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Armando Durán / Laberintos: Cumbre de Sombras

   Sin pena ni gloria, sin luces y con muchas sombras. Así terminó en Lima, Perú, la VIII Cumbre de las Américas.

   Por supuesto, Venezuela fue, durante semanas, el tema central de este nuevo encuentro presidencial, convocado con el propósito de fijar la posición de los gobiernos del hemisferio occidental frente a la amenaza que representa la corrupción para la gobernabilidad democrática en América Latina, pero la devastadora crisis de Venezuela y la condena universal a la farsa electoral convocada por el régimen chavista, a pesar de la ausencia de Nicolás Maduro, vetado por el llamado Grupo de Lima, dominó hasta la víspera una reunión que prometía mucho y al final solo produjo algunas fotos y un documento final, pomposamente titulado “Compromiso de Lima”, que en ninguno de sus 50 puntos arroja la menor esperanza de que estas reuniones por fin sirvan de algo.

   En realidad, esta Cumbre ni siquiera se desarrolló con el entusiasmo que le inyectó el entonces presidente Bill Clinton a su decisión de convocar la primera de ellas en diciembre de 1994, en el grato paraje de Miami. Su intención era impulsar la iniciativa de un tratado multilateral de libre comercio entre Estados Unidos y sus vecinos del centro y sur del continente, el llamado ALCA, y en buena medida logró ponerlo en marcha, pero solo por poco tiempo. Once años después, durante la IV Cumbre de las Américas, celebrada en la ciudad argentina de Mar de Plata en noviembre de 2005, el proyecto ya estaba muerto. No por la reacción de los pueblos de América Latina, como pretendió Hugo Chávez, puro oportunismo del líder de un antiimperialismo de nuevo cuño financiado con la riqueza petrolera de Venezuela, reunido en paralelo a la Cumbre en lo que él califico de “anticumbre”, sino porque Brasil, principal potencia económica de América del Sur, sencillamente rechazó el carácter multilateral del tratado que proponía Washington y Brasilia exigía un acuerdo bilateral con Estados Unidos, tal como lo había firmado el presidente George Bush padre con los gobiernos de Canadá y México.

   Muerto así el ALCA, las Cumbres V y VI carecieron de interés y dejaron entrever que estas tranquilas y rutinarias reuniones presidenciales tenían los días contados. La VII Cumbre, celebrada en Panamá en abril 2015, por un rato le devolvió a este mecanismo de trianual diálogo presidencial las luces que alumbraron su lanzamiento gracias al gesto que protagonizaron Barack Obama y Raúl Castro, primera vez que un presidente revolucionario cubano compartía escenario con un presidente estadounidense, al sellar con un fuerte y cordial estrechón de manos el fin de la guerra fría que revolvía las aguas del Caribe desde 1960 y que en octubre de 1962, con la crisis de los cohetes soviéticos instalados de alcance medio en la isla, pudo haber arrastrado al mundo a un atroz holocausto nuclear.

   Esta VIII Cumbre, en cambio, vio la luz en medio de una doble y muy grave crisis política. Por una parte, Pedro Pablo Kuczynski, en su condición de presidente de la nación anfitriona, había seleccionado como tema principal del encuentro el acuciante desafío que representaba la tensa relación entre gobernabilidad democrática y corrupción, desde que las revelaciones hechas por la operación Lava Jato de la policía brasileña comenzaron a desenredar la trama de corrupción armada por la constructora Odebrecht y otras empresas brasileñas, cuyos tenebrosos tentáculos se extendían por toda América Latina y que ahora, bruscamente, obligaba a Kuczynski a renunciar. Por otra parte, con el respaldo de la mayoría de los gobiernos agrupados en el Grupo de Lima, más el de Estados Unidos, Kuczynski informó que se le prohibía a Nicolás Maduro ingresar a Perú para asistir a la Cumbre. La respuesta de Maduro fue inmediata. “Llueve, truene o relampaguee, por aire, mar o por tierra”, él se haría presente en el encuentro. Un desafío que le añadió a la Cumbre un ingrediente dramático inusitado.

