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Armando Durán / Laberintos: El fiasco de Bahía de Cochinos (Parte III): El desenlace

 

La orden ejecutiva firmada por el presidente Eisenhower del 17 de marzo de 1960, se hizo realidad 13 meses exactos después, el 17 de abril de 1961, con el desembarco de 1511 combatientes anticastristas en las playas de Bahía de Cochinos. El plan inicial consistía en una operación aerotransportada en Trinidad, ciudad de 18 mil habitantes situada en las estribaciones de la sierra del Escambray y muy cerca del puerto de Casilda, en la costa sur de la región central de la isla. Su objetivo era asegurar una cabeza de playa donde instalar un gobierno provisional, que de inmediato pediría reconocimiento diplomático de los gobiernos del continente y respaldo militar de Estados Unidos. En caso de presentarse contratiempos mayores, la brigada invasora podría internarse en las vecinas montañas de la Sierra del Escambray.

De acuerdo con esa decisión, el grupo WH/4 de la CIA fijó la fecha del primero de mayo de 1960 para iniciar el entrenamiento de los primeros 60 integrantes de la futura fuerza invasora en los fuertes Randolph y Sherman, en la zona norteamericana del canal de Panamá, mientras se encontraba un lugar más apropiado, fuera del “territorio” de Estados Unidos. En junio, el grupo resolvió elevar a 500 el número de reclutas, que fueron trasladados clandestinamente a campos de entrenamiento instalados en una región montañosa de Guatemala, próxima a la costa pacífica de ese país centroamericano. A finales de octubre, Gordon Gray, asesor de Seguridad Nacional, en sintonía con los deseos más ambiciosos de Eisenhower, llegó a proponer un falso ataque a la base naval de Estados Unidos en la bahía cubana de Guantánamo para justificar una intervención directa de Estados Unidos. La firme oposición del Departamento de Estado frenó la iniciativa, pero no logró impedir que el 4 de noviembre la CIA le ordenara a los responsables de los campos de entrenamiento comenzar la preparación de una fuerza de asalto aún mayor, de entre mil 500 y tres mil hombres. Ya no había vuelta atrás.

 

Kennedy entra en acción

El primer indicio público que ofreció el presidente John F. Kennedy de su determinación a continuar los planes de invadir Cuba adelantados por el gobierno Eisenhower se produjo el 30 de enero de 1961, durante su primer discurso como presidente ante el Congreso de su país, al afirmar que su Presidencia “nunca negociará la presencia de un gobierno comunista en el hemisferio occidental.

Dos meses antes, a finales de noviembre, Allen Dulles y Richard Bissell le habían informado que en vista de la acelerada puesta a punto de los dispositivos defensivos de la isla y de rigurosos mecanismos de control de la población implementados por Castro, el ambicioso proyecto de una invasión convencional de mil 500 hombres o más pronto sería un objetivo inalcanzable. También le advirtieron que la circunstancia política de ser aquel un año electoral, habían obligado a extender exageradamente el período de entrenamiento en Guatemala y, en consecuencia, sería muy difícil mantener la moral de los efectivos de la brigada invasora más allá del primero de marzo de 1961. Por esta razón le plantearon la necesidad de tomar con urgencia una tajante decisión: o se actuaba antes de esa fecha o sencillamente se tendría que cancelar la operación.

En ese punto crucial de la crisis, Kennedy, por convicción ideológica, pero también porque temía que suspender los planes de invasión a Cuba pondría en riesgo la necesaria confianza de sus aliados en la disposición de Estados Unidos a enfrentar con firmeza la expansión soviética y defender los valores democráticos al precio que fuera, se dejó llevar por los juicios optimistas de Dulles y Bissell sobre el posible desenlace de la operación. Sin la experiencia militar de Eisenhower, la única inquietud que realmente perturbaba a Kennedy en ese momento era que llegara a ponerse en evidencia la intervención directa del gobierno de Estados Unidos en una incursión militar de gran envergadura para derrocar el gobierno de un país vecino como era Cuba. Este escrúpulo lo impulsó a descartar el plan adoptado por la CIA de desembarcar por Trinidad, porque las exigencias logísticas de esa operación aerotransportada de mil 500 hombres harían ostentosamente visible la participación directa de Washington. En vista de ello, se pronunció en favor de un desembarco nocturno en las remotas y solitarias playas de la Ciénega de Zapata, sin duda mucho más discreto, aunque de resultado incierto, porque nunca, ni siquiera durante la II Guerra Mundial, se había ensayado algo parecido.

