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Armando Durán / Laberintos: El colapso de la economía venezolana

 

   Hace pocos días, Nicolás Maduro “ordenó”, como si ello dependiera exclusivamente de su voluntad, la reestructuración de toda la deuda exterior venezolana, que ya supera con creces los 100 mil millones de dólares, impagable para una nación empobrecida, cuyas reservas internacionales ya no llegan ni a 10 mil millones de dólares. No obstante, según muchos analistas financieros de Estados Unidos y Europa, el régimen venezolano podrá eludir este peligro letal gracias a Rusia y China, dispuestos a cargar con el costo del rescate a cambio de que las autoridades bolivarianas le concedan generosas recompensas en territorios tan suculentos como el del petróleo, las refinerías, el oro, los diamantes y otros minerales preciosos o estratégicos.

   Por ahora, a la espera de que se concreten estas complejas negociaciones, Venezuela parece haber recuperado momentáneamente el aliento. Por una parte, Rusia ha anunciado esta semana que reestructuraría los 3 mil millones de dólares de deuda venezolana. Por otra parte, este jueves Nicolás Maduro se anotó otros dos importantes tantos a favor.

Uno, que los dirigentes de Primero Justicia y Voluntad Popular, Julio Borges, presidente de la Asamblea Nacional, y Luis Florido, presidente de su Comisión de Política Exterior, informaron que en los próximos días y en vista de la elección presidencial prevista para el año que viene, la oposición, es un decir, por supuesto, reanudará sus conversaciones con representantes del gobierno Maduro con la intención de descontaminar las viciadas condiciones electorales que impone el Consejo Nacional Electoral. Un nuevo paso en falso de lo poco que queda de la alianza opositora de la MUD, irremisiblemente rota por sus insuperables contradicciones internas, pero que les garantiza a sus sobrevivientes la posibilidad de no desaparecer del todo. Eso sí, a un precio que intoxicará irremediablemente el futuro de estas organizaciones políticas, pues la convivencia con el régimen entraña la obligación de aprobar en la Asamblea Nacional los acuerdos internacionales del régimen en materia de reestructuración o refinanciamiento de la deuda externa, exigencia constitucional sin cuyo cumplimiento esa deuda reestructurada o refinanciada carecería de legitimidad. Dos, que este jueves, a últimas horas de la tarde, aunque con varios días de retraso, Venezuela al fin hizo efectivo el pago de casi mil millones de dólares para cubrir la cuota de capital pendiente correspondiente a los bonos PDVSA 2017N.

 

   La duda, sin embargo, persiste: ¿Logrará el régimen bolivariano ordenar sus finanzas públicas al precio de cederle a Rusia y China el control de sus riquezas y hasta de su soberanía, o a pesar de todos estos pesares tendrá finalmente que asumir el fracaso del proyecto chavista al verse obligado a suspender el pago de sus cuantiosos compromisos internacionales?

   La realidad no perdona

   Cualquiera que sea el desenlace de este inquietante episodio del drama venezolano, lo cierto es que la economía venezolana sencillamente ha colapsado. Y sus consecuencias sociales ya son demasiado visibles. A la escasez de alimentos y medicinas que caracterizó el desarrollo inicial de la crisis general que asola a Venezuela, se ha sumado en los últimos meses una hiperinflación de consecuencias imprevisibles. Enfermedades erradicadas hace décadas, como el paludismo y la difteria, han reaparecido y se propagan a gran velocidad por toda la geografía nacional; los billetes de banco han desaparecido de las calles y los bancos venezolanos y el hambre comienzan a generalizarse en los sectores de menores recursos, más de la mitad de la población de este país petrolero con reservas de crudo mayores que las de Arabia Saudita.

   Hasta hace poco, la versión oficial de la historia le achacaba la culpa de esta catástrofe a la caída abrupta de los precios del petróleo en los mercados internacionales. Desde hace un par de años la narrativa ha cambiado: ahora la culpa de todo la tiene una supuesta guerra económica desatada por los grandes poderes neoliberales del planeta, Estados Unidos a la cabeza, con la finalidad de destruir la revolución bolivariana y la esperanza del pueblo de llegar cuanto antes al mar de la felicidad socialista.

   En efecto, los ingresos generados por la industria petrolera venezolana han sufrido una merma importante, en cierta medida como consecuencia del desplome de los mercados internacionales del petróleo, pero la causa principal de esta calamidad ha sido la pésima gestión de la industria petrolera, que se ha traducido en una reducción considerable de la producción de crudo, que de 3.2 millones de barriles diarios en 1999, primer año del régimen chavista, apenas llega estos días a 1.9 millones de barriles diarios. Y a que esa misma mezcla venenosa de incapacidad y corrupción que ha destruido la producción, ha reducido al mínimo la capacidad de las refinerías de PDVSA, incluyendo la del Centro Refinador de Paraguaná, el segundo mayor del mundo, lo cual obliga a la importación masiva de gasolina y otros productos terminados a precios internacionales para poder satisfacer la demanda interna, a los precios ridículos de esos productos en las estaciones de servicio del país.

