Armando Durán / Laberintos: El fin de la ilusión socialista en América Latina (y 2)
Hannah Arendt
La semana pasada, en la primera parte de esta columna, advertíamos que el ascenso a la Presidencia de Brasil de Jair Bolsonaro, un político de muy segunda línea pero de ideología de derecha radical fue posible como efecto de tres fenómenos no brasileros muy concretos, las muertes de Hugo Chávez y Fidel Castro, los dos principales promotores de la expansión del proyecto socialista cubano en América Latina, y el rotundo fracaso de la muy mal llamada “revolución bolivariana” en Venezuela. Una situación, en el caso de Brasil, agravada por el escándalo de corrupción sin límites protagonizado por la poderosísima constructora Odebrecht, que ha llevado a prisión a Luiz Inácio Lula da Silva y herido de muerte a su otrora dominante Partido de los Trabajadores y al Foro de Sao Paulo. En definitiva, una nueva manifestación del reflujo ideológico que desde hace meses caracteriza al proceso político latinoamericano, aunque aún sin que nadie pueda asegurar qué consecuencias reales tendrá este nuevo rumbo político regional en el futuro de Venezuela y Cuba.
En este sentido me parece oportuno referirme a un ensayo de Hannah Arendt, titulado Condiciones y significado de la revolución, inédito durante medio siglo y publicado hace pocos días en el diario español El País. En este breve y sugestivo texto, Arendt analiza diversos procesos revolucionarios y al final llega a la conclusión de que ninguna revolución “ha sido jamás obra de conspiradores… ni son la causa sino la consecuencia del desmoronamiento de la autoridad política. En todos los lugares en la que se desarrollan sin control esos procesos desintegradores, habitualmente durante un período prolongado de tiempo, pueden producirse revoluciones (y contrarrevoluciones, añadiría yo), a condición de que haya un número suficiente de gente preparada para el colapso del régimen existente y para la toma del poder.”
Esta tesis puede aplicarse perfectamente al caso Bolsonaro. Ese 55 por ciento de votos que lo llevó a la cima del poder político de su país no fue obra de ninguna conspiración contra Lula y su proyecto, como sus defensores sostienen desde La Habana y Caracas, sino el efecto de la erosión prolongada del escándalo Odebrecht, que terminó primero con el juicio político y destitución de Dilma Russeff, mano derecha y sucesora de Lula en el Palacio de Planalto, y después con el juicio y condena a 14 años de prisión del propio Lula y el derrumbe de su régimen.
Bolsonaro y Chávez: historias paralelas
Se trata de una experiencia similar a la que representó el triunfo electoral de Chávez en la Venezuela de 1998, posible, precisamente, porque el sistema democrático venezolano, estable durante los 40 años transcurridos desde el fin de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez gracias al acuerdo negociado por los dos principales partidos políticos de entonces, el social demócrata Acción Democrática y el demócrata cristiano COPEI, se había desplomado por el agotamiento irreversible del sistema.
Los dos puntos decisivos de aquella crisis se produjeron casi al mismo tiempo, cuando los enemigos de Carlos Andrés Pérez dentro de su propio partido Acción Democrática forzaron su defenestración apenas 6 meses antes de las elecciones generales de 1993 y cuando el partido COPEI le exigió a Rafael Caldera, para ser una vez más candidato presidencial, medirse con otros aspirantes en unas elecciones primarias. La reacción de Caldera fue suicida: rechazó medirse con los otros legítimos aspirantes a esa candidatura y optó por lanzar la suya al margen de su partido, con el apoyo de lo que se llamó “el chiripero” (en venezolano se llama “chiripa” a una especie de cucaracha de menor tamaño), suma oportunista de individualidades y pequeños partidos sin mayor importancia, que en ese momento vieron en Caldera un portaviones propicio para acceder a un poder político al que de otro modo jamás arribarían.