Años más tarde, Bissell señalaría en sus memorias que era “difícil pensar que Kennedy y sus asesores creyeran que una operación militar de estas dimensiones, que había sido planificada a lo largo de todo un año, podía alterarse de ese modo en las vísperas del día D y seguir ofreciendo las mismas garantías de éxito.” Tantos años después, Bissell también reconoció que le resultaba sorprendente “que nosotros acogiéramos la propuesta de Kennedy sin discutirla.” Por su parte, Dean Rusk, secretario de Estado de Kennedy y luego de Lyndon B. Johnson, admitió, 30 años después, que en ningún momento el presidente consultó la opinión del Pentágono sobre la viabilidad de esos planes de invasión. “Estoy convencido”, escribió Rusk en sus memorias, “que en el Pentágono nunca se analizaron con ojos de militares profesionales. Asumieron que aquel espectáculo le pertenecía a la CIA y sencillamente lo aprobaron y se lavaron las manos.”

 

Los deseos y la realidad

El clima político que existía en el Washington liberal de entonces tampoco era propicio para ejecutar planes clandestinos diseñados por la CIA en tiempos de Eisenhower. Y porque en ese escenario, cada día más controvertido, hasta muchos dirigentes de su propio partido lo rechazaban. Por ejemplo, el senador William Fullbright, poderoso presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, apenas un mes antes de la invasión de Bahía de Cochinos, le hizo llegar a Kennedy un memorándum en el que señalaba que continuar con los planes de invasión a Cuba sería un “acto de hipocresía y cinismo…” Esa misma semana, el subsecretario de Estado, Chester A. Bowles, en correspondencia dirigida a Rusk, criticó duramente los planes de la CIA con argumentos jurídicos y morales.

Cuenta Arthur Schlesinger en su libro A Thousand Days, minuciosa crónica de la breve Presidencia de Kennedy, que Bowles decía recoger en su memorándum el criterio que prevalecía en el Departamento de Estado, donde según él se consideraba que la invasión era una respuesta “fuera de toda proporción con respecto a la amenaza real que representaba el régimen castrista” y sostenía que “seguir adelante con este plan compromete nuestra posición moral en el mundo y hará imposible que en el futuro podamos denunciar violaciones a tratados internacionales cometidas por los comunistas.” Rusk no le entregó el memorándum de su subordinado a Kennedy, pero esa fue la causa de que pocos meses después Bowles fuera removido de su cargo. Por último, el 4 de abril, en reunión política del más alto nivel, celebrada en la Casa Blanca para analizar la situación, Fullbright reiteró su firme rechazo a la invasión. Quizá por eso, pensaba Rusk, Kennedy, prefirió no consultar a otros líderes políticos y parlamentarios. Según el ex secretario de Estado, “si Kennedy hubiese realizado esas consultas que no hizo, podría haber evitado cometer el grave error de Bahía de Cochinos.”

Quizá por eso, el 12 de abril, mientras los buques que transportaban a la brigada invasora ya navegaban rumbo a Bahía de Cochinos, Kennedy se sintió obligado a declarar a la prensa que, a pesar de las simpatías que sentían él y el pueblo estadounidense por la lucha de los cubanos anticastristas por restaurar la democracia en su país, “en Cuba no habrá, bajo ningunas condiciones, una intervención de las fuerzas armadas de Estados Unidos.” Sin saberlo, con sus decisiones de cambiar Trinidad por Bahía de Cochinos y con este compromiso asumido públicamente, condenó la invasión a su fatal y pronto desenlace.

 

Bahía de Cochinos

A pesar de que estas palabras de Kennedy le dieron la vuelta al mundo, tres días más tarde, el 15 de abril, a las 2 de la madrugada, 8 bombarderos ligeros B-26, idénticos a los de la Fuerza Aérea Revolucionaria de Cuba, despegaron de la base aérea Tride, en Puerto Cabezas, Nicaragua, con destino a los tres principales aeropuertos militares cubanos, la base aérea de ciudad Libertad, en La Habana, el de San Antonio de los Baños, a pocos kilómetros de la capital, y el aeropuerto Antonio Maceo, de Santiago de Cuba. Un noveno B-26, con insignias de la FARC pintadas en sus alas y fuselaje, despegó simultáneamente, pero en dirección al Aeropuerto Internacional de Miami, donde aterrizó a las 7 de la mañana. Su piloto declaró al llegar, aunque no convenció absolutamente a nadie, que él formaba parte de un grupo de pilotos militares cubanos que acababan de sublevarse contra el régimen de Castro.