   Otros dos factores que han contribuido poderosamente a la destrucción de la economía del país han sido ocasionados directamente por el proyecto chavista de acosar al sector privado de la economía como objetivo esencial del proyecto, incluyendo en esa política suicida la sustitución de productos nacionales por productos importados, y el despilfarro continuado y sin medida de la riqueza petrolera con propósitos exclusivamente clientelares, tanto para ensanchar las bases sociales de apoyo al régimen en Venezuela, como la solidaridad de la comunidad latinoamericana y el desarrollo de un frente continental, la Alianza Latinoamericana Bolivariana, para enfrentar al “imperio.” A estas distorsiones y deformaciones de la estructura económica y financiera del país debemos añadir los efectos devastadores de la insuperable insuficiencia del régimen para administrar el disparate de esta política económica.

   La Venezuela de antes

   En mi libro Venezuela en llamas (Random House-Mondadori, 2004) trataba yo de entender y hacer entender lo que comenzaba a ocurrir en los días iniciales del régimen chavista, recordando que la democracia venezolana era una experiencia política muy reciente. Un proceso que se inició, exactamente, el 23 de enero de 1958, día en que huyó del país el dictador Marcos Pérez Jiménez. Y recordaba que durante las dos décadas siguientes, los mecanismos institucionales de la naciente democracia funcionaron muy satisfactoriamente y permitieron el desarrollo de una sólida clase media de profesionales, técnicos y pequeños comerciantes. Y lo más importante: hasta la población de menores recursos podía afrontar su futuro con relativa tranquilidad. La riqueza del petróleo parecía inagotable, se tenía la impresión de que podía financiar el sueño de casi todo y se pensaba que la movilidad social ya era un hecho irreversible. Tanto, que a mediados de los años 70, Venezuela era el espejo en el que millones de latinoamericanos, víctimas de la persecución política de feroces dictaduras militares y de los graves agobios económicos generados por la aplicación a rajatabla del recetario neoliberal del FMI, intentaban encontrar un porvenir más prometedor.

   El problema era que los gobernantes de la Venezuela democrática y solidaria no habían logrado deslastrarse de la tradición de los viejos caudillos del siglo XIX y primera mitad del XX. Sobre todo, porque a pesar de ser civiles, por ser Venezuela cada día más rica, se sentían más poderosos. Tampoco podían los gobernados renunciar a sus irracionales manifestaciones de fe ciega en la protección paternalista del Estado. En definitiva, el petróleo daba pie a creer en las fantasías más extravagantes. La realidad, sin embargo, se abría paso secretamente a medida que la renta petrolera iba dejando de ser suficiente para satisfacer las demandas insaciables del Estado y de buena parte de la población, y todos pasaban por alto la creciente discrepancia entre la renta petrolera y la población, históricamente dependiente de ella, que en apenas 25 años prácticamente se había duplicado. El viernes 18 de febrero de 1983, la súbita devaluación del bolívar por el gobierno de Luis Herrera Campíns deshizo el espejismo de la multiplicación de los panes y puso en evidencia la frágil situación de la economía, de las finanzas y del futuro del país.

   El estallido inevitable de la crisis se produjo 6 años más tarde, el 27 de febrero de 1989, cuando los saqueos, el caos y la violencia se apoderaron de Caracas durante tres días. En esa encrucijada decisiva de la historia venezolana, un teniente coronel de paracaidistas llamado Hugo Chávez comprendió que había llegado su hora. Llevaba años conspirando, pero hasta entonces no había hallado la oportunidad que aguardaba. Ahora tenía la certeza de que tras ese estallido popular sin control político latía la rabia de un importante sector de la sociedad, que ya no encontraba en los dispositivos tradicionales del sistema político venezolano esperanza alguna de salvación. Este sentimiento de furioso rechazo al presente y al pasado era la pieza que le faltaba a Chávez para terminar de armar el rompecabezas de su ambicioso proyecto político, y el 4 de febrero de 1992, a cañonazos, trató de poner a Venezuela al revés.

   La revolución chavista

   La primera gran dificultad para aproximarse a aquella primera faena del chavismo era percibir en lo que a todas luces había sido un intento de golpe militar al mejor estilo de los “carapintadas” argentinos, con quienes luego Chávez entablaría vínculos muy estrechos, los ingredientes de una acción revolucionaria de izquierda. Esta confusión llegó a tal extremo, que incluso Fidel Castro condenó de inmediato la intentona golpista y le ofreció públicamente todo su respaldo a Carlos Andrés Pérez. No sería hasta algún tiempo más tarde que se supo que grupos y personalidades de la insurrecta izquierda venezolana de los 60 y 70 venían conspirando con Chávez desde hacía años. En 1998, pocos meses antes de iniciar su campaña electoral por la Presidencia de la República, ya no era un secreto para nadie la ideología de su proyecto.

