Armando Durán / Laberintos: El fin de la política en Venezuela: Los antecedentes (1 de 2)
Este mes de agosto, 27 partidos de oposición, incluyendo en el lote a todos los que tienen representación en la Asamblea Nacional, la influyente Conferencia Episcopal de Venezuela, Josep Borrell, responsable de las relaciones internacionales de la Unión Europea, y un comunicado conjunto suscrito por los gobiernos europeos, de Estados Unidos y de los que conforman los grupos de Lima y de Contacto Internacional para mediar en el complejo conflicto venezolano, cada uno por su cuenta, han coincidido en condenar sin el menor atenuante al régimen chavista. Y todos, con la exclusiva y desconcertante excepción de los obispos venezolanos, han rechazado de plano la convocatoria hecha por las autoridades electorales de Nicolás Maduro a elecciones parlamentarias para el próximo 6 de diciembre. Sin embargo, también este mes de agosto puede que también se produzca en Venezuela el fin definitivo de la política como herramienta útil para dirimir más o menos pacíficamente las discrepancias que dividen a Venezuela en pedazos desde el 4 de febrero de 1992, cuando el entonces teniente coronel Hugo Chávez trató de tomar el poder a cañonazos.
Lo novedoso de este hecho es que pocos años después de aquella cruenta intentona golpista, sin ninguna circunstancia que lo anticipara, Chávez le dio un giro radical a su estrategia de conspiraciones militares y golpismos. Y anunció, reunido con los dirigentes de su movimiento político a mediados de 1997, que renunciaba a la lucha armada y se proponía alcanzar por el paciente camino electoral, el objetivo que no pudo conquistar por la fuerza. Su triunfo en la jornada electoral de 1998 le dio la razón. Bien aprovechadas, reglas del juego político podían resultar un arma infinitamente más poderosa y efectiva que las pistolas, y lo convenció de que si en los años siguientes lograba resistir la tentación de recurrir a la violencia sin retorno para superar momentos de dificultad extrema, podría conservar el poder contra viento y marea, incluso por tiempo indefinido.
Fue, sin duda, una revisión a fondo de la fracasada estrategia diseñada por Fidel Castro para derrocar la dictadura de Fulgencio Batista y luego desatar la guerra contra Estados Unidos que según le confesó en nota manuscrita dirigida a Celia Sánchez, su amante y confidente en la Sierra Maestra, era la verdadera guerra que debía emprender después de la victoria insurreccional. Sellado el fracaso de ese proyecto con la muerte de Guevara en octubre de 1967 y el golpe de Estado de Augusto Pinochet contra Salvador Allende en 1973, el régimen cubano debió limitar sus afanes revolucionarios a la realidad geográfica de la isla.
Mientras tanto, el imprevisto golpe de timón que le había permitido a Chávez consolidar su jefatura en Venezuela, le permitía ahora enmendarle la plana a su mentor. No solo rescató Chávez a Cuba del foso económico y social en que la había hundido el experimento revolucionario, dramáticamente profundizado tras la caída del emblemático muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, sino que consiguió arrinconar a Washington con el ascenso sucesivo al poder de aliados de Cuba y Venezuela como Lula da Silva, Tabaré Vásquez, los Kirchner, Bachelet, Evo Morales, Correa, Ortega y unos cuantos más. Y no precisamente, de ahí la novedad del suceso, mediante el uso de la violencia armada que predicaba el Che Guevara, sino de votos contantes y sonantes, en gran medida obtenidos con los petrodólares que generosamente distribuía Chávez desde Caracas. Era, sin la menor duda, la puesta a punto de un triunfo al parecer irreversible de la política como fundamento sólido e inusitado sobre el cual construir la revolución socialista y anti Estados Unidos en toda América Latina.
Para llegar a ese horizonte que a todas luces parecía inalcanzable, Chávez debió esperar un tiempo y sortear no pocos escollos. El primero y más peligroso, se le presentó a finales del primer año del nuevo siglo, cuando sus prisas por llegar cuanto antes a donde iba provocó una fuerte reacción de la sociedad civil venezolana, que bajo el cobijo del movimiento sindical organizado, los gremios empresariales y la Iglesia católica, logró, aunque momentáneamente, derrotar a Chávez. Esta intromisión de referencias no estrictamente políticas fue consecuencia forzada por el hecho de que los partidos políticos, inmersos desde hacía años en guerras y divisiones internas, carecían ahora de poder y hasta de ganas para asumir el mando de la contrarrevolución.
Sindicalistas, empresarios y curas asumieron el desafío de ocupar el espacio que los partidos habían dejado vacantes, y el 11 de abril de 2002 movilizaron a centenares de miles de venezolanos en una marcha de 14 kilómetros para llegar al palacio presidencial de Miraflores y exigirle a Chávez su renuncia. El desenlace de aquel episodio, culpa de múltiples errores de sus improvisados dirigentes, fue la matanza de civiles desarmados en plena calle, sucesivos pronunciamientos militares en apoyo a los reclamos de la sociedad civil y la rendición final de Chávez esa misma noche, pero también su regreso inesperado al despacho presidencial apenas 47 fugaces horas después.