Fueron dos golpes mortales al sistema, de los que no era posible recuperarse. A lo que pronto se añadió el rotundo fracaso de ese segundo gobierno de Caldera, quien ganó las elecciones con menos de 30 por ciento de los votos emitidos, respaldado exclusivamente por algunos sectores de los muy divididos COPEI y Acción Democrática, y de los numerosos oportunistas del momento. Seis años después, esos pasos en falso y ese fracaso inevitable le abrirían de par en par las puertas del Palacio de Miraflores a Chávez, que en ese punto alterado de la historia venezolana sólo era un ex teniente coronel golpista en busca de una nueva identidad, la del revolucionario vengador de todas las injusticias sociales imaginables, que por supuesto encontró en los brazos abiertos de un Fidel Castro acorralado por las devastadores consecuencias del desplome y desintegración de la vieja y anacrónica Unión Soviética.
El resto de esa debacle es harto conocida. Al calor ideológico del Foro de Sao Paulo, ahora bajo la conducción del triunvirato formado por Castro, Lula y Chávez, con la disposición de este último a financiar con los inmensos recursos financieros de Venezuela la expansión revolucionaria soñada por Castro y Ernesto Che Guevara desde el mismo inicio de la revolución cubana, derrotada militar y políticamente en las décadas siguientes, el mapa de América Latina comenzó a teñirse de rojo. Por una parte, Cuba, con la “solidaridad” venezolana, pudo emprender la ruta de una recuperación económica muy limitada pero suficiente para frenar la indignación de sus ciudadanos y la decadencia del sueño cubano de la revolución continental; por otra parte, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y los gobiernos de algunas naciones centroamericanas y pequeñas islas del Caribe gradualmente se fueron integrando a Cuba y Venezuela en la tarea subversiva de sumergir la región bajo las aguas socialistas y antiimperialistas de una marea roja que hasta hace pocos años parecía indetenible.
La crisis financiera mundial del año 2008, la enfermedad y muerte de Chávez, los leves pero significativos cambios experimentados por Cuba tras la muerte de Castro, y la desmesurada incompetencia de Nicolás Maduro en su papel de sucesor de Chávez, más la la brusca caída de los precios del petróleo en los mercados internacionales y la destrucción de la industria petrolera venezolano a manos de sus gerentes y gestores, que además pasó de producir más de tres millones de barriles de crudo diarios a muy poco más de un millón en la actualidad, colocó a Venezuela en el ojo de una crisis sin remedio, que a su vez provocó el fin de la bonanza revolucionaria en América Latina y la fijación de un nuevo rumbo político regional, cuyo último capítulo, por ahora, han sido la caída y prisión por corrupto de Lula y la victoria electoral de Bolsonaro, inimaginable pocos meses antes.
¿Un nuevo punto de quiebre regional?
Esta victoria electoral se produce, además, en el marco del evidente retroceso de la corriente socialista en América Latina, marcado por las sucesivas victorias electorales de Lenin Moreno, de Sebastián Piñera, de Mauricio Macri y de Iván Duque. Desde esa perspectiva, podríamos decir que la próxima investidura de Bolsonaro como presidente de Brasil marcará un nuevo punto de quiebre en el proceso político latinoamericano, equivalente al que produjo el ascenso de Chávez al poder hace casi 20 años. Dos experiencias semejantes aunque de signos ideológicos opuestos, que cierra el círculo de esta voltereta política que ahora rodea por completo a la Venezuela chavista con un cordón de activos promotores de un cambio político urgente en la patria de Bolívar.
