Armando Durán / Laberintos: El mito de la solución negociada (2 de 3)
Tras 40 años de democracia representativa, los venezolanos, a pesar de la compleja crisis política y social que ya socavaba los cimientos del sistema, compartían una visión conservadora y optimista del mundo. El inmenso caudal de petrodólares que ingresaban a las arca públicas y privadas del país parecía más que suficiente para satisfacer sus deseos más extravagantes y los hacía presas fáciles de un consumismo tan excesivo, que no percibían con objetividad la verdadera naturaleza del sobresalto histórico que personificaba Hugo Chávez, ni el sentido oculto del entendimiento que sus dirigentes políticos decían haber acordado con los representantes del gobierno. Producto directo de esta penosa circunstancia fue el asombro con que más de media Venezuela recibió la noticia de que Chávez había superado el obstáculo del referéndum revocatorio de su mandato presidencial, celebrado el 15 de agosto de 2004, después de largos meses de manipulación oficialista. Como señaló The New York Times en un editorial publicado dos días más tarde, a la oposición venezolana simplemente le faltó “eficacia y realismo” para estar a la altura del desafío que les presentaba Chávez. Y, sobre todo, añadiría yo, les faltó ganas de asumir el riesgo que acarreaba destronar a Chávez, aunque fuera por las buenas.
En todo caso, ese fue el razonamiento empleado por los jefes de la oposición para no prestarle atención al informe sobre el fraude oficialista en el referéndum revocatorio, cuya versión preliminar resumió el abogado constitucionalista Tulio Álvarez el sábado 25 de septiembre con una frase terminante: “En Venezuela no están dadas las condiciones para participar en ningún proceso electoral.” Lo cierto es que los jefes de los partidos de oposición habían acudido a las urnas del revocatorio resueltos a no salirse del papel que se les había asignado en el truculento libreto redactado por los asesores nacionales y extranjeros del chavismo dominante. Ahora reiteraban que como “la lucha en democracia es electoral” y como ellos eran demócratas a carta cabal, “lo único que sabemos y estamos dispuestos a hacer es medirnos en las urnas electorales.” Sin caer, afirmaban antes y después de aquel naufragio del 15 de agosto, “en las provocaciones del régimen, ni dejarnos arrastrar hacia ninguna simplificación antidemocrática, ni siquiera para desenmascarar el fraude.”
Esta conformidad opositora con el fraude cometido influyó en la poca participación ciudadana en las elecciones regionales del 31 de octubre, y puso contra la pared a los dirigentes políticos de la oposición, que ya se preparaba para las parlamentarias de diciembre. O se negaban a participar en ellas para enviarle al régimen un fuerte mensaje de rechazo a las nuevas e inaceptables condiciones electorales adoptadas, o participaban sumisamente en lo que sin duda sería una nueva trampa, aunque solo fuese para no perder los espacios que ocupaban en la Asamblea Nacional. Al final tomaron la decisión de presentar candidaturas unitarias, pero con la amenaza de retirarlas si el régimen no modificaba las condiciones bajo las que pretendía celebrarlas.
