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Armando Durán / Laberintos: Auge y caída de la democracia venezolana – la dirigencia opositora se rinde (3 de 3)

 

Hugo Chávez completó la primera parte de su muy ambicioso proyecto político un año y medio después de haber asumido la Presidencia de Venezuela, al ser reelecto el 30 de julio de 2000 en unas elecciones generales “extraordinarias”, convocadas por el propio Chávez para actualizar su mandato de acuerdo con las modificaciones políticas, institucionales y funcionales contempladas por la nueva constitución. Entre las más destacables, la extensión del período presidencial a 6 años, la posibilidad de reelección presidencial indefinida y la sustitución del viejo Congreso bicameral por un Poder Legislativo de una sola cámara, la Asamblea Nacional. Una suerte de “relegitimación” de los cargos de elección popular, que en la práctica le permitió a Chávez consolidar su poder político, porque con esa votación no prevista, su partido de entonces, el Movimiento 5ª República, obtuvo 92 de los 165 escaños de la Asamblea. Los candidatos de una oposición atomizada en una veintena de partidos y movimientos electorales se dividieron los restantes.

Esta súbita e imprevista acumulación de poderes, sin embargo, no le bastó a Chávez para calmar su impaciencia por llegar cuanto antes a ese punto que él decía ver allá lejos, en el horizonte, y aprovechó esos resultados electorales para acelerar la velocidad del proceso desde que el 7 de noviembre la Asamblea Nacional aprobó una ley mediante la cual se autorizó “al Presidente de la República para que, en Consejo de Ministros, dicte decretos con fuerza de ley” durante los 12 meses siguientes. Es decir, concediéndole a Chávez poderes especiales absolutos. Un salto hacia delante que confirmaba la demolición de los fundamentos del modelo “burgués” de democracia representativa, para comenzar a construir sobre sus escombros los mecanismos de lo que la Constitución define como “democracia participativa, protagónica y directa.” O sea, la supresión de los engorrosos mecanismos y procedimientos que garantizan la comunicación entre gobernantes y gobernados en los regímenes democráticos, engaño que le sirve a los regímenes totalitarios para eliminar de esa relación esencial engorrosas intermediaciones de otras instancias políticas o sociales.

De este modo, con el silencio complaciente de una dirigencia política de oposición heredada de lo que ya era el “antiguo régimen”, Chávez comenzaría a redactar los decretos-leyes con que se proponía intervenir y afectar a fondo, legalmente, la estructura de la propiedad privada, el funcionamiento de la economía y de la Administración Pública, y por supuesto, la estructura del Estado. De este modo demostraba Chávez su habilidad para conservar su imagen de gobernante autoritario pero respetuoso del orden constitucional que él había diseñado a la medida de su proyecto para conducir a Venezuela, por medios muy distintos a los habituales, hacia una revolución socialista a la cubana, que a todas luces parecía imposible en la Venezuela del siglo XXI.

Chávez no contaba con un eventual rechazo de la sociedad civil, pero en la misma medida que la velocidad de sus pasos se hacía vertiginosa, la división del país en dos mitades irreconciliables, una chavista y la otra antichavista, se hacía más profunda. Esta polarización alcanzó su punto de ebullición a finales de ese año con el anuncio de la inminente aprobación de 49 decretos-leyes redactados en el mayor de los secretos. Con la particularidad de que la ausencia de una fuerza opositora organizada dejó a los ciudadanos en un estado de absoluta orfandad frente a la avasallante ofensiva política del gobierno. Ese vacío, sin embargo, lo llenaron muy pronto dos instituciones no partidistas perfectamente organizadas, la poderosa Confederación de Trabajadores de Venezuela y la no menos activa federación de gremios empresariales, Fedecámaras, que el 11 de diciembre convocaron a los ciudadanos a un gran paro nacional de 12 horas en rechazo al proyecto chavista.

“Tendrán que tomar Viagra para paralizar el país”, fue la arrogante respuesta con que Chávez desafió a sus adversarios, pero ese día las calles desiertas de Venezuela le ofrecieron al mundo, sobre todo a Chávez, una inquietante imagen de desolación y rebeldía, impactante expresión de rechazo popular que se repitió el 23 de enero, 41 aniversario del derrocamiento del dictador Marcos Pérez Jiménez. Poco después, el 5 de marzo, Carlos Ortega y Pedro Carmona, presidentes de la CTV y Fedecámaras, con el auspicio de la Iglesia Católica y en presencia de numerosos dirigentes políticos y sociales, firmaron lo que ellos llamaron Pacto de Gobernabilidad, descalificado de inmediato por Chávez como “pacto inmoral de las élites”, que sin la menor duda podía interpretarse como programa de acción para un futuro gobierno democrático.

