¿Un país sin gobierno y sin oposición?
Este fin de semana, el régimen venezolano divulgó dos informaciones inauditas. La primera, que entre martes y jueves anunciaría la fecha definitiva y las condiciones bajo las cuales se celebrarán las elecciones parlamentarias que hasta ahora estaban previstas para el próximo mes de diciembre, y a las que ningún ciudadano en su santo juicio les dedica el más mísero de sus pensamientos. En segundo lugar, que a partir del lunes 29 de junio se prolonga en la Gran Caracas y otros 9 estados del país una semana más de esa cuarentena radical que en nombre de la lucha contra el coronavirus, y sin necesidad de recurrir a la represión violenta, mantiene a los habitantes de Venezuela paralizados y confinados en sus hogares desde el pasado 15 de marzo.
El primer anuncio lo hizo el propio Nicolás Maduro tras negociaciones (es un decir) adelantadas en reuniones del oficialismo con representantes de lo que el régimen ha llamado “oposición minoritaria”, porque desde su perspectiva ellos son mayoría indiscutible en el país, presunción que a su vez le permitió declarar el sábado pasado a Maduro, que el oficialista Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) obtendrá este año “la más grande victoria electoral” de la historia nacional, a pesar de que ninguna encuesta le atribuye al régimen más de 18 por ciento de aceptación popular. También porque los supuestos representantes de la oposición son en realidad insignificantes individualidades, descartadas por partidos políticos que desde hace años protagonizan un patético e irreversible proceso de disolución, y no representan absolutamente a nadie.
En cuanto a la segunda información, me parece oportuno reiterar que se trata de una artimaña del régimen para disimular su penosa agonía, incluyendo en el paquete la falta de gasolina, y aprovechar la amenaza del nuevo y mortífero coronavirus para hundir a Venezuela en el pantano del silencio más resonante y el dejar de ser. A fin de cuentas, un esfuerzo exasperado por hacer invisible la indignación de la gente hasta que el país lo aguante, ilusión que por supuesto comparte lo que queda de una oposición silente porque no tienen rumbo ni capacidad de respuesta, y ya ni siquiera velas en este entierro.
Lo cierto es que ambas novedades solo son efectos ineludibles del presente drama nacional y anticipan lo que será Venezuela cuando por fin se apaguen las actuales alarmas sanitarias, reales o imaginarias. Mientras llega ese punto desconcertante del proceso político venezolano, vale la pena recordar que hace 41 años Luis Herrera Campíns, poco después de haber asumido la presidencia de la República, nos dio a conocer su carácter cordial al manifestar que encaraba las responsabilidades de su cargo articulando una frase que pronto se convertiría en lugar común del habla popular venezolano: “Tranquilo y sin nervios.” No sé si aquella expresión fue un equivocado error de cálculo suyo o si la usó para exteriorizar su legítimo deseo de que así fuera. Sí sabemos, sin embargo, que a pesar de todos los pesares, sus cinco años de gobierno no fueron para nada tranquilos, sino todo lo contrario. Sobre todo en sus postrimerías, cuando el viernes 8 de febrero, desde entonces conocido como viernes negro, los errores económicos y financieros de su gobierno lo obligaron a decretar, por primera vez en un cuarto de siglo caracterizado por la estabilidad política y económica, una drástica devaluación de la moneda, signo que a partir de ese día ha marcado el errático camino de nuestra vida económica, social y, por supuesto, política.
A su manera, la campechana frase de Herrera Campíns también resumía la esperanza natural de los seres humanos a tener una vida más o menos ordenada y feliz, sin mayores dificultades ni sobresaltos. En el caso de América Latina, libre de las atroces dictaduras militares que se habían adueñado de la región y de espeluznantes amenazas extraterritoriales, como el peligro que corrió el planeta de desaparecer en las llamas de un holocausto nuclear en octubre de 1962. Aunque también es posible que la frase la entendamos como un adelanto accidental de la ilusión neoliberal que florecería 10 años más tarde, tras el derrumbe del muro de Berlín primero y más tarde con la anticlimática desintegración de la Unión Soviética. Sucesos imprevistos que impulsaron al profesor Francis Fukuyama a proclamar a los cuatro vientos el fin de la historia. Es decir, de los conflictos ideológicos y políticos, incluso en la Cuba revolucionaria y socialista de Fidel Castro, principal víctima de aquel cataclismo, donde sus jerarcas finalmente tuvieron que rendirse al imperio del mercado y la globalización.
