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Armando Durán / Laberintos: Crisis institucional en Estados Unidos

 

A casi tres semanas de las elecciones del 3 de noviembre, nadie en su sano juicio cuestiona la victoria de Joe Biden, pero es evidente que la desmesurada obsesión de Donald Trump por ser ganador en todo, como sea, lo lleva y lo llevará a seguir negando su derrota de ese martes hasta el último suspiro. Al menos, hasta el 14 de diciembre, fecha en que todos los miembros de los colegios electorales consignarán sus votos, y el 6 de enero próximo, cuando las dos cámaras del Congreso, en sesión conjunta, cuenten esos votos y le informen oficialmente al mundo quién será el presidente de Estados Unidos a partir del 20 de enero. Mientras tanto, en el marco de una situación de creciente alarma sanitaria por la acelerada expansión de la pandemia del Covid-19, cada vez más fuera de control con casi 200 mil contagios diarios en el país, aumenta la tensión política engendrada por la persistente negación de Trump a reconocer la realidad. Un confuso escenario político y de malestar social en el que se destacan algunos hechos a tener en cuenta:

 

  1. Al fracaso de su estrategia jurídica para remediar legalmente el supuesto fraude electoral orquestado por el Partido Demócrata – de las 30 demandas judiciales presentadas por sus abogados en los tribunales 29 de ellas han sido rechazadas –, se le acaba de añadir el anuncio del colegio electoral de Georgia de que el reconteo manual de los votos en ese estado confirmó la victoria de Biden.
  2. Si estos contratiempos y los reiterados argumentos de sus asesores parecen haber disuadido a Trump de continuar transitando por ese camino estrictamente jurídico, su reacción ha sido mucho peor, pues implica atacar directamente el sistema electoral de los Estados Unidos. El primer paso en esta dirección suicida ha sido reunirse con los líderes del Partido Republicano en Michigan, donde la ventaja de Biden es de algo más de 150 mil votos, con la intención de conseguir que la Asamblea Legislativa del estado invalide “políticamente” esa ventaja. A estas alturas no luce factible que lo logre, pero tampoco es de extrañar que Trump intente repetir esta maniobra en otros estados.
  3. Hasta ahora, Biden, ha eludido con astucia la confrontación directa con Trump, pero ante esta inaudita arremetida presidencial no le ha quedado más remedio que reaccionar: it´s outrageous what he´s doing, sostuvo el jueves. Es decir, resulta “indignante lo que (Trump) hace.”

 

Esta inusitada y peligrosísima estrategia presidencial nos hace recordar a muchos venezolanos la reacción de Hugo Chávez al conocer el resultado del referéndum convocado por él para el 2 de diciembre de 2007. Su pretensión era tener apoyo popular para modificar 69 artículos de la constitución, reforma imprescindible para iniciar la construcción de lo que él definía como “democracia socialista”, sin romper del todo el orden constitucional. El problema fue que los primeros conteos que llegaban a su despacho en el Palacio de Miraflores daban cuenta de que los electores le daban la espalda a la propuesta de Chávez. Mientras se le buscaba una solución al asunto, el régimen secuestró la información durante varios días. Finalmente, bajo presión de sus lugartenientes, Chávez dio su brazo a torcer y autorizó al Consejo Nacional Electoral a declarar que, escrutados 94 por ciento de los votos emitidos, el No a Chávez superaba al Sí, pero solo por uno por ciento. Chávez reconoció a regañadientes este resultado, pero advirtió a los cuatro vientos que esa era “una victoria de mierda de la oposición.” De inmediato, empleando a fondo su amplia mayoría en la Asamblea Nacional, procedió a hacer aprobar una serie las leyes que le permitieron dar los pasos que los electores le habían negado en las urnas.

 

Con esta decisión, auténtico autogolpe chavista a la constitución redactada a su medida, Chávez, quien como el Jalisco del dicho popular que si no ganaba, arrebataba, le fijó al régimen la naturaleza hegemónica que a él y a su sucesor le han permitido llevar a Venezuela hasta el extremo de su actual crisis política, económica y existencial.

 

Por supuesto, resulta impensable que algo parecido suceda en Estados Unidos, pero lamentablemente la respuesta de Trump a los resultados electorales del pasado 3 de noviembre nos hace recordar que una democracia se reconoce en la fidelidad compartida por gobernantes y gobernados de actuar conforme al principio de que nadie está por encima de la ley y por la obligación de que todos reconozcan en todo momento los derechos de los demás. Precisamente lo que desde hace meses Trump parece resuelto a no hacer, porque tal como los sondeos de opinión indicaban desde hace meses, la errada política de su gobierno para encarar el desafío del coronavirus y los devastadores efectos económicos y sociales causados por la pandemia erosionaban inexorablemente su popularidad y vaticinaban que el 3 de noviembre se produciría un dramático vuelco en la intención de los electores.

 

En mi última columna me preguntaba hasta dónde estaría dispuesto a llegar Trump para salirse con la suya. Ahora, a medida que pasan los días y sus exigencias de rectificación se estrellan contra el muro irrefutable de los números, su aspiración a alterar “legalmente” el resultado del 3 de noviembre ha pasado de ser un objetivo difícil al ser una ilusión remota y por último imposible. De ahí que trate ahora de ir incluso más allá de los límites constitucionales. Aunque solo sea para mantener vivas su esperanza y la de sus partidarios más radicales en la posibilidad de que la elección de los dos candidatos republicanos al Senado en los comicios en Georgia el 5 de enero facilite que su ataque al sistema electoral de Estados Unidos, fundamento esencial de la democracia representativa, si bien no alterará el resultado de la votación ni la juramentación de Biden como presidente de Estados Unidos, incidirá en la prolongación del conflicto institucional que ya está en marcha y en la división de Estados Unidos en dos campos a todas luces irreconciliables, el del trompismo más extremo, y el de un anti-trompismo igualmente radical.

 

Se trata, y de eso no cabe la menor duda, de un agobiante callejón sin salida. Aunque ni el júbilo de la mitad de Estados Unidos por el triunfo de la pareja Biden-Harris, ni el sonido y la furia que Trump interpreta a la perfección conseguirán reproducir un trance similar al provocado en Estados Unidos por la guerra civil y la derrota del ejército confederado en 1865, ni siquiera el creado por la guerra en Vietnam, pero mucho me temo que sí impulsará el desarrollo de una costosa crisis institucional.

 

 

 

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