Armando Durán / Laberintos: Elección en Colombia – Primeras impresiones
El resultado electoral del domingo en Colombia no tomó a nadie por sorpresa. En la primera vuelta de esta consulta electoral, celebrada el pasado 27 de mayo, el derechista Iván Duque obtuvo algo más de 7 millones y medio de votos (39.14 por ciento); el izquierdista Gustavo Petro, su más encarnizado contrincante, casi 5 millones de votos (25.08 por ciento); y a muy corta distancia, con 4 millones y medio de votos (23.73 por ciento), quedó Sergio Fajardo, representante del centro político colombiano. En esas tres candidaturas se hicieron presentes los principales colores del espectro político posible, una realidad que hace mucho había desaparecido del debate electoral en la región.
Desde que se conocieron estos resultados de la primera vuelta comenzaron a urdirse diversas conjeturas sobre los acuerdos que negociarían Duque y Petro con los candidatos excluidos a punta de votos del balotaje final. Se daba por sentado que la brecha de casi 15 puntos porcentuales que los separaba se acortaría, sobre todo porque el rechazo de los partidarios de Fajardo a la opción uribista era mucho mayor que su rechazo al pretismo. Esta circunstancia hizo que algunos analistas se pasearan incluso por la eventualidad de que Petro terminara siendo elegido por carambolas en la segunda vuelta, aunque por poquísimos votos. Sin embargo, los últimos sondeos de opinión, con trabajos de campo realizados días antes de la jornada electoral, registraban que Duque conservaba una sólida ventaja de alrededor de 10 puntos sobre Petro. Ya vimos que no se equivocaron las encuestas. Según los últimos datos oficiales, con más de 99 por ciento de los votos escrutados, el resultado electoral del domingo dio a Duque ganador con algo más de 10 millones de votos y a Petro, a partir de hoy jefe indiscutido de la oposición, con 8 millones. Una diferencia a favor de Duque de 12 por ciento.
Esta prevista victoria de Duque, candidato del llamado Centro Democrático, fuerza de derecha dura promovida por el ex presidente Álvaro Uribe, generó dos hechos muy significativos. El primero, que el domingo desapareció, probablemente para siempre, la vieja y ya descafeinada confrontación entre liberales y conservadores, para cederle el paso a un áspero enfrentamiento ideológico.
A la luz de esta nueva realidad política y a la verdad irrefutable de la aritmética, Petro, ex guerrillero del M-19 que nunca ha ocultado su identificación con el proyecto político del difunto Hugo Chávez pero que en las últimas semanas se ha esmerado en marcar una prudente distancia de Nicolás Maduro, pudo afirmar la misma noche del domingo que con esos 8 millones de votos “nacía una nueva fuerza política.” Yo añadiría que una dura, muy dura, fuerza política de oposición. Este es el segundo hecho a tener en cuenta: el enfrentamiento de izquierdas y derechas duras de ningún modo concluye con la elección de Duque, sino todo lo contrario. Tras reconocer su derrota y desearle al ganador la mejor de las suertes la misma tarde del domingo, Petro advirtió que su derrota era solo “por ahora”, repetición de la famosa frase empleada por Chávez para convertir el fracaso de su intentona golpista del 4 de febrero de 1992 en el inicio de una nueva etapa de lucha, y anunciaba que volvía al Senado, aunque no para hacer la política parlamentaria de aprobar “articulitos” de alguna ley y nada más, sino para “movilizar al pueblo y recorrer las plazas pública.” Es decir, para continuar la lucha de fondo, que esta particular encrucijada del camino se orientaría a evitar “que (la derecha) intente hacer trizas los acuerdos de paz.” Es decir, no para oponerse a la simple gestión administrativa de Duque, sino a los principios que han guiado sus pasos de candidato y continuarán guiándolos como presidente de Colombia.
Esta suerte de declaración de guerra política a su adversario ideológico, la guerra de todos estos años de violencia en Colombia pero por otros medios, precisamente después de haberse puesto punto final a la guerra del Estado con las fuerzas guerrilleras de las FARC gracias a los acuerdos de paz firmados en La Habana, prefigura que a partir de hoy los colombianos se dividirán en dos bloques de opinión irreconciliables. No porque a estas alturas alguien desee revivir un conflicto bélico que nadie desea, sino porque los términos sobre los que se fundamenta la negociada paz acordada no han logrado aún el respaldo suficiente de la población para curar, de una vez por todas, esa herida mortal que divide a Colombia desde hace décadas. A fin de cuentas, Uribe, principal promotor de la candidatura de Duque, recuperó su puesto en el primer plano de la escena política y fue factor decisivo en el contundente triunfo electoral de su protegido este domingo por haber impulsado la opción del NO en el plebiscito de refrendación a esos acuerdos, convocado hace dos años. Un SÍ y un NO que como quiera que se miren son los dos polos de una radical fragmentación de la opinión pública y de las preferencias políticas que se contrapusieron en una urnas y que a fin de cuentas han respondido al compromiso electoral de Duque de revisar y modificar esos acuerdos. Un tema que más allá de la posición que sostienen Petro y las fuerzas de izquierda, adquieren estos días una temperatura elevada, porque el presidente electo, al sustituir a Santos el próximo 7 de agosto, tendrá que concluir las negociaciones de paz iniciadas por él con la guerrilla del ELN, acuerdo imprescindible para consolidar la ambiciosa tarea de pacificar el país.
