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Armando Durán / Laberintos – El fiasco de Bahía de Cochinos (parte IV): La URSS desembarca en Cuba

   El 4 de agosto de 1961, apenas cuatro meses después de la fracasada invasión de Bahía de Cochinos, Ernesto Che Guevara, quien desde febrero de aquel año era ministro de Industrias de Cuba, aterrizó en el balneario uruguayo de Punta del Este. Iba al frente de la delegación de su gobierno que asistía a la reunión del Consejo Interamericano Económico y Social (CIES) de la OEA, convocada por Estados Unidos con la finalidad de que Douglas Dillon, su secretario del Tesoro, presentara oficialmente al resto del hemisferio la nueva política del presidente John F. Kennedy para la región.

   Meses antes, el 13 de marzo, mientras sus asesores revisaban los detalles finales del plan de la CIA para invadir Cuba un mes más tarde, Kennedy había invitado a cenar en la Casa Blanca a los embajadores de América Latina acreditados en Washington. En su discurso de esa noche, transmitido en vivo por la Voz de las Américas a todo el continente, Kennedy informó que su gobierno se disponía a lanzar un vasto programa de cooperación y asistencia regional, suerte de mini Plan Marshall, bautizado con el ostentoso nombre de Alianza para el Progreso, que según él sería el primer paso de “una gran batalla colectiva contra el subdesarrollo y la miseria” que asolaban a decenas de millones de latinoamericanos. Para financiar el proyecto y garantizar su éxito, Kennedy informó que su gobierno, el Banco Interamericano de Desarrollo y el sector privado de la economía estadounidense aportarían 20 mil millones de dólares a lo largo de los primeros 10 años del programa. Por último, sostuvo que este aporte extraordinario de recursos perseguía el objetivo de generar un crecimiento sostenido de 2,5 por ciento anual del Producto Interno Bruto de América Latina.

   La Alianza para el Progreso

   En el discurso que pronunció durante la sesión inaugural del evento, Guevara destacó que esos miles de millones de dólares que pronto comenzarían a llover sobre América Latina llevaban impreso en letras mayúsculas el nombre de Cuba, porque su objetivo no era dar respuesta solidaria al creciente malestar social de las masas latinoamericanas, sino compensar a los gobernantes y pueblos de la región por no reproducir en sus países el “mal” ejemplo de la revolución cubana. Luego advirtió que si bien Cuba se negaba a respaldar el plan, no lo hacía por motivos políticos, sino por razones estrictamente técnicas, pues la asistencia que proponía llegaba demasiado tarde, resultaba menesterosa y fijaba metas de crecimiento modestas en exceso.

   Por supuesto, nadie ponía en duda que la Alianza para el Progreso había sido creada con el propósito de garantizar el respaldo latinoamericano a las acciones miliares y diplomáticas emprendidas por Estados Unidos para enfrentar la revolución cubana, una urgencia a que ahora, tras el inmenso daño político ocasionado por la humillante derrota política y militar de Washington en Bahía de Cochinos, era una mucho mayor. Lo que sí sorprendió de la intervención de Guevara fue que, en lugar de recurrir a la feroz beligerancia habitual del discurso oficial del gobierno revolucionario cubano para negarle su apoyo a la Alianza y descalabrar la reunión, lo hizo con una continencia desde todo punto de vista imprevista. Aunque Cuba, anunció, no votaría en favor de la Alianza, tampoco propiciaría su naufragio. Esta pública oferta de buena conducta futura  respondía al temor que se tenía en La Habana y en Moscú a que tras la “debacle” de Bahía de Cochinos, como la calificó el propio Robert McNamara, secretario de Defensa norteamericano, Estados Unidos volvería muy pronto a invadir Cuba, esta vez con sus propios efectivos militares. Un ataque que Cuba no estaba en condiciones de repeler, y al hecho de que la Unión Soviética no deseaba verse arrastrada por las circunstancias a una guerra que no deseaba en absoluto con Estados Unidos. Ante esa encrucijada, tanto Cuba como la Unión Soviética se sentían obligados a explorar la alternativa de un cambio substancial en las relaciones de Cuba con Estados Unidos. Al menos para ganar tiempo.