   Los objetivos principales de su plan para la Venezuela que se proponía construir los fijó Chávez en un folleto titulado Cinco polos para una nueva República, como resumen de su oferta electoral al país:

  • Convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente para sustituir la democracia representativa como fundamento político de Venezuela por lo que él llamó democracia participativa.
  • Impulsar el equilibrio social para avanzar hacia una sociedad justa, sin pobres ni ricos.
  • El desarrollo de una economía que él llamó humanista, autogestionaria y competitiva.
  • Crear un equilibrio territorial mediante la desconcentración del poder y de las inversiones públicas.
  • Defender la soberanía nacional mediante lo que él llamaba entonces “mundialización”, es decir, la promoción de un mundo multipolar para enfrentar la hegemonía unipolar de Estados Unidos y del neoliberalismo globalizador.

   El triunfo chavista en el convencional ruedo electoral generaba algunas dudas significativas. ¿Cómo ver a Chávez entonces, como demócrata más o menos excéntrico pero demócrata al fin y al cabo, o como verdadero revolucionario comprometido con la idea de lanzar a Venezuela, al precio que fuera, por el despeñadero del odio social, rumbo a una transformación del Estado y la sociedad? ¿Su ascenso al poder por la vía de un evento electoral impecable lo obligaba a transitar, aunque a regañadientes, por los caminos de la tradicional democracia occidental, o su propósito político, aunque “en paz y democracia”, seguía siendo el mismo que años antes había intentado imponer por la fuerza? En otras palabras, ¿bastaba el origen democrático de su gobierno para calificar de democrática la naturaleza de su gestión presidencial por venir?

   Durante los primeros meses de su gobierno, en la ruta emprendida por Chávez para “refundar” a Venezuela, se destacan dos hechos que marcarían el rumbo que de inmediato seguiría el país. El primero fue la elección de una Asamblea Nacional Constituyente, integrada por una inmensa y aplastante mayoría de chavistas incondicionales: a pesar de haber obtenido una mayoría relativa de votos, las triquiñuelas aritméticas de sus asesores electorales le permitieron conquistar 124 de los 131 escaños en disputa. El segundo, las 49 leyes redactadas en secreto y sin consultar a nadie bajo el cobijo constitucional y parlamentario de una Ley Habilitante que le daba poderes absolutos. Con la aprobación de estas leyes, anunciadas el 14 de noviembre de 2001, Chávez se adentraba en un terreno temerario, pues echaba las bases para intervenir y afectar la concepción de la propiedad privada, el funcionamiento de la economía y la autonomía de los gobiernos regionales. No obstante, ambas decisiones, cuyas intenciones eran claras, se habían adoptado sin violentar los límites formales del proceso democrático, una realidad con la que Chávez demostraba su astucia para conservar una imagen de gobernante democrático, ciertamente de estilo provocador, pero poco más. Entretanto, se deslizaba hacia el objetivo de construir y consolidar, por caminos muy distintos a los habituales, una revolución que a todas luces parecía imposible en la Venezuela del siglo XXI.

   Hacia la suspensión de pagos  

   Los decretos-leyes de aquella Ley Habilitante condujeron a diversos actos y manifestaciones de protesta que terminaron en los sangrientos sucesos del 11 de abril de 2002 y al derrocamiento de Chávez durante 47 horas. Al igual que su derrota del 4 de febrero, este contratiempo constituyó en realidad una gran victoria política de Chávez. Por una parte, le permitió comenzar una implacable y definitiva purga de las Fuerzas Armadas, hasta terminar convirtiéndolas en la guardia pretoriana de su revolución. Por otra parte, desmontó la exitosa organización de PDVSA como empresa ejemplar y la convirtió en la caja chica que necesitaba su proyecto político para hacerse viable. Por último, le hizo ver a los partidos políticos, tan debilitados por el oportunismo y la corrupción que en 1998 le habían abierto a Chávez las puertas del poder político, que para enfrentarlo ahora tuvieron que poner en manos de las centrales obrera y patronal la conducción política del movimiento opositor, que su futuro no estaría jamás en esa tesis rupturista del “¡Chávez, vete ya!”, sino en el entendimiento permanente, la cohabitación, con el régimen que nacía a partir de ese crucial instante.

   Desde entonces, la suerte del proyecto chavista y el papel de la oposición, integrada primero en una alianza llamada Coordinadora Democrática y desde 2009 en la ahora difunta Mesa de la Unidad Democrática, estaban echadas. Hasta tal extremo, que no puede explicarse la actual realidad política de Venezuela sin entender que desde aquel día la “revolución bolivariana” vive y se desarrolla sin mayores quebraderos de cabeza, valga decir, sin oposición. Fenómeno sin duda único en la historia política de Venezuela, que ha terminado por institucionalizarse, en manos de Nicolás Maduro, seleccionado a dedo y públicamente por Chávez moribundo como su sucesor, y en las de su Asamblea Nacional Constituyente, en una hegemonía con pleno desarrollo al margen de la Constitución, de las leyes y de la racionalidad, no para dar paso a una patria socialista ni nada parecido, sino para darle rienda suelta a un poder absoluto, absolutamente incapaz y absolutamente perverso, que resuelva o no el agobiante problema de su deuda externa, y que ha colocado a Venezuela, inocente e indefensa, al borde de un colapso económico inevitable y de una catástrofe nunca vista en la historia republicana de Venezuela.

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