Fue esta tercera vía el camino que emprendió la oposición, agrupada en lo que llamaron Coordinadora Democrática. Los candidatos del chavismo se apoderaron de la totalidad de los escaños parlamentarios, pero la abstención, más de 75 por ciento del electorado, fue la gran vencedora de la jornada. Un verdadero escándalo que llevó a Chávez a admitir que esa “abstención de una importante parte de compatriotas constituye una gigantesca derrota política para nuestro movimiento” y confesar, el 2 de febrero de 2006, ante centenares de partidarios suyo de alto rango en acto celebrado en el teatro Teresa Carreño para celebrar el séptimo aniversario de su ascensión al poder y el inicio de su campaña por la reelección en diciembre, que el objetivo central de esa campaña era “evitar por todos los medios que la abstención en las parlamentarias se repitiera en la elección presidencial.” Una preocupación que también afectó a la cúpula de la Coordinadora, porque el hecho de haberle propinado con la abstención una sólida derrota al régimen, también los había dejado a ellos al margen de todos los resortes del poder. Por esta pragmática razón, en lugar de meter el dedo hasta el fondo de la llaga y arrinconar a Chávez, decidieron dar media vuelta y reconducir sus futuras acciones en la misma dirección que les indicó Chávez a su gente en el encuentro del Teresa Carreño. Es decir, que a pesar de todos los pesares, en lugar de profundizar esa victoria, se sumaron al empeño chavista de combatir la opción abstencionista, acordaron prepararse de inmediato para elegir un candidato presidencial como antagonista de Chávez en las elecciones de diciembre y se dispusieron a alimentar en el corazón de los electores la esperanza de que sí se podía salir de Chávez y del chavismo a punta de votos.
En mi libro Al filo de la Noche Roja (Randon House Mondadori, 2006) destaco que una semana después de aquel decisivo paso en falso de la oposición, Chávez aprovechó los efectos devastadores de su triunfo en el referéndum para romperle el espinazo a la dirección política de la oposición y acelerar los avances de su proyecto, no para estimular la recuperación de los ideales socialistas perdidos en los tortuosos corredores del socialismo real, como muchos años antes habían propuesto Regis Debray y Ernesto “Che” Guevara, ni tampoco para depositar en manos del pueblo la toma final de las decisiones, sino para concretar su objetivo de intervenir, directa y personalmente, todo los resortes políticos, económicos y sociales de Venezuela. Metiendo en ese saco a la oposición que él había creado a cambio de algunos beneficios políticos y materiales, con la finalidad de sofocar cualquier estallido de disidencia al régimen naciente. Era, en palabras de Debray en los años sesenta y de Chávez ahora, poner en marcha la revolución dentro de la revolución.
Por esos días, en su columna semanal para El Universal, Ramón Piñango destacaba que mientras la oposición “denunciaba a diario la realidad autoritaria y militar del régimen, por la otra actuaba como si viviéramos en una Venezuela pacífica y democrática.” Una suerte de esquizofrenia política, cuya manifestación más palpable fue que tan pronto como la chavista Asamblea Nacional designó nuevas autoridades electorales, los tres dirigentes preseleccionados por la Coordinadora para disputarse una próxima candidatura presidencial de la oposición, Teodoro Petkoff, Julio Borges y Manuel Rosales, salieron corriendo a reunirse con Tibisay Lucena, la nueva presidenta del Consejo Nacional Electoral, quien para más señas era una radical militante chavista. Como era de esperar, Lucena no les dio a sus visitantes ni la más insignificante respuesta a sus planteamientos sobre las condiciones electorales. En realidad, no tenía necesidad de hacerlo. Aunque salieron de la reunión con las manos vacías, los tres declararon a la prensa que le habían ofrecido su más completo respaldo al nuevo CNE y se habían comprometido con Lucena a reconocer el resultado de la elección.
Con esa sorprendente visita, la oposición enterraba, sin dudas ni vacilaciones, el hacha de la guerra. De ahora en adelante no habría nuevas confrontaciones con el régimen. Todo lo contrario. Como repetía Chávez, hablando se entiende la gente, así que de ahora en adelante el diálogo y las negociaciones recuperarían su papel protagónico en las luchas políticas por venir. Tanto, que Manuel Rosales, el candidato unitario de la oposición porque Petkoff y Borges renunciaron muy oportunamente a sus aspiraciones, reconoció públicamente su derrota antes incluso de que el CNE anunciara el resultado oficial de la votación.
Esa noche del 3 de diciembre de 2006 Chávez por fin pudo dormir tranquilo y al despertar debió creer que ese punto que él decía ver allá, en el horizonte, ahora sí estaba al alcance de sus manos. ¿O no?