   En el marco de esta nueva situación, a las 2 de la madrugada del 17 de agosto, Guevara sostuvo una muy privada conversación con Richard Goodwin, asesor del presidente Kennedy incorporado en el último momento a la delegación que acompañó a Dillon a Punta del Este con el propósito de observar y analizar la actuación del influyente comandante guerrillero argentino. La reunión, solicitada muy discretamente por Guevara, tuvo lugar en la residencia del embajador Edmundo Barbosa Da Silva, representante de Brasil ante la Alianza Latinoamericana de Libre Comercio (ALAC), en su residencia oficial en Montevideo. Días más tarde, de vuelta en Washington, Goodwin le entregó a Kennedy un memorándum confidencial en el que recogía los pormenores de ese diálogo excepcional, en el curso del cual Guevara había reconocido “que su gobierno confrontaba graves problemas políticos y económicos, causados por la política agresiva del gobierno de Estados Unidos”, una realidad que “afectaba seriamente el acelerado proceso de desarrollo acometido por la revolución.” Guevara no consideraba factible alcanzar un entendimiento global de Cuba con Estados Unidos, “porque eso es imposible”, pero le indicó a Goodwin que sí consideraba posible negociar con Washington la implementación de “un modus vivendi, al menos, un modus vivendi provisional.” Finalmente, le resumió los 5 temas que Cuba estaba dispuesta a convenir en ese eventual acercamiento entre los dos gobiernos:

  1. Cuba no devolvería las propiedades estadounidenses expropiadas, pero sí podría considerar pagarlas con productos cubanos de exportación.
  2. Cuba también podría comprometerse a no acordar ninguna alianza política con los gobiernos de Europa oriental.
  3. Cuba aceptaría celebrar elecciones libres, pero sólo después de un período de institucionalización revolucionaria, que incluyera el establecimiento de un sistema electoral de partido único.
  4. Cuba se comprometía a no atacar la base naval de Estados Unidos en Guantánamo.
  5. Cuba aceptaría, aunque a regañadientes, hablar con funcionarios norteamericanos sobre las actividades promovidas por la revolución cubana en otros países.

   ¿Qué hacer con Cuba?

   Al entregarle su memorándum, Goodwin le sugirió a Kennedy que quizá había llegado el momento de aprovechar esta mesura adoptada por Guevara para las promover una política más matizada con respecto a Cuba y la opción de iniciar una ronda de negociaciones “subterráneas” con funcionarios cubanos, aunque sin dejar de realizar “actos de sabotaje en puntos álgidos de la economía cubana y continuar ejerciendo presiones económicas, militares y diplomáticas sobre el gobierno revolucionario, así como poner a punto una vasta campaña de propaganda y desinformación.” Robert Kennedy se opuso con firmeza a la opinión de Goodwin y exhortó en cambio a su hermano a asumir la extrema gravedad del desafío cubano y a tomar de inmediato las medidas necesarias para enfrentarlo militarmente, porque “mejor era un enfrentamiento definitivo con Cuba ahora, ya que dentro de un año o dos la situación será muchísimo peor.”

   Imposible saber qué habría ocurrido de haber escuchado Kennedy la sugerencia de Goodwin, ni qué habría pasado si hubiera seguido al pie de la letra la de su hermano. Sí sabemos que cuando finalmente decidió entablar con La Habana ese diálogo “subterráneo” sugerido por Goodwin, lo hizo después de la crisis de los cohetes, cuando ya era demasiado tarde. Por ahora, atrapado en la maleza de sus indecisiones, solo aceptó estudiar la propuesta de su hermano Robert.

   Fue precisamente con ese objetivo que los dos Kennedys se reunieron en septiembre con Robert McNamara y con el general Edward Landsdale, oficial de infantería que había tenido una notable participación en la exitosa lucha contra las guerrillas comunistas en Filipinas durante los años cincuenta, quien les aseguró que era perfectamente posible derrocar a Castro. En vista del optimismo de Landsdale, pocos días después volvieron a reunirse, esta vez con la participación de Richard Helms, jefe de Operaciones de la CIA, y del general William Craig, en representación de la Junta de Jefes del Estado Mayor Conjunto. Una vez más todos estuvieron de acuerdo en señalar que la solución del “problema cubano” era la primera prioridad política del Gobierno de Estados Unidos y para ocuparse de resolverlo Kennedy ordenó la creación de un grupo de trabajo, denominado Special Group Augmented (SGA), presidido por su hermano Robert y conformado, entre otros, por el director general de la CIA, Allen Dulles, por su asesor de Seguridad Nacional, McGeorge Bundy, y por el general Lyman Lemnister, jefe del Estado Mayor Conjunto. Mes y medio después, el 4 de noviembre de 1961, los integrantes del grupo le dieron a los nuevos planes el nombre en clave de Operación Mongoose y se le encargó al general Landsdale la responsabilidad de llevarlo a cabo.