   Para terminar de redondear este menú de muy alta tensión, la presencia en Lima de Donald Trump, quien desde su primer día como presidente de Estados Unidos comenzó a desmontar el andamiaje que Obama había comenzado a construir para normalizar las relaciones de Washington con La Habana, y de Raúl Castro, quien incluso había pospuesto la elección de su sucesor en la Presidencia de Cuba para el próximo jueves 19 de mayo y así utilizar este excepcional decorado internacional para despedirse a lo grande de América Latina, le ponían morbo a un encuentro que ya prometía mucho con el elemento que le faltaba: una agria polémica, en vivo y en directo, entre el controversial presidente de Estados Unidos y el jefe de la vieja revolución cubana de nuevo acosada por la Casa Blanca.

   Sueño imposible de una alegre noche de verano. La realidad que estalló menos de un mes antes de la instalación de la Cumbre con la súbita y forzada renuncia del presidente Kuczynski, único recurso que tenía para evitar ser enjuiciado y destituido por el Congreso de su país por haber recibido jugosos sobornos de Odebrecht a cambio de grandes contratos de obras públicas, no la había previsto nadie. Gracias a ello, en un primer momento, en Caracas y La Habana muchos respiraron tranquilos. Parecía factible que esta inesperada circunstancia obligara a posponer la Cumbre. Y puestos a desear deseos más o menos imposibles, también llegó a pensarse que el sucesor de Kuczynski, residente en Ottawa porque además de ser vicepresidente de Perú también era embajador de su país en Canadá, trataría de compensar las penosas circunstancias de su nombramiento y la inevitable debilidad de su mandato amparándose en un prudente distanciamiento de los aspectos más controversiales de una situación ajena a su tranquila función diplomática. No fue así. Antes incluso de jurar su nuevo cargo, Martín Vizcarra declaró que este cambio en la cúpula del poder político peruano no alteraba en absoluto la marcha ni el tono de la Cumbre. Y para que nadie creyera lo que no era, reiteró la posición adoptada por su antecesor y el Grupo de Río con respecto a la “desinvitación” de Maduro al informar que fuerzas policiales peruanas tenían instrucciones suyas de hacer preso a Maduro si se atrevía a poner un pie, “por aire, mar o tierra”, en el país.

   Ahí no terminaron los sobresaltos. A pocas horas de instalarse la Cumbre la noche del viernes en el Gran Teatro Nacional de Lima, tres sucesos inesperados volvieron a ensombrecer el panorama. El primero fue el anuncio de Maduro. No acudiría a la cita de Lima, pero no como resultado del veto: según su embuste, se quedaba en Caracas porque el gobierno peruano le había retirado el previsible dispositivo de seguridad a la delegación venezolana. Casi simultáneamente, aunque por razones muy distintas -la decisión de intervenir directamente en el conflicto bélico sirio con bombardeos quirúrgicos la noche del pasado viernes- Trump se veía obligado a cancelar su viaje a Lima. Para completar este inesperado y brusco desmantelamiento de la Cumbre, el gobierno cubano informaba que Raúl Castro tampoco asistiría a la Cumbre. No se dieron explicaciones, pero sin Maduro y sin Trump, la presencia de Castro en Lima carecía de sentido.

   De este modo anticlimático, la VIII Cumbre llegó el sábado a su melancólico final, al darse a conocer un insubstancial acuerdo continental de 50 puntos, con el objetivo de “promover la prevención y el combate a la corrupción para fortalecer la democracia y el Estado de Derecho.” Un protocolar saludo a la bandera y nada más. Y así, en medio de esta hojarasca de buenas y retóricas intenciones consensuadas por los participantes de la Cumbre, el caso Venezuela, que había motorizado litros y más litros de tinta y duras condenas a Nicolás Maduro y a la farsa electoral convocada el régimen venezolano para el próximo 20 de mayo, no mereció ocupar una sola línea de ese documento final. Como si la insostenible crisis política y humanitaria de Venezuela no existieran. En definitiva, no bastaban los votos de los 14 gobiernos miembros del Grupo de Lima más los de Estados Unidos y Bahamas para lograr modificar la pasividad de la región ante la deriva totalitaria del régimen venezolano. Vaya, que una vez más, Maduro se salía por ahora con la suya.  

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