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Armando Durán / Laberintos: El plebiscito chileno

 

Este domingo, 4 de septiembre, 15 millones de chilenos acudirán a las urnas de un “plebiscito ratificatorio”, con la finalidad de aprobar o rechazar el borrador de una nueva constitución, redactado por los 155 miembros de la Convención Constitucional. Se trata, por ahora, del último capítulo de un proceso constitucional que se inició con otro plebiscito, celebrado el 20 de octubre de 2020, forzada respuesta política del gobierno de Sebastián Piñera y del Congreso chileno para frenar las masivas protestas sociales que a lo largo de 2019 habían puesto en grave peligro la estabilidad del país. En aquella ocasión, con el voto del 78 por ciento de los electores, se aprobó la elección de una Convención Nacional que redactara el proyecto de nueva constitución para reemplazar la todavía vigente de 1980, elaborada por la dictadura militar de general Augusto Pinochet.

El tema constitucional fue objeto de intenso debate tras ser derrotado Pinochet por el “no” a su permanencia en el poder en el plebiscito de 1989, pero ese final negociado de la dictadura impidió entonces que los chilenos acordaran para la democracia restaurada un nuevo pacto constitucional. Este no agitar las aguas excesivamente requirió de diversas pero insuficientes reformas al texto original solo años después; en las postrimerías de su segundo gobierno, Michele Bachelet trató de hacer realidad esa ilusión planteándole al Congreso la eventualidad de redactar una nueva constitución. Piñera, su sucesor, logró frenar la iniciativa, pero en su segundo gobierno, las demandas de un país acorralado por la profundización de las desigualdades sociales heredadas de la dictadura y agravadas por el implacable desarrollismo neoliberal de los sucesivos gobiernos democráticos de Chile, colocaron al país a un paso del abismo y obligaron a la dirigencia política de todos los colores a consultar a los electores sobre la conveniencia de redactar una nueva constitución.

Fruto de aquella explosiva situación fue la aparición de nuevas y poderosas organizaciones políticas, y de ellas surgió el liderazgo político de un joven político de izquierda, Gabriel Boric. Precisamente por esa combinación de desigualdad social, disturbios, nueva constitución y triunfo electoral de Boric, se puso de manifiesto la extrema debilidad de los partidos políticos tradicionales y se evidenció que la población chilena seguía dividida ideológicamente. De ahí que a pesar de que la inmensa mayoría de los chilenos estuvo más que de acuerdo con poner en marcha el actual proceso constitucional, los temores que genera en la mitad del país la Presidencia de Boric, hace que, a pocas horas del plebiscito, casi 20 por ciento de los electores esté todavía indeciso y todas las encuestas indiquen que el rechazo al proyecto sometido a votación se alzará el domingo con la victoria.

Lo cierto es que sea cual sea el resultado del plebiscito, con Boric instalado en La Moneda,  como acaba de ocurrir en Colombia con la elección de Gustavo Petro, sumadas ambas experiencias a las presidencias de Antonio Manuel López Obrador en México, a la de Alberto Fernández en Argentina y a la muy probable victoria de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil el próximo primero de octubre, se crea una realidad política en gran medida similar lo que se conformó en América Latina después del triunfo electoral de Hugo Chávez en Venezuela en diciembre de 1998, y de su alianza estratégica con Fidel Castro para financiar la expansión del experimento cubano por toda la región.

La situación actual de América Latina sin embargo presenta notables diferencias con la de hace un cuarto de siglo. Cuba ya no es lo que fue y tras la visita de Barak Obama y familia a La Habana dejó de ser una amenaza real para el desarrollo democrático de la región. Por su parte, Nicolás Maduro, que no posee el carisma de Chávez ni dispone de los recursos financieros que tuvo su mentor, no ha sabido perpetuarse en el poder sin violentar las formalidades de la democracia representativa, un logro que le permitió a Chávez ser aceptado por una comunidad internacional que si bien lo consideraban un gobernante vociferante, heterodoxo y abiertamente autoritario, lo aceptaron porque nunca rompió del todo los hilos esenciales del orden democrático. Consecuencia directa de la ineptitud de Maduro para no parecer lo que en verdad era fue que la mayoría de los gobiernos democráticos de las dos Américas y Europa, a partir de enero de 2019, lo desconocieran como presidente legítimo de Venezuela y en cambio sí reconocieran a Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional venezolana desde enero de 2019, como legítimo presidente interino. Lamentablemente para la causa de la democracia en Venezuela y en América Latina, Guaidó no supo aprovechar esa imprevista circunstancia para impulsar la transición de Venezuela hacia la democracia y muy rápidamente dejó de existir como opción política válida, incluso para el gobierno de Joe Biden, acosado por temas de mucha mayor trascendencia, como la guerra de Putin en Ucrania.

Debemos tener presente que en esta encrucijada latinoamericana, el péndulo vuelve a dirigirse hacia la izquierda. Esta suerte de reagrupación de las fuerzas de izquierda en América Latina presenta matices propios. El primero, la ausencia física de Fidel Castro y Hugo Chávez, los dos artífices de lo que sin duda fue un poderoso frente socialista y antinorteamericano; eso facilita que Washington ensaye la posibilidad de negociar un modus vivendi con estos nuevos gobiernos de izquierda que vienen haciéndose cargo de buena parte de la región. Incluso, por razones estrictamente petroleras, con el gobierno no reconocido de Maduro, como revelan el viaje de dos  estadounidenses de alto nivel político a Caracas para reunirse con el excomulgado mandatario venezolano, y las recientes declaraciones del Departamento de Estado sobre su deseo de “colaborar” con el gobierno de Petro en la posible normalización democrática de Venezuela, léase, en unas próximas elecciones, tan fraudulentas como las anteriores, pero con el adorno de una oposición unificada en la simulación de lo que ciertamente esta muy lejos de ser.

En el marco de esta realidad, el plebiscito chileno del domingo reviste un significado excepcional. En primer lugar, por la indefinición de su posible resultado. Si se aprueba la nueva constitución, será por una diferencia mínima, circunstancia que no le quitaría firmeza legal al texto, pero sí le restaría legitimidad a las normas que a partir del lunes regularían la estructura y el funcionamiento del Estado. Si por esa misma mínima diferencia se rechaza el proyecto propuesto por la Convención Constitucional, se mantendría vigente la constitución que 78 por ciento de los chilenos rechazaron hace un año al aprobar su sustitución por otro texto constitucional. En cualquiera de los dos casos, se trataría de un fracaso político muy difícil de remediar. Queda la opción de plantear una reforma del nuevo texto, pero ese recurso incrementaría el nivel de incertidumbre que sepultó al gobierno de Piñera, última expresión de la llamada Concertación, y pondría en riesgo hasta la estabilidad del gobierno de Boric. Un desenlace que sin la menor duda  podría incendiar de nuevo la pradera política chilena.

 

 

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