Armando Durán / Laberintos: Cuba sin Obama
El pasado viernes 16 de junio, en plena Pequeña Habana de Miami, para ser precisos en el teatro Manuel Artime, escoltado por los parlamentarios cubano-estadounidenses Marco Rubio, Mario Díaz Balart y Carlos Curbelo, Donald Trump anunció la nueva política de su gobierno hacia Cuba. En términos prácticos, la amenaza presidencial carece de real trascendencia, pues en muy poco modifica los términos de unos acuerdos que hasta ahora habían avanzado un trecho muy corto, pero en el plano político representa una negación frontal de Trump al empeño de Barack Obama por cerrar definitivamente la confrontación entre Estados Unidos y la revolución cubana, último capítulo de una guerra fría que llegó a su fin con el derrumbe del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética.
Por esta razón, en la edición del día siguiente al anuncio de Trump, el diario Granma le dedicó toda su primera página a denunciar su discurso. Bajo el seco título “Declaración del Gobierno Revolucionario”, el órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de Cuba rechazó las palabras de Trump por estar cargadas de “retórica hostil” y concluyó, varios miles de caracteres después, con una advertencia categórica: “Cualquier estrategia dirigida a cambiar el sistema político, económico y social de Cuba, ya sea que pretenda lograrlo a través de presiones o imposiciones, o empleando métodos más sutiles, estará condenada al fracaso.”
Esta nueva confrontación entre La Habana y Washington interrumpió de este modo el difícil y controversial proceso iniciado en diciembre de 2015 por Obama y Raúl Castro para impulsar la normalización de relaciones diplomáticas y comerciales entre dos naciones vecinas, apenas separadas físicamente por las escasas 90 millas del estrecho de la Florida, pero enemistadas a muerte durante más de medio siglo. Un enfrentamiento que en octubre de 1962 llegó incluso al extremo de colocar el planeta a un paso del holocausto nuclear.
Las razones de Obama y Castro para romper este hielo que parecía impenetrable eran muy distintas. El presidente de Estados Unidos nació tres meses y medio después de la humillante derrota de John F. Kennedy en las playas y pantanos de Bahía de Cochinos, y creció en el muy enrarecido clima de un conflicto sin solución aparente y con el que nada tenía que ver, excepto para pensar que ya era hora de cerrar un capítulo que en definitiva no había logrado ningún éxito y ya carecía de sentido. Para el menor de los hermanos Castro, el entendimiento con Obama era la materialización de una esperanza desesperada. El fin del llamado bloque socialista y de la asistencia económica de la URSS puso a Fidel Castro a finales de los años 80 del siglo pasado ante un dilema imposible: o seguir los pasos de los países de Europa Oriental y buscar el reacomodo de Cuba en el universo de las democracias occidentales o emprender una vez más, aunque esta vez en abandono solitario, la numantina resistencia de su revolución comunista. Por supuesto, Fidel optó por conservar intacto su proyecto político, decisión que a su vez condenó a la población cubana a sufrir, hasta 1999, cuando Hugo Chávez asumió la Presidencia de Venezuela, los rigores devastadores del llamado “período especial.”
El fin de la bonanza petrolera y la insuficiencia de Nicolás Maduro para enfrentar una crisis económica fruto de los errores de su gobierno, el ciego despilfarro de la riqueza fiscal de Venezuela y la corrupción sin límites de los jefes civiles y militares del régimen “bolivariano” dispararon en 2014 todas las alarmas del gobierno cubano. Más de 20 por ciento de lo Producto Interno Bruto de Cuba era fruto de la asistencia del régimen “bolivariano” y este sostenido deterioro de la economía venezolana disparó todas las alarmas en la isla. De ahí la necesidad de encontrar a tiempo otro benefactor que le evitase a Cuba un segundo “período especial”. Esa fue la razón práctica de Raúl Castro para negociar con Obama la posibilidad de normalizar las relaciones entre La Habana y Washington.
A la histórica conversación telefónica de Obama y Raúl Castro en diciembre de 2014 le siguió la sorprendente visita de Obama y su familia a La Habana durante un fin de semana jalonado de muy cordiales encuentros formales e informales. Se abrieron embajadas en las capitales de Estados Unidos y Cuba, comenzaron a eliminarse algunas restricciones que impedían el comercio entre Estados Unidos y Cuba y muchas de las trabas que impedían viajes turísticos de ciudadanos estadounidenses a Cuba, y Obama prometió iniciar la compleja tarea de alcanzar un acuerdo parlamentario bipartidista que permitiera derogar las leyes que desde 1962 le habían impuesto a Cuba un embargo comercial total. Raúl Castro tenía razones suficientes para pensar que la muy precaria situación económica de la isla podría comenzar a cambiar muy pronto.