Como tanto temía Kennedy, el escándalo provocado por el bombardeo fue estruendoso y planetario. Rusk trató infructuosamente de enfrentar la situación sosteniendo que en aquellos bombardeos no había participado Estados Unidos, pero ni él ni nadie pudo impedir que la Casa Blanca se convirtiera de pronto en blanco de todas las denuncias, y Kennedy, torpe y vacilante en su manejo de la situación, cometió entonces un tercer y decisivo error al suspender abruptamente los otros dos bombardeos previstos por la llamada Operación Preludio para destruir en tierra los pocos aviones de combate de que disponía la fuerza aérea del régimen cubano. Por culpa de este fatal paso en falso, minutos después de la medianoche del 16 al 17 de abril, cuando los primeros hombres ranas de la brigada invasora pisaron tierra firme cubana, la suerte de los buques y de los integrantes de la brigada invasora, sin el imprescindible apoyo aéreo, quedaron a merced de los aviones caza Sea Fury británicos y T-33 de propulsión a chorro norteamericanos de la Fuerza Aérea Revolucionaria de Cuba.

El desenlace

Al mediodía del 19 de abril, tras dos días y medio de muy sangrientos combates, todo estaba perdido para los expedicionarios anticastristas. Por última vez la CIA le pidió apoyo aéreo y naval a la Casa Blanca, al menos para facilitar la evacuación de los combatientes que aún resistían en Playa Larga y en Playa Girón. En un primer momento, Robert Kennedy estuvo de acuerdo, pero Rusk se opuso, recordando al presidente el compromiso público que había contraído una semana antes. Siguió un intenso debate, pero los dos Kennedy terminaron por respaldar la posición del secretario de Estado.

En el plano político, gracias a las vacilaciones y la indecisión de Kennedy, el gobierno cubano, fortalecido por su victoria, podía jactarse de haberle propinado a Estados Unidos una humillante derrota política y militar. A ello se añadió el hecho de que las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, más o menos normalizadas gracias a la política de coexistencia pacífica promovida por Jrushchov, iniciaron un período de peligrosa confrontación. Tanto, que al final de la mañana del 17 de abril, mientras en Bahía de Cochinos se mataban cubanos de ambos bandos, llegó a la Casa Blanca un correo del primer ministro soviético en el que Jushchov le señalaba a Kennedy que “no es un secreto para nadie que las bandas armadas que han invadido Cuba fueron entrenadas y equipadas por Estados Unidos. Los aviones que han bombardeado ciudades cubanas le pertenecen a Estados Unidos. Las bombas que caen sobre esas ciudades son bombas norteamericanas… Sin embargo, no es tarde para evitar lo irreparable. El gobierno de Estados Unidos tiene la posibilidad de impedir que las llamas de la guerra en Cuba se conviertan en una conflagración irreparable… En cuanto a la Unión Soviética, no le quepa ninguna duda: le prestaremos al pueblo y al gobierno cubanos toda la ayuda necesaria para repeler este ataque armado.

Kennedy se demoró 24 horas para responderle a Jrushchov 24 horas después. “He sostenido antes, y lo repito ahora,” escribió, “que los Estados Unidos no pretenden intervenir militarmente en Cuba… Tomo muy cuidadosamente en cuenta su advertencia sobre el hecho de que los eventos que ocurren en Cuba pueden afectar la paz en todo el mundo. Confío que esta afirmación no implica que el gobierno soviético esté usando la situación en Cuba como un pretexto para provocar otros incendios en otras partes del mundo. Quisiera pensar que el gobierno soviético posee un enorme sentido de su responsabilidad como para embarcarse en alguna empresa que ponga en peligro la paz mundial.”

En impecable estilo diplomático, las dos superpotencias ponían ahora sus cartas sobre la mesa cubana y cruzaban los primeros golpes de lo que año y medio más tarde, nuevos planes estadounidenses de actuar en Cuba y la llamada crisis de los cohetes, iban a colocar a la humanidad a un paso del abismo nuclear.

 

 

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