De aquella Venezuela de vida tranquila y sin nervios que soñaba Herrera Campíns mientras dormía la siesta después del desayuno para luego observar “crecer la hierba”, solo queda la devastadora realidad de la crisis económica y humanitaria, y las consecuencias más abominables causadas por la conjunción de todas las contrariedades imaginables. Una realidad generada por los vientos que derrumbaron el muro de Berlín y que gradualmente le fueron arrebatando sus principios y sus doctrinas a los partidos políticos que desde enero de 1958 habían sido el sustento de la naciente democracia venezolana. Y que paso a paso, se fueron convirtiendo en lo que son ahora, simples y desideologizados artefactos comerciales, cuyo infeliz primer paso en falso fue acudir a las elecciones generales de 1998 con candidatos presidenciales tan inadecuadas y ajenos a las verdaderas circunstancias políticas del momento, como Irene Sáez, abanderada del democristiano COPEI solo para aprovechar su popularidad por haber sido reina de la belleza universal, y la de Luis Alfaro Ucero, hombre cuya única virtud era controlar con mano de hierro el aparato del socialdemócrata Acción Democrática, disparates oportunistas tan distantes de la Venezuela indignada de entonces, que le abrieron a Hugo Chávez las puertas del cielo de par en par en las elecciones generales de diciembre de 1998.
Gracias a esa victoria, sin engendrar todavía ninguna suspicacia, Chávez pudo desenterrar las raíces un caudillismo militar, con la perversa intención de reproducir en Venezuela la fallida experiencia comunista cubana. Y lo logró, gracias a su voluntad, al carácter carismático de su liderazgo y al empleo de la riqueza petrolera del país para financiar su proyecto heterodoxo proyecto político dentro y fuera de Venezuela. Con el paso de los años, el despilfarro de los recursos financieros y la crisis mundial de 2008 se encargarían de liquidar las expectativas rojas-rojistas de Chavez y compañía. Su muerte por sorpresa y la falta de opciones, de creatividad y de autoridad, obligaron a los nuevos jefes a desandar buena parte del camino recorrido. Hasta llegar al día de hoy tan sin fundamentos ideológicos y sin verdadero objetivo político, tan atados de pies y manos como sus adversarios, unos y otros ocupados en la sencilla tarea de seguir políticamente vivos.
Lo que mejor ilustra esta ominosa ecuación es la necesidad chavista de legalizar su ilegítimo poder desde el pasado 10 de enero de 2019, cuando la permanencia de Maduro en la silla presidencial fue calificada de usurpación por un sector importante de la oposición con el respaldo de las casi 60 democracias principales del mundo. Un situación indescriptible, porque en un mismo espacio geográfico conviven desde febrero del año pasado dos presidentes y dos gobiernos, ninguno de los cuales tiene poder real suficiente para gobernar. Uno cada día más débil porque carece de apoyo político suficiente pero que está ahí, ocupando el territorio y las instituciones, y entretanto ha podido deshacer pacientemente los tenues jirones de vida que les quedan a los otros. O sea, que en medio de esta tierra baldía que llamamos Venezuela, los heredero de Chávez y los dirigentes de una supuesta oposición apenas son comparsas de simple utilería, cuya única razón de ser es rellenar los múltiples espacios vacíos en las fotos de familia de un régimen y de una oposición que nada tienen que decir o hacer, y a los que solo les resta el consuelo de ser huérfanos tan solitarios y abandonados como sus presuntos enemigos, pero que son, y ahí radica de hecho la fuerza del régimen, los únicos ocupantes de un escenario político que dejó de existir en algún difuminado recodo del camino.
Una realidad patética que demuestra que no fue la ascensión de Chávez a la cúpula del poder político en Venezuela la causa de la desaparición de los partidos de la oposición venezolana, sino todo lo contrario. Fue gracias a los procesos de autodestrucción de las dos caras del bipartidismo venezolano, suerte de “autosuicidio”, como diría Carlos Andrés Pérez con un pleonasmo que pronto se hizo popular, del socialdemócrata Acción Democrática y del socialcristiano COPEI. Y eso es lo que al parecer tenemos. Un pueblo abandonado por todos a su suerte, sin gobierno ni oposición, sin alternativas políticas, acorralado en un callejón sin salida, a la espera sin esperanzas a que algún llegue por sorpresa Godot, como podría repetir aquel loco delirante y magnífico que se llamó Samuel Beckett.