La tarea, sin embargo, no es para nada sencilla. La descomposición de un sector importante de las fuerzas políticas democráticas en Venezuela, que a sabiendas o por pura ignorancia comprometieron a fondo el futuro de Venezuela allá por los años 90, ha seguido siendo el factor que durante estos casi 20 años de régimen chavista han impedido que Venezuela recupere su esperanza política y la gobernabilidad. Continuar haciendo aquella política suicida le ha permitido al régimen consolidarse en el poder y ampliar agresivamente su influencia en toda la región. Una situación, que como ya hemos repetido hasta la saciedad, ha sido posible porque a la complicidad de las fuerzas políticas venezolanas que presumen de luchar por la restauración de la democracia, pero sólo formalmente, se ha añadido la complicidad de fuerzas políticas latinoamericanas también implicadas, presuntamente y nada más, en la tarea de hacer realidad esa aspiración. De ahí, por ejemplo, que los sucesivos esfuerzos promovidos en el seno de la OEA para condenar al régimen venezolano de romper el hilo constitucional y aprobar las sanciones que en estos casos contempla la Carta Democrática Interamericana del organismo, se hayan tropezado sistemáticamente con la posición adoptada por la mayoría de los gobiernos suramericanos y la mayoría de las islas del Caribe y algunos gobiernos centroamericanos, dependientes económicamente de la política asistencial del régimen chavista, que insisten en el absurdo de que para adoptar medidas colectivas y obligar a Maduro y compañía a iniciar un proceso de democratización en Venezuela, se requiere agotar primero los diversos esfuerzos promovidos por el propio régimen chavista y sus cómplices en la “oposición” venezolana de intentar encontrarle, en sucesivas y siempre infructuosas rondas de negociaciones una salida negociada a la crisis insondable que ha transformado a Venezuela en un Estado fallido y condenado a sus habitantes a sufrir la peor miseria física y espiritual de su historia.
Los recientes triunfos electorales de dirigentes políticos latinoamericanos que exigen el cambio urgente de presidente, gobierno y régimen en Venezuela como requisito previo a la restauración en esa nación del hilo constitucional y el Estado de Derecho, reforzados ahora con el de Bolsonaro, y con el abierto apoyo de los gobiernos de Estados Unidos, Canadá y la mayoría de las naciones de la Unión Europea, abren sin duda un nuevo capítulo del proceso. La duda es hasta qué extremo están dispuestos a llegar los animadores de esta nueva actitud de la comunidad internacional frente al caso Venezuela. Hasta los más firmes defensores de los derechos políticos y civiles de los venezolanos, incluyendo a dirigentes latinoamericanos tan firmes en su rechazo a Maduro y compañía como Iván Duque y Sebastián Piñera, insisten en especificar, por una parte, que los cambios políticos en Venezuela constituyen un objetivo imprescindible, perentorio e inaplazable, pero por otra parte advierten que esos objetivos deben alcanzarse por medios exclusivamente pacíficos y democráticos. La misma duda que desde hace años viene neutralizando en Venezuela la posición de sus dirigentes más impacientes y “radicales” y que le ha obsequiado al régimen la desmovilización de la sociedad civil.
Esta contradicción estratégica continúa siendo el principal obstáculo para superar la supremacía chavista en Venezuela. El hecho de que la ilusión socialista haya desaparecido del horizonte latinoamericano al menos por un buen tiempo, es una nota a favor del cambio en Venezuela, pero no será suficiente ni real hasta que las fuerzas políticas que dentro y fuera del país exigen su pronta restauración democrática adopten una estrategia común que nada tenga que ver con los lugares más comunes e intrascendentes de la habitual retórica política. Hasta entonces, por muchos triunfos estilo Bolsonaro que se produzcan, por muchas declaraciones grandilocuentes que se pronuncien y por muchas sanciones diplomáticas que finalmente se adopten, ningún cambio sustancial tendrá lugar en una Venezuela, donde a pesar de lo que todos los días se diga y se repita, seguirá desangrándose, también día a día, sin remedio real a la vista, porque el dilema que plantean hasta los más acérrimos adversarios de Maduro y compañía no puede seguir siendo decirle no a guerra pero también no a la paz, sino todo lo contrario. Para mayor satisfacción de los regímenes de Cuba y Venezuela, sin duda acosados por el fin de la ilusión socialista en América Latina, pero libres por el momento de que la amenaza de esa realidad se convierta el día de mañana en un peligro cierto e irremediable.