A casi tres semanas de la elección presidencial del 28 de julio en Venezuela, el país y la comunidad internacional todavía desconocen el resultado real y verificable de la votación. Según anunció a última hora de la noche electoral Elvis Amoroso, militante fiel del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) desde su fundación y presidente actual del Consejo Nacional Electoral (CNE), la ganó Nicolás Maduro con algo más de 51 por ciento de los votos, pero la única prueba que ofreció de lo que a fin de cuentas era una elemental operación de aritmética, la suma de los votos recogidos y sumados electrónicamente en cada una de las 30,026 mesas electorales instaladas ese día a todo lo largo y ancho de la geografía venezolana, fueron unas cifras atropelladamente escritas a mano en una servilleta de papel.
De acuerdo con el informe divulgado el pasado 9 de agosto por el Centro Carter, uno de los dos grupos de técnicos internacionales autorizados por el régimen que preside Maduro para observar el desarrollo del proceso electoral, el CNE “no ha publicado los datos de las 30,026 actas de votación y suspendió las tres auditorías postelectoral necesarias para validar sus resultados.” Por su parte, el otro grupo autorizado por el oficialismo a “acompañar” el proceso electoral, integrado por un panel de expertos seleccionados por la Secretaría General de las Naciones Unidas, sostiene en su informe preliminar, divulgado este 13 de agosto, que el CNE no aplicó “las medidas básicas de transparencia y equidad que son esenciales para celebrar elecciones creíbles… y no publicó (en su momento) y aún no ha publicado, ningún resultado (desglosado por mesas electorales), sino anuncios orales.” El informe concluye con una afirmación inapelable: “El anuncio del resultado de una elección sin la publicación de los resultados tabulados no tiene precedentes en las elecciones contemporáneas.” En pocas palabras, nos hallamos ante la escenificación de una chapuza.
La historia de cómo Venezuela ha llegado a este punto extremo del no retorno es larga y harto conocida. No vale la pena repetirla, pero sí recordar que este lamentable capítulo de la historia electoral de Venezuela se inició hace seis años, cuando el régimen venezolano, perdido en el callejón sin salida de una impopularidad que ya se percibía como irreversible, decidió adelantar a mayo de ese año crucial la elección presidencial prevista para diciembre y fijarle al evento condiciones de ventajismo que los partidos de la oposición sencillamente no podían aceptar. El desenlace de esa suerte de golpe de mano oficialista para conservar el poder por las malas, constituyó un paso en falso que a su vez provocó el desconocimiento casi universal de la reelección de Maduro por ser producto de un fraude electoral, la aplicación de sucesivas sanciones diplomáticas, económicas y comerciales al régimen y a sus figuras más destacadas y la agudización de una crisis económica y social que ya producía efectos devastadores.
Esta situación comenzó a cambiar bruscamente en febrero de 2022, cuando Vladimir Putin invadió Ucrania y el mundo tembló ante un conflicto que ponía en peligro la paz mundial y el suministro de petróleo y gas rusos a los mercados europeos, razón por la cual la Casa Blanca decidió dejar de lado el carácter ilegítimo del gobierno Maduro y entablar negociaciones directas con Caracas, comprometiéndose a levantar progresivamente las sanciones a cambio de que Maduro aceptara iniciar un proceso de democratización de la vida política nacional, que forzosamente debía conducir a la convocatoria de una elección presidencial en condiciones aceptables de transparencia y equidad. No fue misterio para nadie el hecho de que un representante de la petrolera estadounidense Chevron integrara la comisión de muy alto nivel, presidida por el entonces asesor de seguridad presidencial Juan González, que se reunió con Maduro a comienzos de marzo en el Palacio de Miraflores. Y que Maduro, por recuperar la legitimidad perdida en las urnas de mayo de 2018, aceptara lo que de ningún modo debía haber aceptado si no quería apartarse del proyecto diseñado por Hugo Chávez y Fidel Castro, en los años noventa del siglo pasado.
En todo caso, y eso es lo que importa, aquella gestión continuó en una ronda de negociaciones realizadas en Qatar y concluyó con la firma de representantes del gobierno venezolano y la oposición del llamado Acuerdo de Barbados, el 17 de octubre del año pasado, cuya primera consecuencia fue la elección primaria de la oposición, celebrada apenas cinco días más tarde, cuya consecuencia, la victoria de María Corina Machado con 92 por ciento de los votos emitidos, desencadenó la crisis política que desde el 28 de julio hundió a Venezuela en un abismo insondable del que no parece factible escapar ilesos.
