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Armando Durán / Laberintos: Entre la impunidad y la resignación (I)

   ¿Qué ocurre realmente en Venezuela? ¿Cómo es posible que a medida que la situación del país se hace cada día más difícil e incomprensible, la reacción de sus ciudadanos ante un proyecto político que ha terminado por arrasar con lo que parecía ser una sólida y próspera democracia, en lugar de hacer estallar a Venezuela en mil pedazos, ha impuesto esta suerte de blando conformismo franciscano, que le permite a Nicolás Maduro y compañía actuar cada día con mayor impunidad? En fin, ¿cómo puede explicarse uno que los efectos devastadores de la actual y asfixiante catástrofe humanitaria sólo parece haber erosionado el ánimo de una población que hace apenas un año daba la ejemplar impresión de estar a punto de lograr, valiente y democráticamente, el cambio de presidente, gobierno y régimen que desde la derrota histórica del chavismo en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015 había sacudido hasta el subsuelo de la geografía nacional?

   La respuesta más fácil para desentrañar este evidente misterio es achacarle a una supuesta mansedumbre del pueblo venezolano la culpa de esta mezcla de distanciamiento e indiferencia casi clínica de los ciudadanos ante el desarrollo implacable de la crisis. Nada más falso, sin embargo. Desde hace 18 años, cuando se produjeron las primeras manifestaciones de protesta contra los planes totalitarios del naciente régimen, que desembocarían en el gran sobresalto histórico del 11 de abril de 2002, hasta el 16 de julio de año pasado, cuando millones de venezolanos respondieron decididamente a la consulta convocada por los dirigentes de la oposición para exigir el fin inmediato del llamado socialismo del siglo XXI y la restauración plena de la democracia en Venezuela como sistema político, los ciudadanos de a pie, a veces de acuerdo con esa dirigencia, casi siempre a pesar de ella, habían dado doloroso y permanente testimonio de su compromiso con la tarea de impedirle a Hugo Chávez primero y a Maduro después salirse con la suya.

   ¿Qué pasó entonces? ¿Cuáles pueden haber sido las razones de que tanta sangre derramada, tantas masivas jornadas de protesta y reivindicación democrática sin que en ningún momento el pueblo demostrara la menor vacilación, la indignación popular se disolviera de la noche a la mañana, sin ninguna gloria, y que desde ese 16 de julio del año pasado, aquí caballeros, no ha pasado nada?

   El fin de las ilusiones

Cuesta creer que tras aquel inmenso sacrificio colectivo bastase que Maduro y sus agentes en el Consejo Nacional Electoral anunciaran la convocatoria a elecciones regionales y municipales, previstas en el cronograma electoral del organismo pero canceladas de un plumazo, solo para evitar una nueva y todavía más aparatosa derrota electoral, para que los dirigentes de los partidos políticos de oposición desactivaran las calles y salieran corriendo a inscribir sus candidatos a gobernadores y alcaldes. No les importó que el año anterior denunciaran al régimen de desconocer la constitución al negarle a los venezolanos su legítima solicitud de celebrar un referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro. Mucho menos que ahora, para echar la Asamblea Nacional al basurero de la historia oficial, aceptaran someterse a las mismas inaceptables condiciones electorales de siempre y que ahora lo hicieran, además, según las normas elaboradas por una supuesta Asamblea Nacional Constituyente compuesta exclusivamente por miembros leales del PSUV con la finalidad de suprimir definitivamente la autoridad democrática representada por la Asamblea Nacional. Demasiadas y excesivas concesiones que tuvieron dos terribles efectos inmediatos e irremediables.

   Por una parte, los millones de venezolanos que le habían devuelto su confianza a una dirigencia opositora que tras años de desencuentros al fin parecía haber asumido la visión del mundo desde la misma perspectiva del pueblo opositor, una vez más se sintieron cruelmente abandonados por sus dirigentes, traición que a su vez arrojó al país democrático al foso de una profunda depresión de la que todavía no se ha recuperado. Por otra parte, el régimen supo en ese instante crucial que más allá de sus múltiples reveses en las urnas electorales, en los sondeos de opinión y en las confrontaciones de calle, a pesar del estruendoso rechazo de más de 80 por ciento de la población y de la beligerante actitud adoptada finalmente por la comunidad internacional frente al régimen chavista, lo cierto y lo importante era que los presuntos “jefes” de sus adversarios políticos sencillamente no estaban a la exigente altura de las circunstancias. Desde ese momento, los venezolanos de a pie, huérfanos y abandonados a la voluntad arbitraria de un régimen que los condenaba a la opresión política y a todas las miserias imaginables, se entregaron de lleno a la expresión más acabada de la desesperación, ese sálvese quien pueda de un éxodo que ha generado la mayor crisis migratoria de la historia regional, pero que paradójicamente, al actuar como auténtica válvula de escape de esa olla a presión en que se había convertido Venezuela, le ha devuelto la tranquilidad a un régimen que todos, incluso ellos, daban por perdido.

   Un poco de historia

   En diciembre de 1998, tras renunciar al empleo de las armas de guerra como recurso para tomar el poder por asalto, el ex teniente coronel golpista del 4 de febrero abandonó por sorpresa el uniforme guerrero y buscó la Presidencia de la República por la vía pacífica y democrática de la circunvalación electoral. La jugada le salió perfecta, sobre todo, porque nadie podía cuestionar ahora la legitimidad de origen de la penosa andadura roja-rojita que se iniciaba entonces. Una jugada que casi 20 años después le permite a sus sucesores lo que parecía imposible: quebrar definitivamente el orden constitucional sin disparar un solo cañonazo, reducir a nada la economía nacional, incluyendo en el lote a la poderosa industria petrolera, y sumir en la mayor pobreza física y espiritual a la inmensa mayoría de los ciudadanos.

