidente de Fedecámaras, con el auspicio de la Iglesia Católica, en acto público al que concurrieron representantes de todos los partidos de oposición y de numerosas ONGs, firmaron lo que definieron como “Bases de un pacto para la gobernabilidad.” Esa firma fue la acción opositora más importante que tenía lugar en Venezuela desde la elección presidencial de Chávez y produjo, apenas un mes más tarde, la inmensa movilización de centenares de miles de manifestantes que el 11 de abril, a lo largo de 14 kilómetros de autopista, marcharon hacia el palacio de Miraflores a exigirle a Chávez su renuncia. La sangre de una veintena de ellos tiñó esa tarde de rojo las calles de Caracas y al caer la noche los mandos de los cuatro componentes de las Fuerzas Armadas se pronunciaron en favor de esa exigencia y Chávez terminó prisionero de los generales.

 

Con este episodio pudo haberse cerrado el capítulo del 4 de febrero, pero ocurrió todo lo contrario. Ese será el tema de esta columna la próxima semana.

 

 

Botón volver arriba