Armando Durán / Laberintos: El espíritu de las leyes
El pasado miércoles, en el marco de la 54 reunión anual del Consejo de las Américas que se celebraba en Washington, Luis Guillermo Mejías, ministro de Relaciones Exteriores de Gustavo Petro, resumió la posición de su gobierno ante la elección presidencial venezolana del 28 de julio con un anunció que disparó todas las alarmas del régimen que preside Nicolás Maduro. Mejías declaró a la prensa con gran firmeza y convicción, que “Colombia espera que (las condiciones de esa elección) sean justas, objetivamente competitivas, libres, y que al menos sea un proceso aceptable.” Con el propósito, añadió, de garantizar que la transición fruto de esos comicios sea “democrática y tranquila.” Lo cual daba a entender que su gobierno daba como un hecho que, en una competencia electoral libre, Maduro sería el derrotado.
Las palabras del canciller colombiano, con razón, escandalizaron al régimen venezolano. Se trataba, sencillamente, de que Petro y Luiz Inácio Lula de Silva, los únicos aliados leales de Nicolás Maduro, acentuaban lo que habían sostenido públicamente sobre esa votación por venir, porque en este punto crítico del proceso, ambos mandatarios entendían que dar por buena la estrategia adoptada por el régimen para hacer viable que Maduro, a pesar de todos pesares, extienda su mandato seis años más, es una alternativa que les abrirían muy complejos e indeseables frentes de batalla a nivel internacional y en el plano interno. De ahí que ahora, a medida que cada día se hace más evidente que la abrumadora mayoría de los venezolanos desea angustiosamente un cambio político profundo, por primera vez, el canciller de Colombia condiciona el apoyo a Maduro, al menos el de su gobierno, a la no manipulación de la organización y los resultados de la elección, y por primera vez incluye en su vocabulario la necesidad de que de que las condiciones en que se realice esta elección sean transparentes y garanticen una “transición democrática y tranquila.”
De ahí también que el régimen, por boca de Diosdado Cabello, poderoso vicepresidente del partido oficialista, de inmediato le respondiera al canciller Mejías. “¿Quién le mandó a usted a declarar eso?”, desafió Cabello al canciller colombiano. “¿Su presidente en Colombia o su presidente de Estados Unidos? ¿Para quién trabaja usted? ¿Quién le da derecho a usted a hablar de transición en Venezuela? Aquí la única transición que viene es la transición al socialismo, no hay otra.” En efecto, lo que a fin de cuentas se juega Maduro en la votación del 28 de julio no se limita a las opciones de conservar o no el poder que ejerce desde la muerte de Hugo Chávez, hace poco más de 13 años. El verdadero y dramático motivo para firmar el ya difunto Acuerdo de Barbados y la convocatoria de esta decisiva elección presidencial se reduce a la necesidad de legitimar, mediante una elección, sin duda manipulada pero que una vez más pareciese satisfacer “aceptablemente” las mínimas exigencias políticas y legales de la vieja democracia representativa, como único recurso posible para que su Presidencia recupere la legitimidad que perdió con el fraude electoral de mayo del 2018.
Esta necesidad de conciliar poder político, legalidad y legitimidad surgió hace muchísimos años, en la Francia de la monarquía absoluta, cuando un rico aristócrata de Burdeos, el barón de Montesquieu, monárquico por supuesto, pero también estudioso de John Locke y admirador de la monarquía parlamentaria que acababa de instalarse en la recién creada Gran Bretaña y del Bill of Rights, publicó en 1748 bajo seudónimo El espíritu de las leyes, libro que alteraría profundamente la historia de la humanidad. Su propuesta era combatir la arbitrariedad y la tiranía mediante la aplicación de dos instrumentos que provocarían la ira de la Iglesia y del gobierno de Luis XIV, el llamado Rey Sol. Por una parte, el ejercicio de una auténtica tolerancia religiosa, y por otra parte, la división del Estado en el equilibrio de tres poderes independientes, el ejecutivo en manos del rey, un parlamento dominado por la burguesía emergente y un poder judicial absolutamente imparcial. En otras palabras, un sistema de pesos y contrapesos que sancionara los derechos individuales y políticos de todos los ciudadanos. Sin señores y sin siervos.