Al margen de la controversia ideológica que desde los tiempos de Gaitán y el Bogotazo se había expresado en el terreno de la lucha armada, el resultado de esta elección contribuirá en gran medida a terminar de definir el futuro rumbo político de Colombia, pero también el de América Latina, destino por cierto en permanente estado de ebullición desde que hace 15 años Hugo Chávez, echándole mano a su liderazgo carismático y a los petrodólares venezolanos que por aquella época parecían inagotables, puso en marcha el viejo sueño cubano de llevar el programa de la revolución socialista de Cuba a todos los rincones de la región.
Hasta hace poco una fuerte marea roja de iniciativa cubana-venezolana estaba a punto de inundar la región. Lula en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay, los Kirchner en Argentina, Bachelet en Chile, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Ortega en Nicaragua, y el respaldo de algunas débiles naciones caribeñas dependientes de la generosidad venezolana, disparaban todas las alarmas en el continente. Sin embargo, no se salieron con la suya. Con la imprevista muerte de Chávez, los alcances de la crisis financiera y económica mundial de 2008 y el desastre en que se ha transformado la llamada revolución bolivariana en manos de Nicolás Maduro, han dado lugar a un rápido contraflujo anti-rojo en toda la región. Lula está preso, Argentina y Chile gobernada por empresarios, Correa abandonado hasta por sus propios partidarios, Morales acorralado por su aislamiento internacional y el obstáculo constitucional que le impide presentarse a una nueva reelección el año que viene, Ortega obligado a reprimir brutalmente a una población que ha terminado de darle la espalda, Trump desde Washington ejerciendo el poder de manera implacable y la Venezuela de Maduro, de ejemplo a seguir, convertida de la noche a la mañana en un pasivo insostenible para la izquierda latinoamericana.
En este desolador paisaje político, surgieron las candidaturas de Petro en Colombia y de Andrés Manuel López Obrador en México. Combinados, la expectativa de sus triunfos electorales, en junio Petro y en julio López Obrador, alimentaron la esperanza de reanimar bien pronto a esa izquierda en rápido retroceso. Desde esta perspectiva, la victoria de Duque ha sido un auténtico jarro de agua fría. Nadie duda en estos momentos de la victoria de López Obrador en las elecciones generales de México, pero el muy cambiado contexto latinoamericano y la derrota de Petro hacen que ese triunfo no tenga el ímpetu necesario para proporcionarle un segundo aire a una izquierda regional que de manera muy ostensible ha perdido el aliento. Sin duda, López Obrador hoy por hoy tendrá presente que sólo cuenta con el respaldo de los agonizantes regímenes de Maduro, Ortega y Morales, un trío inaceptable, que nada aporta y muchísimo quita. Este notorio debilitamiento del frente izquierdista latinoamericano, acentuado tras la contundente victoria de Duque, obliga a que López Obrador, que de ningún modo es un aventurero político, tenga que reflexionar seriamente sobre cómo jugar sus cartas a partir de a hora. De ello depende su suerte política personal y la de México como socio privilegiado de Estados Unidos y Canadá.
En este sentido, el bloque que se ha ido constituyendo en la región como respuesta contundente al disparate venezolano coloca al régimen “bolivariano” al borde de un abismo insondable. Desde la muerte de Chávez en diciembre de 2011 en La Habana o en marzo de 2012 en Caracas, con la adjudicación a dedo de la Presidencia de la República a Nicolás Maduro por ser el sucesor ideal de Chávez a los ojos de La Habana, y el desplome abrupto de los precios del crudo en los mercados internacionales, el desafío venezolano se ha ido disolviendo en las tinieblas agobiantes de una crisis política y económica sin precedentes en su historia. A estas alturas de este proceso de desmantelamiento económico e institucional de la izquierda continental, la crisis venezolana, transformada en crisis humanitaria irremediable, hace que el régimen chavista haya pasado a ser un ejemplo a no seguir por nadie con dos dedos de frente. Peor aún, porque como infección contagiosa, ha puesto de acuerdo a la mayor parte del hemisferio en la necesidad de aislarla y extirparla del cuerpo social latinoamericano. De ahí la indiscutible influencia que ha tenido Venezuela en lo que acaba de ocurrir en Colombia, sobre todo porque su vecindad a Venezuela le hace presenciar y padecer más que a ninguna otra nación latinoamericana, la dramática situación que encarnan los centenares de miles de hambrientos y desesperados refugiados venezolanos que escapan a diario de Venezuela y cruzan la frontera en busca de lo que ya no encuentran en su patria devastada por el proyecto chavista de dominación.
Aún es demasiado temprano para adelantar conclusiones definitivas sobre los efectos de esta jornada electoral en América Latina y más específicamente en Venezuela, pero sí puede afirmarse que el profundo cambio político que representa la victoria de Iván Duque, afecta desde hoy mismo la correlación de fuerzas que se disputan la hegemonía ideológica en la región y agudizará la creciente inestabilidad que agita el suelo y el subsuelo de la vecina y roja-rojita Venezuela. Y que esta circunstancia acorralará aún más al régimen chavista, acosado por una comunidad internacional que ha perdido su paciencia ante la vana retórica del régimen chavista y por una sociedad civil venezolana que después de la grosera farsa electoral del 20 ya no encuentra en la vía electoral una opción válida para restaurar en el país el orden democrático y el Estado de Derecho.