   El primer paso que se tomó en función de ese objetivo concreto, entre el 22 y el 31 de enero de 1962, la OEA convocó la VIII Reunión de Consulta de ministros de Relaciones Exteriores, en la que resolvió que la adhesión de cualquier gobierno miembro del organismo “al marxismo-leninismo es incompatible con el sistema interamericano y quebranta la unidad y solidaridad del hemisferio.” La conclusión lógica de esta premisa fue que, como el Gobierno de Cuba “se ha identificado oficialmente como gobierno marxista-leninista”, los países miembros, por 14 votos a favor, uno en contra (Cuba) y 6 abstenciones (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador y México), acordaron “excluir al actual Gobierno de Cuba de participar en el Sistema Interamericano.”

   Nuevo revés de Kennedy

   La reacción de Cuba volvió a ser rápida y terminante. El 2 de febrero, ante una inmensa multitud de cubanos reunidos de nuevo en la Plaza de la Revolución, Fidel Castro leyó lo que desde entonces se conoce como Segunda Declaración de La Habana, en la que proclama “la proyección y vocación latinoamericanista de la Revolución Cubana.” El documento hace después un extenso recuento de los “atropellos” cometidos por Estados Unidos en el sur del continente, siendo los dos últimos la invasión de Bahía de Cochinos y la expulsión de Cuba de la OEA, y termina denunciando la conducta “traidora” de los gobiernos de la región, a los que Castro amenazó al señalar que los pueblos latinoamericanos “han echado a andar, una marcha de gigantes, que ya no se detendrá hasta conquistar su verdadera independencia.” Sin la menor duda, una declaración de guerra revolucionaria a escala continental.

   Durante los meses siguientes, la implementación de la Operación Mongoose estuvo muy lejos de desencadenar los resultados que se esperaban en la Casa Blanca. Landsdale, profundamente desanimado, admitió en memorándum fechado el 25 de julio de 1962 que, de los objetivos anticipados en el cronograma de la operación, ninguno se había cumplido satisfactoriamente. Pobres logros que le hacían sentir honda “preocupación” por el porvenir del programa, pues en su opinión al Gobierno de Estados Unidos “se le acaba el tiempo para actuar.” En vista de ello, Landsdale le propuso al SGA diversas alternativas, desde cancelar todas las operaciones encubiertas y limitar las acciones estadounidenses a la tarea de proteger el resto hemisferio de la influencia cubana, hasta intensificar las presiones políticas, diplomáticas y económicas con la intensión de debilitar al régimen castrista y facilitar su derrocamiento, incluyendo, si fuera necesario, el uso directo de la fuerza militar de Estados Unidos.

   Ante esta desalentadora realidad, un mes más tarde, Bundy le entregó un memorándum al presidente Kennedy, con copias a los secretarios de Estado y de Defensa, a Robert Kennedy y a John McCone, sucesor de Allen Dulles en la CIA, en el que recomendaba la imprescindible preparación de tres estudios estratégicos sobre los peligros que acarreaba la muy avanzada alianza política y militar de Cuba con la Unión Soviética. En el primero de los estudios se debía analizar el impacto político y psicológico que tendría en la población de Estados Unidos el anuncio de que la Unión Soviética pudiera instalar en Cuba misiles ofensivos con capacidad de alcanzar objetivos en territorio estadounidense. En el segundo debían compararse las ventajas y desventajas de hacerle saber al mundo que Estados Unidos no toleraría el emplazamiento en Cuba de fuerzas militares soviéticas con capacidad de lanzar un ataque contra Estados Unidos. Y en el tercero, debían evaluarse las posibles alternativas militares de Estados Unidos ante una inaceptable instalación en Cuba de armamento soviético ofensivo, incluso de carácter nuclear.

  Para ese momento, Kennedy ya había descartado de su menú de opciones ir más allá del aislamiento político de la revolución cubana del resto de América Latina. Sin embargo, las informaciones de inteligencia que llegaban a La Habana y Moscú sobre los estudios estratégicos que planteaba Bundy tras el desvanecimiento de la Operación Mongoose indicaban todo lo contrario y generaron un malentendido que llevó a los gobiernos de Cuba y de la Unión Soviética a pensar que, a pesar de sus vacilaciones, Kennedy no había renunciado del todo a lanzar en un futuro próximo un ataque directo a Cuba. Motivo suficiente para que, ante la magnitud de esa eventual amenaza, para finales de septiembre de 1962, la Unión Soviética ya había desplegado en Cuba 40 mil efectivos militares, 750 piezas de artillería de campaña, 400 baterías antiaéreas, 200 tanques y 150 aviones de combate. Un arsenal, todavía sin capacidad ofensiva, pero cuya acumulación disparó en el gobierno de Estados Unidos todas las alarmas e indujo al presidente Kennedy a ordenar misiones fotográficas de aviones espías U 2 sobre territorio cubano para medir con exactitud el desarrollo de la carrera armamentista de la Unión Soviética, a solo 90 millas del territorio de Estados Unidos. Sin la menor duda, un nuevo revés del presidente Kennedy.