No obstante, la resistencia de sus adversarios políticos y la campaña del poderoso lobby cubano le cerró el paso a esta pretensión de Obama, una acción política contra la normalización total de las relaciones con Cuba, que además contó con la asistencia del propio Raúl Castro, atrincherado a pesar de sus amables sonrisas en la trinchera de la intolerancia ideológica y el inmovilismo. Se negó La Habana a rectificar su política represiva y se negó a iniciar incluso una progresiva apertura económica que fuera más allá de las muy tímidas reformas propiciadas por Raúl Castro. Una demostración palpable de que, como siempre, Cuba esperaba recibir apoyo extraterritorial a cambio de no ceder en nada. Ahora bien, ¿bastaba esta “viveza” criolla para resucitar en pleno siglo XXI las más oscuras manifestaciones del macartismo y la guerra fría? Peor aún, esta “nueva” política de Estados Unidos hacia Cuba en la versión tremendista de Trump, ¿tiene alguna posibilidad de lograr por la vía de la confrontación los cambios políticos y económicos que no pudieron producir 55 años de agresividad feroz ni la buena voluntad de Obama y la Unión Europea?
La posición adoptada por Trump no ha sorprendido a nadie. Durante su campaña electoral le prometió a los electores de la Florida que dejaría sin efecto el plan Obama para Cuba y nada más ganar las elecciones calificó a Fidel Castro de “brutal dictador.” Por otra parte, en los pocos meses que lleva instalado en la Casa Blanca, sus decisiones han apuntado al objetivo de desmontar todas las iniciativas impulsadas por Obama, desde su política en materia de salud o de inmigración, hasta el explosivo tema cubano. Es decir, que esta determinación presidencial a reabrir la etapa que parecía haber sido enterrada por Obama de abierta confrontación con el gobierno cubano, no responde en verdad a una preocupación presidencial en materia de política exterior, sino a un motivo mucho más elemental, de política interna y aritmética electoral.
En cuanto a los efectos reales de este cambio podemos señalar, en primer lugar, que en nada mejorará las sistemáticas violaciones de los derechos humanos en Cuba ni facilitará una mejoría en las condiciones materiales de la vida de los cubanos, sino todo lo contrario: tal como señala el gobierno cubano en su respuesta al discurso de Trump, queda claro que en Cuba, a pocos meses de la renovación de la cúpula del poder, incluyendo la designación de un sustituto para Raúl Castro y de otros octogenarios miembros de la generación que tomó el poder aquel remoto primero de enero de 1959, al desaparecer la esperanza de algún tipo de alianza comercial y económica con Estados Unidos que le permita a la isla ahorrarse la necesidad de tener un segundo “período especial”, cabe suponer que por ahora nada cambiará en Cuba. Incluso, que se sienta la conveniencia de posponer la jubilación de Raúl Castro, con la excusa de que ante una nueva y feroz amenaza del imperio lo mejor es que quienes tienen mayor experiencia permanezcan en el ejercicio del poder político hasta que se supere esta nueva crisis.
En segundo lugar, vale la pena recordar que tal como la Venezuela de Hugo Chávez había rescatado a Cuba del foso en que se hallaba como consecuencia directa de la desaparición de la Unión Soviética, la crisis galopante de la economía venezolana desde que Nicolás Maduro, el sucesor de Chávez escogido en La Habana por un Chávez agonizante con el exclusivo asesoramiento de Fidel Castro, obligaba a Raúl Castro a buscar, incluso en el gobierno de Estados Unidos, una alternativa viable para evitar que el colapso de la ayuda venezolana tomara a Cuba por sorpresa, como ocurrió con el fin de la asistencia soviética. Eliminada ahora esa opción, al gobierno cubano no le queda otro remedio que jugar todas sus cartas a la permanencia de Maduro en la Presidencia de Venezuela, una pésima noticia para quienes en la patria de Bolívar manejaban la tesis de acordar con Cuba una salida negociada de Maduro del palacio de Miraflores.
Por ahora es difícil precisar el destino de estas inestables relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Tanto Trump como el gobierno cubano insinúan, sin embargo, que no se han clausurado del todo los canales de comunicación entre los dos gobiernos y que estarían dispuestos y hasta deseosos de reanudar las conversaciones. Nadie sabe qué aspectos de la realidad política y económica podrían ser objeto de esas eventuales negociaciones, pero algo es algo. Sería muy ingenuo pensar que a corto plazo las aguas volverán así como así a recuperar su nivel normal, pero tampoco puede afirmarse que la política Obama esté muerta y sepultada por completo. La experiencia nos indica que hasta ahora Trump no ha podido o no ha querido borrar por completo las iniciativas de Obama. Ante esta incertidumbre, una cosa sí parece inevitable: el rumbo que emprenda el proceso político venezolano en este punto crucial de su desarrollo, determinará en gran medida el desenlace de la crisis cubano-estadounidense. Si el desenlace de la crisis política venezolana implica la salida de Maduro de la Presidencia, a Cuba no le quedaría más remedio que tratar de suavizar la postura de Trump, aunque ello signifique hacer importantes concesiones. Ya veremos. Lo que sí resulta evidente, y quizá a eso es que juegan los asesores de Trump, es que en estos momentos Cuba no es posible sin Obama.