Armando Durán / Laberintos: ¿Agoniza la democracia española?
España vive días difíciles. El repunte de los contagios hace temer que la epidemia del coronavirus vuelva este verano a sus andadas. En el universo político, las elecciones autonómicas de Galicia borraron del mapa regional a Unidas Podemos, socio del PSOE en la gestión del gobierno de Pedro Sánchez, mientras que en Euskadi, a la dramática pérdida de votos que también sufrió allí el partido del vicepresidente Pablo Iglesias, se ha sumado la derrota aplastante del Partido Popular. En ambas autonomías el PSOE se ha deslizado sin penas mayores pero sin gloria alguna. En tiempos como estos quizá lo mejor sea pasar desapercibido.
Si esta factura que los españoles les pasan a sus dirigentes fuera poco, los múltiples casos de inocultable enriquecimiento ilícito por parte del ahora “rey emérito”, otrora “hacedor de la transición a la democracia” según muchos, ponen en peligro de muerte súbita el futuro de Juan Carlos y hasta la continuidad de la monarquía como fundamento del sistema político español. Algo así como el preámbulo indeseable del fin de esa suerte de cuento de hadas que comenzó hace 45 años, el 20 de noviembre de 1975, con la muerte de Francisco Franco. Un hecho cuya primer efecto se produjo dos días más tarde, cuando ante el pleno de las Cortes Españolas, de prestigiosos invitados internacionales y a los sones de Vivas al Rey en las calles de Madrid, Juan Carlos de Borbón era coronado rey de España, oportunidad que aprovechó el joven monarca para hacerle a los españoles y al resto del mundo un anuncio de inmenso significado político:
“Hoy comienza una nueva etapa de la historia de España.”
Y lo dijo muy en serio, aunque no le resultó nada fácil sepultar las principales señas de identidad de la dictadura y de todo lo que ella representaba bajo el peso de una auténtica democracia moderna. En primer lugar, porque como solía repetir el dictador en sus últimos años le vida, dejaba en las manos de sus sucesores el mandado de una España atada y bien atada a su imagen y semejanza, incluyendo en el paquete a un príncipe heredero educado desde su adolescencia en su visión oscura del mundo como simbólico jefe de Estado, muy convenientemente custodiado desde la Jefatura del Gobierno por Carlos Arias Navarro, un franquista a carta cabal.
Los hechos, ya sabemos, no discurrieron por el camino que había previsto Franco. Ni Juan Carlos resultó ser una hechura suya, ni el aparato civil y militar construido a sangre y fuego por Franco y ahora bajo el mando suyo pudo resistirse al ímpetu de los tiempos nuevos. Tampoco había calculado Franco en sus delirios que Torcuato Fernández Miranda, seleccionado por él para ser profesor de Ciencias Políticas del príncipe, convertido de pronto en el principal consejero del monarca, guiara sus pasos por un camino que parecía imposible. En primer y decisivo lugar, para forzar la renuncia de Arias Navarro y sustituirlo, en julio de 1976, por un hombre también joven, Adolfo Suárez, formado en las filas de la Falange Española, pero resuelto a renovar las viejas estructuras del Estado y la sociedad.
De esta manera inesperada, Fernández Miranda, Juan Carlos y Suárez, de golpe y porrazo, le devolvieron a los españoles la libertad de prensa, juntos legalizaron la existencia hasta entonces clandestina de los partidos socialista y comunista, y juntos le devolvieron a los españoles la esperanza en un futuro muy diferente y mejor. Pasos que a su vez le permitieron al nuevo poder político desafiar y desarmar el dispositivo continuista diseñado por Franco y negociar después la firma de los llamados Pactos de la Moncloa, firmados el 25 de octubre de 1977 en el Palacio de Gobierno, para darle al régimen naciente piso institucional suficientemente sólido para resistir todos los embates del pasado.