Imposible saber con certeza si a partir de ese día Chávez pasó por alto el peligro que corría por mero error de cálculo, o si a sabiendas de lo que tarde o temprano ocurriría sin remedio, decidió precipitar los acontecimientos. Como quiera que sea, el domingo 7 de abril, en su programa semanal de radio y televisión Aló, Presidente, arremetió contra quienes en la estatal Petróleo de Venezuela rechazaban el nombramiento de una directiva no profesional y destituyó a un grupo de importantes gerentes y técnicos de la empresa. La CTV y Fedecámaras llamaron de inmediato al pueblo a una manifestación de protesta por ambas decisiones para el jueves 11 de abril, que después del mediodía, se hizo imponente manifestación de centenares de miles de caraqueños que recorrieron a pie 14 de kilómetros de autopista hasta llegar a 100 metros del Palacio de Miraflores para exigirle a Chávez su renuncia. La sangre tiñó de rojo las calles del centro de Caracas, las comandancias de todas las fuerzas armadas denunciaron lo ocurrido, su máximo comandante, el viceministro de Defensa, general Lucas Rincón, anunció pasada la medianoche que se le había solicitado la renuncia al presidente Chávez, “la cual él aceptó”, dijo, Chávez terminó preso de los militares rebeldes, quienes al margen de la Constitución y de los partidos políticos designaron a Carmona presidente provisional de Venezuela. 47 horas más tarde, sin conducción política, el movimiento se deshizo en pedazos y Chávez recuperó su despacho presidencial.

Sin embargo, Venezuela ya era otra. Chávez, aunque tardíamente, comprendió que su mando no era tan fuerte como él había creído. Con fingida humildad le pidió al país público perdón por los errores que según él podía haber cometido, y después llamó a los dirigentes políticos de una oposición que en realidad no existía, a sentarse juntos a una mesa para dialogar el presente y el futuro de Venezuela. Su argumento, en teoría, era irrefutable. “O nos entendemos”, le planteó a unos interlocutores que tardaron mucho en salir de su asombro, “o nos matamos.” Fue, sin dura, una jugada fuera de serie. No solo su debilitado liderazgo pudo recuperar gradualmente su poder, sino que su falso dilema le abrió a una oposición política agonizante la oportunidad de no morir del todo y entender la verdadera dimensión los beneficios políticos y materiales que obtendrían sus jefes si ajustaban el ritmo de sus pasos a las conveniencias de un régimen obligado a organizar una oposición que en verdad solo lo fuera para legitimar con su participación la naturaleza democrática del régimen.

A partir de ese punto, auténtica e indiscutible rendición de la oposición política venezolana, Chávez pudo respirar tranquilo. Sobre todo, porque gracias a ella, muy pronto el ex presidente Jimmy Carter y el secretario general de la OEA, el también ex presidente César Gaviria, pudieron prestarle a Chávez su asistencia, cuando de la mano de esa nueva y complaciente oposición le sirvieron a Chávez una mesa que pomposamente llamaron de Negociación y Acuerdos, fórmula que en diferentes versiones han utilizado el régimen y la oposición para crear la cómoda ficción de que la crisis venezolana, por grave que llegue a ser, siempre podrá ser resuelta política y electoralmente. Y como quedaría demostrado por primera vez en agosto de 2004 con la celebración manipulada del referéndum revocatorio del mandato presidencial de Chávez, esas urnas electorales, además de representar la misma falsa posibilidad de salir del régimen “democráticamente”, le han servido a los jerarcas del régimen para conservar el poder sin mayores contratiempos.

Según señaló The New York Times un día después del revocatorio, en aquella ocasión a la oposición venezolana le faltó “eficacia y realismo” para encarar el desafío que le presentaba Chávez, pero los autores de ese editorial estaban equivocados. Completamente equivocados. Es precisamente esa supuesta falta de eficacia y realismo lo que desde entonces le ha garantizado al régimen conservar el poder hasta el día de hoy y le ha permitido a la oposición conservar el aliento, incluso después de haber muerto.

 

 

 

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