    La URSS desembarca en Cuba

    Lawrence Chang y Peter Kornbluh, en la introducción a su indispensable libro Cuban Missile Crisis 1962, señalan que la progresiva desclasificación de documentos secretos de Estados Unidos pone de manifiesto que la crisis generada por la instalación en Cuba de misiles soviéticos ofensivos con ojivas nucleares “no puede ser entendida de acuerdo con la interpretación que hace Robert Kennedy en sus memorias sobre aquellos 13 días de octubre, como si todo hubiera comenzado puntualmente con el descubrimiento el 14 de octubre de misiles ofensivos soviéticos en Cuba.” Esa documentación muestra que la opción norteamericana de invadir Cuba era, como pensaban los estrategas cubanos y soviéticos, más real en 1962 que antes de la invasión de Bahía de Cochinos.

   El propio McNamara, secretario de Defensa durante los dos episodios, admitió en octubre de 1982, durante la histórica reunión con los principales protagonistas soviéticos, estadounidenses y cubanos celebrada en La Habana por iniciativa de Fidel Castro para analizar a fondo la realidad de aquella crisis, que en aquel momento el proyecto de una invasión de Estados Unidos a Cuba estaba en una etapa muy avanzada. “Bahía de Cochinos”, declaró a un grupo de periodistas que cubría la reunión, “no había interrumpido las actividades encubiertas de Estados Unidos contra el régimen cubano, sino todo lo contrario”, y recordó que el presidente Kennedy había ordenado por esos días “la mayor expansión del poder militar estadounidense en tiempos de paz, a pesar de que las fuerzas estratégicas de Estados Unidos superaban en mucho a las de la Unión Soviética.” Por último, indicó que “aunque la instalación de misiles nucleares soviéticos a sólo 90 millas del territorio de Estados Unidos podría haber sido una manera absurdamente riesgosa y llena de peligros innecesarios para desestimular tanto una acción de Estados Unidos contra Cuba como un ataque nuclear de Estados Unidos a la Unión Soviética (desde Italia y Turquía con cohetes Júpiter), dadas las circunstancias, era una reacción comprensible.”

   Así fue cómo desde hacía meses, en la USS y en Cuba se interpretó aquel punto crucial de la historia mundial y explica por qué, el 3 de julio de 1962, Raúl Castro aterrizó en Moscú y firmó en nombre del Gobierno cubano, el borrador final de un acuerdo estratégico secreto entre ambas naciones, mediante el cual Cuba autorizaba a la Unión Soviética a instalar en la isla baterías de cohetes tierra-aire SA-2, cohetes tácticos tierra-tierra con ojivas nucleares, y cohetes de carácter ofensivo, los R-12, de alcance medio (mil 600 kilómetros) y los R-14, de alcance intermedio (cuatro mil kilómetros). El resto del armamento estratégico que según el acuerdo la Unión Soviética trasladaría a Cuba de inmediato, y cuya existencia no descubrirían los servicios de inteligencia de Estados Unidos hasta después de haber estallado la crisis, incluía la cesión a Cuba de 42 bombarderos ligeros Ilyushin-28, sin duda obsoletos, pero capaces de arrojar sobre el cercano territorio de Estados Unidos dos bombas atómicas. En total, la URSS trasladaría a Cuba una carga nuclear equivalente a cinco mil bombas como la que 15 años antes destruyó la ciudad japonesa de Hiroshima. Por otra parte, escuadrillas de aviones MiG-21, muy superiores a los F-84 y F-86 estadounidenses, y sus correspondientes tripulaciones soviéticas, ya custodiaban los cielos cubanos.

   En aquel comprometido escenario, no le costó mucho a Jrushchov convencer a Castro de convertir el territorio cubano en plataforma de lanzamiento de cohetes con ojivas nucleares capaces de llegar a Washington o New York en menos de 5 minutos, amenaza que para la Unión Soviética era proporcional a la que representaban los cohetes estadounidenses Júpiter instalados en Italia y Turquía, un argumento suficiente para disuadir a Estados Unidos de invadir Cuba. De ahí que inmediatamente después del viaje de Raúl Castro a Moscú, a mediados de julio de 1962, llegó a La Habana una delegación militar soviética de muy alto nivel, al frente de la cual estaba el general de ejército, dos veces condecorado con la medalla de Héroe de la Unión Soviética, Issia A. Plíery. En ese preciso instante, se inició la explosiva Operación Anadyr, que muy pronto, de eso nos ocuparemos la semana que viene, colocaría al mundo a un paso de la Tercera Guerra Mundial y del holocausto nuclear.

 

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