Armando Durán / Laberintos: El triunfo de la democracia en Chile
Uno tiene la impresión de que hacer política, es decir, recurrir a las negociaciones y los acuerdos para dirimir civilizadamente las discrepancias que dividen a individuos y a factores sociales, ha pasado de moda en América Latina. El ostensible desvanecimiento de esa manera de ver y entenderse con el “otro” se evidencia en la persistente debilidad del centro político en la mayoría de los países de la región, causa a su vez de la penosa agonía que sufre la democracia como sistema articulador de nuestra vida en sociedad, y su sustitución por un autoritarismo cada día más “aceptable” internacionalmente, la polarización extrema y el ejercicio hegemónico del poder.
En el marco de esta creciente aceptación de las manifestaciones más inaceptables de las fuerzas antidemocráticas que en todo el planeta exhiben su poder sin mayores contratiempos, la guerra desatada por Vladimir Putin en Ucrania es buen ejemplo del fenómeno, el pasado domingo 4 de septiembre los chilenos nos han demostrado que, a pesar de los múltiples escollos que la obstaculizan y amenazan, la democracia representativa goza de magnifica salud en Chile.
Para muestra de esta realidad basta tener presente la masiva participación ciudadana, casi 98 por ciento del electorado, en el plebiscito convocado el pasado 4 de septiembre para aprobar o rechazar el proyecto de nueva constitución redactado por los 155 miembros de una asamblea constituyente, que en Chile llaman Convención Constituyente. Y, sobre todo, el hecho de que si bien 78 por ciento del electorado desea la adopción de un nuevo texto constitucional, en esta ocasión, al margen de intereses políticos particulares y razones ideológicas, 62 por ciento rechazaron con su voto la versión redactada por los miembros de la Convención.
Hace dos años, como respuesta institucional desesperada para neutralizar el malestar social y la grave inestabilidad política y social generada por la magnitud de las protestas y disturbios que incendiaron las calles de Chile en el año 2019, el gobierno de Sebastián Piñera y el Congreso nacional decidieron consultar a los ciudadanos si estaban de acuerdo con darse una nueva constitución política, entendida como válvula de escape para aliviar la abrumadora tensión política y social que ponía seriamente en peligro la estabilidad del sistema. De esta sinuosa manera, ante la posibilidad de encauzar al país por nuevos derroteros sin necesidad de recurrir a la violencia, de la noche a la mañana, el país se pacificó. Al calor de aquellos sucesos surgieron nuevos liderazgos políticos y la triunfante candidatura presidencial de Gabriel Boric, en gran medida, gracias a su desempeño en las negociaciones que condujeron a la elección de los miembros de la supuestamente salvadora Convención Constitucional.
El error de Boric fue confundir el rábano con las hojas. Es decir, creer que con el respaldo popular obtenido por su candidatura él podría hacer aprobar una constitución que se ajustara a su objetivo de fijarle “constitucionalmente” al país la hoja de ruta que él estaba dispuesto a aplicar en Chile desde la Presidencia de la República. Un mecanismo que en 1999 le permitió a Hugo Chávez utilizar las formalidades que le ofrecía la democracia para acabar con ella, estrategia cuya aplicación en otras naciones le serviría para reproducir su exitoso guion de tomar el poder de acuerdo con las reglas de la democracia burguesa, aprovechar la victoria para propiciar la redacción de una nueva constitución hecha a la medida del proyecto y finalmente avanzar por el tortuoso camino de la reelección perpetua y la dictadura disimulada por los transparentes velos de las formalidades de lo que para él era la falsa democracia.
Este desacuerdo entre los deseos de Boric y los de la mayoría de un electorado profundamente democrático fue la causa del rotundo rechazo popular al texto constitucional sometido a consulta el domingo pasado y la razón de que esa derrota se entendiera, en Chile y en el resto del mundo, como una clara derrota política de la recién iniciada gestión presidencial de Boric. No porque la victoria de la opción del “rechazo” se impusiera en las urnas, un resultado que habían vaticinado todos los sondeos de opinión previos al plebiscito, sino porque nadie había previsto que esa victoria fuera por tantísima diferencia, 62 por ciento a 38, un cataclismo al parecer irreversible, que Boric tuvo que reconocer la misma noche del plebiscito, aunque visiblemente muy a regañadientes, porque ese pobre 38 por ciento era el mismo 38 por ciento de aprobación que le adjudicaban en las últimas encuestas. Contundente y paralizante derrota, porque según admitió en su alocución esa noche, “el pueblo chileno no quedó satisfecho con la propuesta que la Convención Constitucional le presentó al país y, por ende, ha decidido rechazarla de manera clara en las urnas… Quienes hemos sido históricamente partidarios de este proceso de transformación debemos ser autocríticos sobre lo obrado. Los chilenos han exigido una nueva oportunidad para encontrarnos y debemos estar a la altura de este llamado.”
Este reconocimiento y su declarado propósito de enmienda indican, no solo que Boric no tuvo más remedio que asumir la súbita nubosidad que de pronto ensombreció su horizonte político y lo forzaba a anunciar su intención de modificar a fondo el rumbo de sus futuros pasos, sino que esa posición representa un triunfo absoluto de la democracia como ingrediente fundamental del presente y del porvenir chilenos. Un mensaje que contradice con firmeza la torpeza del presidente colombiano Gustavo Petro, quien desde Bogotá, nada más conocerse los resultados del plebiscito, declaró imprudentemente a la prensa que con ese rechazo al proyecto constitucional, “revivió Pinochet. Solo las fuerzas democráticas y sociales harán posible dejar atrás un pasado que mancha a toda América Latina y abrir las alamedas democráticas.” Idéntica intolerancia a la que expresaron en Chile los dirigentes de la una derecha intolerante y derrotada en el plebiscito de 2020 y en la elección presidencial de diciembre del año pasado.
Sin la menor duda, el contraste entre la posición de Boric frente a su derrota en el plebiscito y la de Petro, advierten de la amenaza que representa para América Latina la reagrupación de la izquierda latinoamericana que había sido derrotada en todos los frentes tras la dramática destrucción de la economía venezolana, que la financiaba, y la desaparición física de Chávez y de Fidel Castro, sus animadores. Primero con la elección de Antonio Manuel López Obrador en México, con la de Alberto Fernández, acompañado en la vicepresidencia por Cristina de Kirchner, en Argentina, y después con las victorias electorales de Petro en Colombia, de Boric en Chile, y la muy probable elección el primero de octubre de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil. Y como telón de fondo, muy raído, por cierto, pero a fin de cuentas decisivo telón de fondo, la revolución cubana, Daniel Ortega en Nicaragua y Nicolás Maduro en Venezuela. Una alianza estratégica que de ningún modo aceptará lo que ha ocurrido en Chile, mucho menos los efectos que provocarán en e resto de América Latina y que lamentablemente agudizará la polarización, el autoritarismo a favor o en contra de este o aquel proyecto y la persecución del “otro” por ser y pensar distinto. A no ser que las fuerzas verdaderamente democráticas de las dos Américas entiendan y asuman plenamente, con todas sus consecuencias, el ejemplo que le acaban de dar los chilenos a toda la región.