Aquella propuesta de reordenar el poder político y la estructura de la sociedad tuvo dos efectos concretos indisolubles. En primer lugar, sirvió para que en las colonias americanas de la Gran Bretaña proclamaran su independencia y se unieran en lo que desde entonces son los Estados Unidos de América y lo hicieran en nombre de “nosotros, el pueblo”, y adoptaran un sistema de gobierno fundamentado en la independencia de los tres poderes. Además, para ser consecuentes con las ideas de Locke y Montesquieu, la cabeza del poder ejecutivo no podía seguir siendo un rey “por la gracia de Dios”, sino un presidente electo por los ciudadanos. En segundo lugar, el pensamiento de Montesquieu y la experiencia americana facilitaron el estallido de la revolución francesa y el fin de la monarquía.
Exactamente un siglo después de la publicación de El espíritu de las leyes, en Londres, y al calor de las revoluciones que estallaron en Francia y en otras naciones europeas durante la primavera de 1848 como respuesta a las pretensiones del Congreso de Viena encaminadas a restaurar en Europa el absolutismo anterior a la revolución francesa y al imperio de Napoleón Bonaparte, Karl Marx y Friedrich Engels publicaron año un folleto de 23 páginas, titulado Manifiesto comunista. En esas páginas, y en su 18 de brumario de Luis Bonaparte, análisis de Marx sobre el golpe de Estado que le sirvió al hermano menor de Napoleón para derrocar la Segunda República francesa e iniciar un segundo imperio napoleónico, encontró Vladimir Ilich Lenin la guía para escribir, entre febrero y octubre de 1917, mientras derribaba el régimen zarista e instalaba el primer régimen comunista del planeta, El estado y la revolución, su libro más representativo.
A lo largo de su extensa obra, Marx desarrollo su teoría sobre lo que estaba por venir basándose en su visión de la convulsa Europa en que vivía. Una sociedad dividida en clases sociales enfrentadas en una guerra sin cuartel, en la que el estado era la herramienta implacable de la clase dominante, en su caso la de los propietarios de los medios de producción, la burguesía, para oprimir y explotar en su exclusivo beneficio a la clase dominada, el proletariado. Hegeliano hasta muerte, Marx encontraba la solución de esta contradicción en una síntesis que se haría realidad con el triunfo definitivo del proletariado y el fin de la lucha de clases, suceso que a su vez conduciría a la desaparición, por innecesario, en una sociedad sin clases. Con su Estado y la revolución Lenin le daba una última vuelta a la tuerca marxista y la llevaba hasta su extremo más tajante, al afirmar que la lucha de clases que describía Marx no terminaría nunca, porque era, por definición, una “contradicción irreconciliable.” De ahí que si bien la victoria del proletariado era el fin del Estado como dictadura de la burguesía, con esa victoria no se produciría la desaparición del Estado sino la instalación de la dictadura del proletariado.
Hasta el día de hoy, el chavismo como sistema de gobierno, ha perseguido la destrucción del pasado burgués de Venezuela, pero sin romper del todo los hilos de esa urdimbre política sobre la que se sustenta la democracia representativa. Una simulación que no le bastó para darle legitimidad a su reelección por vía electoral en mayo de 2018, insuficiencia que a su vez provocó el casi universal desconocimiento de su continuidad en el poder y la necesidad de negociar con Estados Unidos el alivio de las sanciones a su gobierno a cambio de una supuesta disposición suya a rectificar aquel error con la firma en Barbados de un acuerdo que ha terminado por colocarlo ante el dilema más peligroso de su ya larguísima carrera política: o hace realidad la amenaza que lanzó Cabello en su respuesta al canciller colombiano de utilizar la convocatoria a la elección del 28 de julio para propiciar una transición a lo que él calificó de “socialismo”, es decir, a repetir al fin en Venezuela la experiencia totalitaria cubana, o acepta las “sugerencias” que le hacen los dirigentes socialistas de América Latina, Gustavo Petro, Lula la Silva, Gabriel Boric y Pepe Mujica.