Armando Durán / Laberintos: Carlos Andrés Pérez
Este 27 de octubre se cumplieron 100 años del nacimiento de Carlos Andrés Pérez, dos veces presidente de la República, dirigente político que hizo del espacio geográfico y del destino de Venezuela la brújula que guío su vida y su obra. Hombre sin duda controversial, porque siempre actuó de acuerdo con los principios de la libertad y la justicia, fundamentos no transables de eso que llamamos democracia.
Muchos amigos suyos y no pocos antiguos adversarios políticos suyos han aprovechado la oportunidad que les brinda este aniversario para dejar constancia del reconocimiento y admiración que sienten por él y por su legado como dirigente político y gobernante. Precisamente eso hicimos estos días, con enorme satisfacción, quienes tuvimos el privilegio de acompañarlo como ministros de su segunda Presidencia, así que ahora, ante esta auténtica avalancha de observaciones y comentarios sobre la significación imborrable de su vida pública, prefiero rendirle mi homenaje a Carlos Andrés bajándolo de ese pedestal que se merece por lo que fue, grande entre los grandes dirigentes de la democracia y la modernidad en América Latina, y recordarlo sencillamente como un hombre de carne y hueso, que en todo momento supo afrontar con optimismo y firmeza las peores dificultades, contratiempos, amarguras y tragedias. Y recordarlo como realmente fue, un hombre jovial, de risa abrumadoramente contagiosa, que vivió sin nunca sentir odio ni rencores por nadie, “yo no tengo enemigos”, solía decir con ciega confianza en sí mismo, que, sin embargo, fue víctima del odio y los rencores de otros, que ellos sí lo veían como si fuera el más temible de los enemigos. Nada, ni siquiera los amargos años de dictadura y exilio, la dura guerra que le tocó librar desde el Ministerio del Interior contra el golpismo militar y la subversión comunista, ni siquiera las dos intentonas golpistas de 1992, la conspiración de las élites políticas, empresariales y de muy influyentes individualidades que se llamaban a sí mismos “los notables”, le hicieron perder la risa ni el optimismo.
A Carlos Andrés lo conocí en La Habana, hace muchísimos años, cuando yo era apenas un niño de 10 años. Corrían los primeros meses de la dictadura perezjimenista, y gracias al apoyo y solidaridad del entonces presidente cubano Carlos Prío Socarrás, la isla se transformó en refugio de buena parte del exilio venezolano, para algunos como Rómulo Gallegos y Andrés Eloy Blanco, en tránsito hacia otros rincones, para otros, Rómulo Betancourt, Carlos Andrés Pérez, Alberto Carnevali o Simón Alberto Consalvi, como residencia más duradera. Como todo exilio, fue una época de dificultades y alegrías compartidas, de ahí la extrema familiaridad que se tejen en esas circunstancias y que transforman esas intimidades personales en relaciones políticas. Eso me sucedió a mí con con Carlos Andrés, a quien le agradaba mencionar al presentarme a algún visitante ilustre que me había conocido de pantalones cortos y mírenlo ahora, aquel niño se ha convertido en mi ministro de esto o aquello. Una relación casi de familia que ciertamente fortaleció nuestra futura relación política, pero que no era muy distinta a la que mantenía con el resto de sus colaboradores.
Contrariamente a lo que muchos piensan, Carlos Andrés no le imponía su posición a sus ministros. No solo nos escuchaba con suma atención, sino que nos instaba a debatir nuestras posiciones para poder medir las diferencias y entonces tomar sus decisiones. Una tolerancia y un respeto por la opinión de los demás, aunque no coincidieran con las suyas, que lamentablemente lo llevó a ignorar advertencias sobre conductas peligrosas o traiciones, porque él siempre se negó a atribuirle a otros conductas que él no habría tenido jamás. Ese fue el peor de sus errores, porque al pasar por alto esas advertencias que le hacían desde la Comandancia del Ejército sobre un grupo de oficiales de rango medio que conspiraban para derrocarlo, punto crucial en la historia de Venezuela, el no creer posible aquella deslealtad militar hizo posible la intentona golpista del 4 de febrero de 1992, su secuela en la intentona de noviembre, su defenestración en marzo de 1993, su enjuiciamiento por presunta y falsa malversación de fondos públicos, su condena a 28 meses de prisión y, finalmente, el fin de la democracia venezolana con la victoria electoral de Hugo Chávez en diciembre de 1998.
Aquellos sucesos constituyeron el peor período de la vida pública de Carlos Andrés, pero paradójicamente, también son, y eso es lo deseo destacar en estas líneas, el mejor ejemplo del altísimo grado de su compromiso con los valores de la democracia. En otras palabras, su manifiesta entereza moral y política para enfrentar con valentía y, sin la menor vacilación, tanto los cañonazos del muy sangriento 4 de febrero como las calamidades civiles que sufrió después, incluyendo la traición de su propio partido, rabioso porque la decisión anunciada y pronto ejecutada de descentralizar el poder hegemónico del Estado y los partidos políticos venezolanos con la elección directa de gobernadores y alcaldes fue motivo de la indignación de los jefes de los partidos políticos, y porque el gran viraje de la economía nacional afectó directamente a poderosos grupos empresariales que de pronto dejaron de recibir las prebendas y privilegios que recibían como fruto envenenado de sus entendimientos y complicidades con los factores políticos y sociales que dominaban en su propio beneficio. Y, sobre todo, por respetar, también sin la menor vacilación, la sentencia en su contra, indebida por ser falsa su supuesta falta, porque en democracia nadie está por encima de la ley, así sea injusta.
Creo que fue en esos momentos cuando Carlos Andrés mostró su estatura como hombre y demócrata ejemplar. Por esa razón deseo ahora felicitarlo y felicitarme por haber compartido con él tantos tiempos memorables. Y porque al cumplirse 100 años de su nacimiento, como diría José Martí, honrar su memoria honra.