Esta situación es completamente opuesta a la “normalidad” que presenta la próxima elección presidencial en Estados Unidos. Durante los últimos meses, el equipo de Donald Trump había aprovechado los olvidos, las confusiones y las frecuentes equivocaciones públicas de Biden para crear una determinante matriz de opinión sobre el aparente deterioro de la capacidad intelectual del presidente para ejercer debidamente otro período presidencial. Esta tesis cobró una fuerza aplastante tras el debate Biden-Trump transmitido por televisión el 27 de junio y un mes después, acosado por la pérdida de necesarios donantes para financiar su campaña electoral y el creciente rechazo por parte de los parlamentarios y electores demócratas, Biden, que había sostenido que solo el Todopoderoso lo haría renunciar a su aspiración de ser reelecto presidente de Estados Unidos el próximo 5 de noviembre, tuvo que rendirse a la evidencia de que persistir en su propósito equivalía a dividir su partido y sufrir la humillación de una sólida derrota electoral a manos de Trump.
Kamala Harris, su casi invisible vicepresidente hasta entonces, comprendió en ese momento que había llegado su hora. Asumió con firmeza la tarea de tomar el relevo, supo sumar el apoyo de Biden, de Jimmy Carter, Bill Clinton y Barak Obama, los tres expresidentes demócratas aún vivos, y su raída decisión le permitió recuperar de inmediato el favor de los donantes y recibir un rápido y masivo impulso popular. En aquellos difíciles días, todas las empresas dedicadas a medir la opinión de los votantes estadounidense coincidían en darle a Trump una ventaja de entre 6 y 8 puntos porcentuales sobre Biden; hoy en día, todas coinciden en registrar un empate técnico de Harris y Trump, algunas con ventaja de un punto en favor de uno, en algunas con ventaja de la otra, también por un punto.
Durante las semanas que faltan para el 5 de noviembre, el calendario electoral estadounidense incluye dos eventos que pueden terminar siendo decisivos. El primero tendrá lugar la próxima semana, cuando entre el 19 y el 21 de agosto, se realice la Convención Nacional del Partido Demócrata. Todo permite suponer que en esta oportunidad el partido habrá superado todas sus diferencias internas y le presente al país y al mundo una unidad monolítica en torno a la candidatura presidencial de Kamala Harris. En el marco de esa auténtica explosión de euforia y optimismo, la popularidad de Harris experimentará un brusco ascenso en la conciencia y los corazones del electorado.
El siguiente paso en esta etapa de imprevista exaltación demócrata, será el debate Harris-Trump, confrontación prevista para la primera mitad de septiembre. Sin duda, entre los temas a debatir estará la crisis política venezolana, cualquiera que haya sido para entonces su evolución. No creo que vaya a tener el peso que tuvo el estallido de la revolución comunista de Fidel Castro en la campaña presidencial estadounidense de 1960 ni el categórico impacto que produjo en el resultado del famoso debate televiso Kennedy-Nixon, pero tampoco dudo que en el debate por venir de Harris y Trump, confrontación desde todo punto de vista incómoda para un Trump que estaba preparado para terminar de aplastar a Biden en un segundo y terminante debate, y que ahora tendrá que hacerlo con una contrincante que además de ser particularmente lúcida y tener una larga y exitosa carrera como fiscal de distrito, fiscal general de California y senadora por ese estado, cuenta con una ventaja muy significativa desde una perspectiva mediática. Ventaja que resume en artículo publicado en su edición de hoy el diario español El País por Juan Arias, exsacerdote, teólogo, filólogo y periodista de ese periódico desde 1972, en el que señala que en Kamala Harris y en Donald Trump “se destacan más sus gestos que sus palabras. Tenemos ahí la visión alegre, la de las carcajadas de Kamala, y la sombría del ceño fruncido y el puño cerrado de Trump.”
Descripción que, más allá de lo que influyan en el resultado electoral de noviembre y a pesar de las evidentes distancias que los separan, son aplicables a María Corina Machado y a Nicolás Maduro. Aunque solo sea por la enorme importancia que ha cobrado la imagen de los candidatos desde la publicación, en los ya remotos pero todavía vigentes años sesenta de dos libros que le dieron un vuelco a los procesos electorales y al papel que representan los medios en las controversias políticas: The Selling of the President, 1968, del periodista Joe McGuiness, y Understanding Media, del académico Marshall McLuhan. Trabajos que muestran cómo y por qué “el medio es el mensaje.” Una verdad que, asumida o no, es y será factor terminante tanto en el desenlace final de las elecciones que acaban de realizarse en Venezuela como de la que tendrá lugar en Estados Unidos dentro de tres meses.