   En sus primeros tiempos Chávez tuvo un gran éxito en su esfuerzo por montar el artificio “democrático” de su régimen sobre el fundamento formal de una nueva constitución, redactada a la imagen y semejanza de su proyecto político por gente de su mayor confianza, para sustituir “constitucionalmente” el sistema de democracia representativa que regulaba la vida de la nación desde 1960, por un sistema que apuntaba a la creación de un Estado totalitario, de partido único y poderes públicos sumisos al Ejecutivo nacional. Gracias a esta simple y vulgar artimaña, a la que pronto se sumaron los crecientes ingresos generados por la partidizada industria petrolera para financiar la costosa puesta a punto de la operación para imponerle al país el modelo hegemónico de la anacrónica revolución cubana, el régimen pudo construir coordenadas políticas suficientes para hacer realidad la inaudita ilusión de venderle al país y a buena parte de la comunidad internacional las mentiras rojas-rojitas de su proyecto como si fueran verdades democráticas, un guiso suculentamente aliñado por el hecho de que el interés de los dirigentes políticos de cualquier país, sean gobierno o estén en la oposición, es que no se hagan olas que desestabilicen los equilibrios político-sociales y pongan en peligro su porvenir profesional como dirigentes políticos.

   Este inestable equilibrio entre realidades radicalmente opuestas, y la existencia de una oposición aferrada ciegamente a los principios y metodología de la lucha política habitual en cualquier régimen democrático a pesar de la conducta cada día menos democrática del régimen, le ha permitido al chavismo consolidarse en el poder por medio de los dos instrumentos esenciales de cualquier Estado democrático, diálogo entre partes que no se entienden, en este caso falso diálogo entre partes que en definitiva sí se entendían, y consultas electorales periódicas pero amañadas en todos los aspectos de su realización. Y así fatalmente, la dirigencia política de la oposición venezolana, sin auténticos liderazgos y sin unidad estratégica para enfrentar al régimen, ante sus reiterados fracasos para derrotarlo tanto en las urnas electorales como en los de la rebelión popular, fue deslizándose hacia su posición actual de entrega total y cohabitación con el régimen al precio que sea.

   La derrota en las parlamentarias

   La ocupación de las dos terceras partes de los escaños de la Asamblea Nacional destruyó en las urnas del 6 de diciembre de 2015 ese cómodo y conveniente equilibrio que le había permitido al régimen permanecer en el poder y a los dirigentes de unos partidos que habían dejado de existir incluso antes del triunfo electoral de Chávez en las elecciones presidenciales de 1998, conservar unos espacios mínimos, necesarios y suficientes para su supervivencia profesional. Un resultado electoral que tomó por sorpresa al régimen y a los partidos de oposición que ahora, de repente, controlaban la mayoría calificada del Poder Legislativo, y colocó a ambos sectores ante una realidad que nadie había previsto: ni el régimen estaba preparado para convivir con un Parlamento que no controlaba, ni la oposición tenía la menor idea ni ganas de aceptar el reto de utilizar ese inmenso poder que los electores acababan de poner en sus manos para impulsar el cambio político que exigía el país.

   Pasó, pues, lo inevitable. Día a día el régimen fue desconociendo en los hechos la legitimidad de su derrota y gradualmente su Tribunal Supremo Electoral fue desautorizando y desmontando “jurídicamente” todas y cada una de las decisiones de la Asamblea Nacional. Sin que por parte de esa nueva y al fin democráticamente legítima Asamblea Nacional se produjera reacción real alguna. Resultado de esta mezcla de debilidades fue el error del régimen al ordenarle al Tribunal Supremo Electoral dictar a finales de marzo de 2017 dos sentencias mediante las cuales se despojó groseramente a la Asamblea Nacional de las funciones y atributos que les fijaba la Constitución Nacional. Una decisión ante la cual a los partidos políticos de oposición no les quedó más remedio que abandonar de golpe y porrazo la estrategia oportunista de negociar con el régimen a espaldas de la voluntad popular, y convocar en cambio al pueblo a la rebelión civil y restablecer, por los medios que fueran necesarios, el hilo constitucional roto por las dos inaceptables sentencias del TSJ.

   Por primera vez desde los sucesos del año 2002, la sociedad civil y la dirigencia de los partidos políticos de oposición mostraban una unidad de propósito fundamentada en la caracterización del régimen como dictadura roja-rojita a la manera cubana. Y por primera vez la oposición más prudente renunció a las estrategias y tácticas “democráticas” que habían marcado los inciertos pasos de las alianzas de la Coordinadora Democrática primero y ahora de la Mesa de la Unidad Democrática. Todas las tendencias de la oposición emprendieron entonces como estrategia de lucha común el camino señalado desde 2014 por los grupos opositores más radicales y de pronto surgió una nueva e inesperada realidad política en el país. Desde todo punto de vista, el régimen, por fin definido como dictadura, parecía tener los días contados. Lamentablemente, como veremos la semana que viene, esa ilusión tampoco fue ni todavía parece posible.    

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