Los pactos, negociados y acordados por Suárez, Felipe González, secretario general del PSOE y Santiago Carrillo, líder histórico de los comunistas españoles, fueron en realidad dos, uno sobre el saneamiento y la reforma de la economía, y el otro sobre la regulación jurídica y política de la España democrática por venir. Acuerdos que hasta casi el día de hoy han sido en gran medida posibles, porque los españoles de todas las tendencias compartían la firme convicción de que por encima de cualquier preferencia partidista, sectorial o ideológica, lo importante, lo absolutamente importante y necesario, era evitar a toda costa otra guerra civil y otra dictadura feroz. Razones más que suficientes para que esos compromisos de la Moncloa contaran con el apoyo de todos los partidos políticos con representación parlamentaria, de todos los gremios empresariales y de todas las centrales sindicales.
Esta casi milagrosa unidad real de España, no por la fuerza represiva de un régimen totalitario sino por una idea común compartida en libertad, hizo viable que aquella España de la pandereta y el oscurantismo se convirtiera en socio de igual a igual del resto de las naciones europeas. Una transformación que por fin le dio a los españoles la certeza de ser parte de Europa, posible gracias a la calidad y el nivel de la visión histórica y la responsabilidad ciudadana de los dirigentes políticos y sociales que entonces asumieron el reto de darle a España una oportunidad.
El tiempo, sin embargo, no pasa en vano. La tristemente célebre cultura del “pelotazo”, eufemismo empleado para construir en y desde la opulencia material en desarrollo una sociedad de cómplices orientada al enriquecimiento de sus miembros, ha traído estas tormentas. Comenzando, sin duda, por la gradual fragmentación desideologizada de los partidos políticos, agravada por el abrupto desmoronamiento de la imagen intocable del rey, símbolo y garantía de la unidad de todos, y hasta el de la propia monarquía como sistema, en alto riesgo desde la obligada abdicación de Juan Carlos el 18 de junio de 2014 como fruto muy amargo del accidente que sufrió durante una cacería de elefantes en Botsuana, adonde había viajado con Corinna Larsen, su amante de turno, mientras España enfrentaba una crisis que la acosaba por los cuatro costados.
Aquella fue, sin embargo, la punta del iceberg. Poco a poco, quizá por culpa del progreso material y porque para las nuevas generaciones la guerra civil y la miseria eran párrafos olvidados de la historia, la alienación consumista del quiero y cada vez menos puedo facilitó la apertura de vías más rápidas y suculentas para poder tener cada vez más de esto y aquello. La crisis se hizo cada día menos figurada y más real, y las dudas creciente sobre la monarquía, la conversión de la política en oficio que transforma el interés por la poli en la mera ambición de alcanzar un vertiginoso progreso material para sus protagonistas y la transformación de opciones como la lealtad y la solidaridad en desconocimiento sistemático del otro y en guerra a muerte del adversario se encargaron de profundizar la hondura del abismo. De ahí que figuras sin duda cuestionables pero de primer orden como Suárez, González y Carrillo, aliados por encima de todo en un proyecto común de país, hayan sido sustituidos por dirigentes de segundo, de tercer, de cuarto nivel. De ahí también la desaparición de las ideologías y los principios, y el descrédito, a todas luces sin remedio, de la actividad política y de la credibilidad de líderes que ciertamente no lo son. Como acaba de comprobarse en las elecciones autonómicas españolas en Galicia y Euskadi, y en el destino cada día más incierto de la monarquía y del sistema político español.
Se trata, sin la menor duda, de una peligrosa crisis. Agigantada, además, por la perversidad de un escenario tan impensable hace apenas cinco meses, como ha resultado ser la pandemia del coronavirus y sus terribles efectos humanos, económicos, financieros y sociales. Un trance que pone a prueba a todos los gobiernos del planeta, la vida o la bolsa, pero también a la capacidad de resistencia y tolerancia de los ciudadanos. Y que coloca a los españoles, con las defensas muy pero muy bajas, ante una encrucijada sencillamente agobiante y por ahora indescifrable.