El susto le sirvió a Chávez para asumir la lección. Tanto, que lo primero que hizo fue reconocer ante las cámaras de la televisión su exacta ubicación en ese punto de inflexión del proceso político venezolano. En primer lugar, crucifijo de buen cristiano en las manos y simulada humildad, le pidió público perdón a los venezolanos por los errores cometidos y convocó al país a un gran diálogo nacional para buscar entre todos una solución duradera a la crisis. Luego, mientras este astuto artificio apaciguaba los ánimos de un país enardecido y a la vez decepcionado, mientras el presunto diálogo poco a poco se diluía sin pena ni gloria, Chávez convocó a los partidos políticos de la oposición, que a pesar de su radical pérdida de protagonismo constituían en ese momento una suerte de última línea de defensa frente al régimen, y le propuso a sus muy debilitados dirigentes el caramelito envenenado de un tremendamente falso pero irrefutable dilema: “O nos entendemos, señores, o nos matamos.”
Esta gran apuesta de Chávez le permitió a sus adversarios, en lugar de resignarse a desaparecer del todo en la mayor de las orfandades, sentarse a la mesa directiva de la principal empresa del país y recibir la oferta de compartir algunos de sus suculentos beneficios materiales y políticos, siempre y cuando aceptaran desempeñar el papel de fuerza opositora dispuesta a colaborar con el régimen. Gracias a este cínico acuerdo gatopardiano, desde entonces, pasando por la decisiva Mesa de Negociación y Acuerdos que Jimmy Carter y César Gaviria le sirvieron a Chávez, y la subsiguiente gran farsa del referendo revocatorio de su mandato presidencial en agosto de 2004, hasta las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, Chávez y Nicolás Maduro, su sucesor, contaron con la complicidad de esa presunta oposición para hacer como si las cosas de veras tuvieran posibilidad de cambiar, pero solo como estratagema para gobernar a su antojo. Sin que absolutamente nada, ni las sistemáticas e irremediables insuficiencias y disparates de ambos gobiernos, ni la hondura de la crisis económica y social que provocaron, devenida en devastadora crisis humanitaria a partir de 2017, ni siquiera las impactantes manifestaciones de rechazo popular de 2014 y 2017 y su saldo de decenas de ciudadanos asesinados por las fuerzas represivas, lograran demoler ese formidable muro de contención levantado sobre las reglas más insubstancialmente formales de la democracia como sistema de gobierno.
Como advierte la intuición popular, nada dura eternamente. O sea, que en este mundo no hay mal que dure cien años. No obstante, en el caso venezolano, si bien la crisis mundial de 2008, la muerte de Chávez a finales de 2012 o comienzos de 2013 según las versiones, la progresiva pérdida de popularidad de esa supuesta “revolución bolivariana”, la fraudulenta elección de Maduro como Presidente de Venezuela en abril de 2013 y su torpe gestión para frenar el deterioro del régimen, lograron quitar al régimen del medio, pero sí provocaron que en las elecciones parlamentarias de 2015 los candidatos del oficialismo, a pesar de todas las trampas, sufrieran una derrota tan aplastante. Hasta el extremo de que ni las sumisas autoridades electorales del régimen lograron siquiera maquillarlas para impedir al menos que los candidatos de la oposición obtuvieran ese día las dos terceras partes de los escaños. El régimen, acostumbrado a gobernar con poderes públicos que si bien se presumían autónomos de acuerdo con la Constitución Nacional, en la práctica solo funcionaban como oficinas burocráticas dependientes exclusivamente de la Presidencia de la Republica, de pronto perdió su decisivo sostén legislativo para seguir actuando a su antojo, sin el control de nadie, no supo qué hacer.
Frente a esta catastrófica realidad, Maduro tenía dos únicas opciones. Tratar de sobrevivir haciendo algunas concesiones, es decir, navegar por aquellas aguas turbulentas recurriendo a las sutilezas del juego político empleadas muchas veces por Chávez para escapar ileso de las peores amenazas, o dejarse arrastrar por una suicida combinación de impaciencia y torpeza, y jugárselo todo a una sola carta. La actual encrucijada venezolana es el resultado de la infeliz deriva totalitaria de Maduro de darle una grosera patada a la mesa. Un error que ahora, casi 5 años después, hace suponer que en esta ocasión Maduro ha ido demasiado lejos y una vez más el régimen tiene sus días contados. A no ser, como también ha ocurrido otras tantas veces, que esa oposición hecha y rehecha a sus deseos por los estrategas nacionales y extranjeros del régimen, acuda de nuevo en auxilio de ese náufrago moribundo que responde al pomposo nombre de Revolución Bolivariana y Socialista de Venezuela. De eso, precisamente de eso, nos ocuparemos la próxima semana, en la segunda parte de esta penosa reflexión sobre el presente y futuro del país.